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Leonardo Guzmán
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Desde el miércoles, nuevo Código del Proceso Penal. Creado por Ley 19.293 (2014), reformado por Ley 19.474 (2016) y por Ley 19.544 (2017), con modificaciones votadas pero sin promulgarse hasta ayer, contra reloj se armaron los nuevos escenarios para las tragedias y los dramas que llegarán al Derecho Penal pero seguirán siendo de la vida. Un Código es una ley, solo diferenciada por su unidad de tema y su lógica sistémica. Por eso, los Códigos se aprobaron generalmente a tapas cerradas. Por primera vez, asistimos al parto de un Código remendado antes de regir, con zurcido pendiente de promulgación. Nace a fórceps y por pedazos.

En el Uruguay, que tanto debe al Derecho Procesal italiano, debió recordarse la máxima "Prima il pensiero, dopo l'azione" y esperar u2014como lúcidamente pidió Ope Pasquetu2014 que IMPO publicara el texto unificado, de modo que se lo pudiera leer, estudiar y decantar. Ello habría ahorrado al Presidente de la Suprema Corte de Justicia anticipar excusas por los errores que aparejará el apuro, en un gesto de elogiable sensibilidad moral, pero que, tratándose del destino penal de las personas, no basta para dar por cumplida la misión de garantía suprema que identifica a la cabeza del Poder Judicial.

Nuestro Derecho será sometido a una dura prueba. El nuevo Código lo embarca en costumbres importadas, peleadas con la tradición nacional de que sea el Juez quien rija las investigaciones y el Fiscal no maneje a la policía ni interrogue a solas. Y peleadas, además, con la imperatividad del Derecho Público Penal, que habilita a graduar los castigos por agravantes y atenuantes pero no a negociarlos, regatearlos o transarlos.

Henos aquí ante el fruto de una mayoría política a espectro completo, pero sin consenso. Quedan sin contestar las objeciones de Enrique Viana Ferreira, que prefiere irse antes que trabajar contra sus convicciones. Actitud personal que otrora fue frecuente y enseñaba coherencia a la ciudadanía, al restituir el Derecho a la matriz de sus luchas: la conciencia. Esta prescindencia de refutaciones nítidas confirma que, pese a respetar la libertad ajena y propia, en el Uruguay no logramos diálogos que, sintetizando los opuestos, nos amplíen el horizonte cultural. El hábito nacional es abroquelarse en dos bandos, en vez de abrir la mente a las exigencias lógicas del pensar fuerte y creativo. Cada uno dice "lo que se le canta", pero no cultivamos la libertad crítica de apreciar recíprocamente lo razonable que pueda aportar el contendor, ocasional o no.

Y bien. Con todas estas fallas a cuestas, habrá que construir. En el pasado, el Código de Instrucción Criminal de Laudelino Vázquez (1879) fue tenido por inextricable hasta que lo sistematizó la lucidez jurídica del catedrático Raúl Moretti. Con este Código tendremos que poder. Porque así como la música no es la partitura sino su re-creación armoniosa y con alma, el Derecho no se agota en la letra de la ley: se nutre con la Constitución y los principios generales y vibra en el espíritu de jueces y abogados, que somos mucho más que operadores.

Eso sí: edifiquemos y vigilemos sin esperarlo todo de este Código ni de ningún otro. Entre relativismo e insensibilidad, antes que las reglas de Derecho en nuestro país viene fallándonos la conciencia normativa prejurídica. Y ese no es tema de los procedimientos penales sino del tipo de gente que queremos ser.

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