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Captura del cruel y poderoso Otoniel

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CLAUDIO FANTINI
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En materia de violencia y narcotráfico, en Colombia nada desaparece, todo se transforma.

La violencia entre conservadores y liberales que comenzó en 1899 con la “Guerra de los Mil Días” iniciada en Bucaramanga, desembocó en el asesinato del líder liberal Jorge Eliécer Gaitán en 1948, que transformó aquel eterno conflicto al aparecer las guerrillas marxistas que proclamaron la “República de Marquetalia”.

Todas surgieron con el objetivo de conquistar el poder y construir un socialismo con reforma agraria que elimine el latifundismo en Colombia. Pero la irrupción del narcotráfico lo cambió todo. El negocio de la cocaína necesitaba que las selvas colombianas estuvieran plagadas de guerrillas que mantuvieran al Estado y su ejército lejos de las áreas de cultivo, de los laboratorios de elaboración y de las pistas de aterrizaje y despegue de las avionetas que trasladan la cocaína.

Mientras el narcotráfico engendraba el poderío de los carteles de Cali y Medellín, enriquecía a las guerrillas convirtiéndolas en poderosos ejércitos armados hasta los dientes. Para enfrentar a esas maquinarias bélicas financiadas por el narcotráfico, surgió el paramilitarismo. Los hermanos Castaño crearon las Autodefensas Unidas de Colombia (AUC) a las que financiaron los grandes hacendados. Pero no tardaron en descubrir que eran inmensamente superiores las ganancias que podían obtenerse liberando áreas para la producción y tráfico de cocaína.

Por eso pasaron a disputar a las guerrillas zonas estratégicas para el negocio narco. Y lograron arrebatarle al ELN y al EPL el control de grandes áreas del Urabá, la zona selvática donde se encuentra la frontera entre Colombia y Panamá, o sea la puerta de ingreso de la droga a Centroamérica. En síntesis, guerrillas y paramilitares terminaron convertidos en lo mismo: brazos armados del narcotráfico.

En Colombia, lo que cambia es el formato del narcotráfico, pero el negocio continúa. Cuando mataron a Pablo Escobar desapareció el poderoso cártel de Medellín, pero transformándose en decenas de mini-organizaciones que mantuvieron la producción en niveles similares. El negocio tampoco desapareció cuando extraditaron a Estados Unidos narcos del calibre de Carlos Lehder y los hermanos Rodríguez Orejuela. Y seguramente no desaparecerá ahora, con la captura y pronta extradición de Darío Antonio Úsuga, alias Otoniel, el hombre que creó una flota de submarinos prefabricados para trasladar drogas por los ríos del selvático Urabá y el mar Caribe.

El Clan del Golfo experimentará una metamorfosis, pero no desaparecerá el gigantesco negocio por la caída de su sanguinario jefe. El Clan del Golfo es el resabio más poderoso y letal que dejó el paramilitarismo asociado al narcotráfico.

No está claro que el negocio y el poder de fuego que manejó Otoniel sea equiparable al del Cártel de Medellín, como estableció la comparación que hizo el presidente Iván Duque diciendo que era el equivalente de Pablo Escobar. Lo seguro es que así como Escobar fue el narco más poderoso y sanguinario del siglo XX, Darío Úsuga es el narco más poderoso y sanguinario capturado en lo que va del siglo XXI. A las masacres, asesinatos y secuestros, el jefe del Clan del Golfo añade su pasión por torturar a sus víctimas y su adicción al abuso sexual de menores.

Un alias con resonancias bíblicas (en hebreo Otoniel significa poseedor de la fuerza de Dios) y la denominación con referencia homérica del plan de captura, la Operación Agamenón, enmarcan una historia en la que corrieron ríos de sangre. Pero su final no será el final del narcotráfico ni de la violencia.

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