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La masacre es la misma

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ÁLVARO AHUNCHAIN
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La historia del séptimo arte tiene esas paradojas: los dos grandes cineastas de inicios del siglo XX, verdaderos inventores de una sintaxis audiovisual que sobrevive hasta nuestros días, fueron tipos de ideologías más que reprobables.

De un lado David Wark Griffith, quien en El nacimiento de una nación, innova sustancialmente en los valores de plano y el montaje, pero al mismo tiempo describe la Guerra de Secesión desde una óptica vergonzantemente racista.

Y del otro Sergei Eisenstein, un propagandista bolchevique que hizo películas tan buenas, que verlas aún hoy sigue provocando escalofríos. (Podríamos sumar a la lista a Leni Riefenstahl, cuyo filme El triunfo de la voluntad es una obra maestra y, a la vez, un abominable panfleto nazi).

En esta semana de cruenta invasión rusa a Ucrania, todo el tiempo me viene a la mente el clásico de Eisenstein El acorazado Potemkin. Vea el lector hasta qué punto el arte refleja la vida, pero después la vida termina copiando al arte.

Esta obra colosal del año 1925 narra sucesos ocurridos 20 años antes en la Rusia zarista, cuando los tripulantes del acorazado del título se rebelan contra el mando de la embarcación, porque quiere obligarlos a comer alimentos en mal estado. Los rebeldes reciben el apoyo solidario de la población civil de Odessa (sí, el mismo puerto ucraniano al que el presidente Zelenski acaba de referirse como inminente objetivo de los bombardeos de Putin).

En el cuarto capítulo de su película, Eisenstein pone en escena al pueblo de esa localidad, yendo a despedir en pleno y con alegría a los voluntarios que zarpan del puerto para llevar alimentos a los combatientes.

Con genial estrategia narrativa, muestra las caras de señoras y niños felices, cuyos asesinatos volverán a verse en primeros planos, minutos más tarde. Porque entonces despliega el director una de las escenas más sobrecogedoras de la historia del cine: una hilera de cosacos, bajando la escalinata de Odessa rítmicamente, abre fuego sobre la multitud civil.

La secuencia es coreográficamente perfecta: hay una contradicción brutal y a la vez poética en la sincronización fría y lenta de los cosacos y el desbande desordenado, veloz y caótico de la gente, que va cayendo masacrada aquí y allá.

El director llega al extremo magistral de encuadrar en un mismo plano, al fondo, a los civiles asesinados, al medio, a sus fríos ejecutores, y adelante, la espalda de la enorme estatua de un antiguo gobernante ruso, que parece mirar la escena con una irónica mano tendida.

En la secuencia destacan dos escenas antológicas: una madre a la que le matan al pequeño hijo y, levantándolo en brazos, enfrenta a los cosacos en una rebelión solitaria y suicida; otra madre ejecutada que suelta el cochecito con su bebé, el que se despeña lenta e inexorablemente escaleras abajo.

La primera ha sobrevivido al tiempo como una imagen icónica, comparable a la célebre Pietà de Miguel Ángel.

La segunda ha sido extensamente aludida en forma de homenaje por directores cinematográficos de todos los tiempos: desde Brian De Palma, en Los intocables, hasta Terry Gilliam en Brazil.

Recorriendo internet en preparación de esta columna, me encontré con que hay hasta dibujos animados que la reproducen, al extremo que una publicación web argentina que se llama “El Economista América” titula una crónica con estas palabras: “Quién fue Sergei Eisenstein, el cineasta ruso que inspiró a los Simpson” (sic).

En su involuntaria humorada, se trata de un título muy significativo, porque pone de manifiesto lo lejanos y casi extravagantes que resultan para la sociedad de hoy los grandes referentes de la cultura universal… Sin embargo, las noticias más recientes nos vuelven a hacer tomar conciencia de que los clásicos no son olvidables ni prescindibles: la denuncia de violencia política que hace una película rusa de 1925 se repite ahora en el mismo país, casi cien años después.

La barbarie de los cosacos zaristas sobre el pueblo de a pie revive de manera casi idéntica, en los cruentos bombardeos rusos contra el corredor humanitario de mujeres y niños ucranianos.

“Será un crimen histórico”, dijo el presidente Volodimir Zelenski de la invasión a Odessa, para la que se han alistado 3.000 soldados y más de 100 tanques y helicópteros.

Y es tal cual. Siempre el mismo pueblo, cayendo en asesinatos masivos que se vienen repitiendo a través del tiempo, más allá de la filiación ideológica de sus ejecutores: la represión de las tropas zaristas a principios de siglo, el Holodomor de Stalin en los años 30, las matanzas masivas perpetradas por los nazis en los 40, el desastre de Chernobyl en los 80... Pasaron los zares, los comunistas, un reformista como Gorbachov y un ultraderechista como Putin (paradójicamente aplaudido por buena parte de la supuesta progresía, por su oposición a Estados Unidos), pero siempre las víctimas son los más inocentes y vulnerables.

Los cochecitos de bebés siguen despeñándose por la escalinata descendente de la historia.

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