El dirigente político promedio, (no los de primera línea, que no pasan de media docena) se describe a sí mismo -y, a la vez, se justifica- diciendo que él está para solucionar los problemas de la gente y que eso es lo que hace todos los días. Ninguno de esos dirigentes, del partido que sea, dice de sí mismo que su misión, a través de la política, sea colaborar en la creación de condiciones generales en el país para que la gente pueda solucionar sus problemas.
Ese dirigente político promedio concibe al ciudadano, de cuya suerte genuinamente se preocupa, como un ente desvalido o que, por alguna razón, está temporalmente en la mala. Para ese dirigente el Estado es un CTI, el gobierno un médico intensivista y él, el dirigente, una ambulancia. Esa concepción que el dirigente político tiene de sí mismo y de su misión termina siendo aceptada y asimilada por el ciudadano quien, para ser atendido, juega de víctima.
Methol Ferré dijo una vez que el Uruguay era un país de comensales. Real de Azúa, por su parte, en su obra clásica El Impulso y su Freno, habla de una sociedad “desdeñosa de todo cambio de estructura y de todo impulso radical y valeroso ya que todo reclamo tiene aparentemente el destino de ser oído y atendido”. Como consecuencia de eso “se forma un estilo político de facilidad y conformismo, de piedad y contemplación del interés creado”.
Ese Uruguay, así matrizado, ha ido pasando por diversos avatares que lo cambiaron en parte pero no del todo y así llegó al siglo XXI. En el año 2019, por alguna razón o por varias razones, medio Uruguay y un poquito más votó por algo nuevo, un poco distinto y eligió como Presidente de la República a un hombre joven del Partido Nacional. No se trataba de un outsider o un desconocido: ya había sido candidato y había perdido cinco años antes.
En el 2020 el Uruguay estaba expectante: los que habían ganado estaban contentos y los otros se preguntaba cómo sería esa rotación de partido en el gobierno. Quince días después de la transmisión de mando cayó sobre el país y sobre el mundo la peste del covid y para todo el mundo quedó claro que había un gobierno nuevo, no por la fecha sino por la actitud: nada de cuarentena obligatoria, acá no se apagan los motores de la economía, libertad responsable y adelante.
Este pequeño país pasó a ser noticia en todo el mundo y objeto de comentarios halagadores: capeamos la amenaza con serenidad, rescatamos el Greg Mortimer, vacunamos y seguimos adelante sin dejar a nadie por el camino. Ya no había más aquel país quejoso, siempre con la lista de pedidos buscando “ser atendido”. Y volvió a manifestarse eso cuando el plebiscito de la LUC y volvió a rechazar lo viejo cuando votó que no a la propuesta de anular la reforma jubilatoria, (terreno que era el más propicio para que volviera por sus fueros el viejo Uruguay, el pedigüeño, el de la cuarentena).
En el 2024 el Partido Nacional y la Coalición Republicana, cada uno por su parte, encararon la campaña electoral: hablaron del segundo piso de transformaciones, sí, pero sin identificar, sin hacer referencia, sin tomar contacto con la verdadera transformación: el descarte de la cuarentena obligatoria y el abrazo con la libertad responsable.
Tenemos cinco años por delante para reflexionar y conversar sobre todo esto.