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Argentina entra a la dimensión desconocida

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En Argentina, las mayorías son fugaces. Entender que las ovaciones pueden trastocar en abucheos en un santiamén, ayuda a evitar la embriaguez de triunfalismo que provocan las victorias.

También preserva de los efectos alucinógenos del triunfo tener en claro que los procesos electorales argentinos no se definen por un ganador, sino por el que pierde.

Salvo excepciones, que alguien gane es la primera consecuencia de que alguien pierda, y no al revés. Sobre todo cuando hay un candidato oficialista.

Haría muy bien Javier Milei si entendiera cabalmente que le debe su triunfo al calamitoso gobierno que, oficialmente, encabezan Alberto Fernández y Cristina Kirchner, y que de hecho maneja desde hace año y medio Sergio Massa.

Del mismo modo que a la anterior elección la perdió la obstinación de Mauricio Macri de aferrarse a la candidatura buscando una reelección imposible después de su magra presidencia carcomida de inflación y endeudamiento, a la actual elección la definió el fracaso de la invención política de Cristina Kirchner.

La relación entre el presidente y la vice que lo eligió, pronto se convirtió en un espectáculo “pimpinelesco” que se volvía más patético en la medida en que fracasaba en controlar la inflación.

Más allá de la corrupción y de episodios impresentables como “el vacunatorio VIP” y el festejo en Olivos que violó de la cuarentena, al fracaso del gobierno lo sentenció el récord de inflación.

La suerte del gobierno que comenzará el 10 de diciembre depende de que Milei pueda o no derrotar la inflación. No hay término medio: los gobiernos derrotan la inflación o son derrotados por ella. Cuando ocurre lo segundo, la siguiente derrota oficialista ocurrirá en las urnas.

Milei no ganó por haber levantado las banderas de la Escuela Austríaca y haber explicado las teorías económicas de Frederich Hayek, Ludwig Von Mises y Murray Rothbar. La razón de su victoria no está en ideas extremas como las que van más allá de la economía de mercado porque proponen la “sociedad de mercado”, o sea la realidad en la que todo es mercadeable, incluido los órganos del cuerpo humano, los niños, los ríos, los mares, las montañas, en fin, todo. La razón de su victoria está en la inflación que potenció el hartazgo con el mesianismo egolátrico y sectario de Cristina Kirchner, la indecente apropiación partidaria de los Derechos Humanos, la imposición de una lectura de la historia que eleva a la categoría de héroes a las dirigencias de la izquierda armada que cometió asesinatos a mansalva, el dislate que implica el abolicionismo en la jurisprudencia y tantos otros desvaríos ideologizados del kirchnerismo.

Más que el contenido de Milei, lo que lo propulsó fueron sus formas. Sus estallidos volcánicos en los sets de televisión, sus ráfagas de insultos y descalificaciones, su ira viiolenta contra una clase política decadente y corrupta, fueron el ducto que canalizó tanta frustración y abatimiento de una sociedad agobiada.

El Milei apaciguado de la recta final a las urnas iba en busca de los votos que le faltaban para llegar a la meta. Fue alentador que en su primer discurso como presidente electo, hablara de Alberdi y del liberalismo de la Argentina decimonónica. La mente y el pensamiento que institucionalizaron el país y crearon el Estado nacional.

En esas primeras palabras no había “anarco-capitalismo” ni desvaríos extravagantes y oscuros como los que supura la idea de “sociedad de mercado”.

La pregunta que quedó flotando en Argentina es cuál Javier Milei se sentará en el despacho principal de la Casa Rosada. ¿el que empezó vociferando con los ojos desorbitados en los canales de televisión y acabó esgrimiendo una motosierra en los actos de campaña? ¿o el que se moderó en las propuestas y abandonó la violencia retórica y gestual en la antesala del balotaje?

Si también él cae en la embriaguez que provoca el triunfalismo, creará tempestades que pondrán al país en riesgo de naufragio. Pero gobernará su versión más moderada y cercana a la centroderecha, si comprende cabalmente que, en Argentina, las mayorías son fugaces.

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