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El hombre que no concedió el corte

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ALVARO AHUNCHAIN
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Ayer se despidieron del Senado dos expresidentes, verdaderos protagonistas de la historia del país en los últimos 50 años. No tengo nada en común con uno de ellos, por lo que optaré a su respecto por un respetuoso silencio.

En cambio, siento la necesidad espiritual de escribir sobre el otro, con quien me identifico intelectual y afectivamente, prácticamente desde toda mi vida como ciudadano.

No hablaré desde el fervor militante, porque la verdad es que voté pocas veces por Julio María Sanguinetti: una en 1984 y la otra en su lista al Senado acompañando a Jorge Batlle, en 1999. O sea que no escribiré desde la camiseta o el apego irracional: justamente, si hay una palabra en las antípodas de las que definirían a Sanguinetti es esa, irracional.

Si bien ha sido un político tan apasionado que hasta supo batirse a duelo por sus convicciones, él se definió alguna vez a sí mismo como una persona mesurada, sensata, un típico uruguayo de clase media, “el hombre de traje gris”, como le oí decir alguna vez de sí mismo.

La vida me concedió el extraño privilegio de trabajar profesionalmente en la campaña por su primera candidatura a la Presidencia, siendo yo un redactor veinteañero de la agencia de publicidad de Roberto Ceruzzi. Siempre recuerdo una tarde con Sanguinetti en la cabecera de la sala de reuniones, donde los integrantes de la agencia intentábamos convencerlo de que su eslogan de campaña debía transmitir un concepto de cambio total, radical: “Con Sanguinetti, todo cambiará”, le proponíamos. Él propuso con una sonrisa “el cambio en paz”. Se lo discutimos, con el argumento de que la gente estaba harta de los militares y de la falta de libertad, sumada en aquel tiempo a un terrible deterioro de la economía. Él insistió: “La gente quiere un cambio pero sin violencia”. Le hicimos caso por aquello de que el cliente siempre tiene razón, pero no estábamos muy de acuerdo. Sin embargo, ese poderoso posicionamiento ganó la elección. Y no tengo dudas de que con esa síntesis que expresó con exactitud el sentimiento que tenían las más amplias mayorías en la salida de la dictadura, logró navegar la complicada transición de aquella época, el “ruido de sables”, las demandas de reparación de las víctimas y la reincorporación de los violentos de izquierda y derecha a la vida cívica.

Suelo citar dos anécdotas de la campaña electoral de 1984 que marcan la dimensión de Sanguinetti como líder político. Naturalmente, él carecía de la mística que ofrecía al Partido Nacional, la figura de Wilson Ferreira, no solo por su condición de perseguido y encarcelado por aquella dictadura agonizante pero aún autoritaria, sino fundamentalmente por el estilo de comunicación intenso, enfático y emotivo que tanto lo caracterizaba.

Desde su sensatez y sobriedad comunicacional, Sanguinetti manejó otras herramientas para convencer al país de que estaba en condiciones de liderar la transición. En una oportunidad, el entonces presidente de Argentina Raúl Alfonsín, decretó un desestímulo para que los argentinos veranearan en Uruguay. Mientras los demás presidenciables uruguayos se enfrascaban en las discusiones que marcaban la agenda local, el candidato Sanguinetti llamó por teléfono a Alfonsín para hacerlo desistir de una medida que hubiera perjudicado a nuestro país: estaba actuando como estadista aún antes de ser elegido y la gente se dio cuenta.

Otro momento estelar de esa campaña fue cuando integró un panel de dirigentes políticos invitados por Néber Araújo al programa de canal 12 En vivo y en directo. Imprevistamente, el nacionalista Alembert Vaz leyó una carta escrita por Wilson Ferreira desde su reclusión en Trinidad, que contenía una durísima crítica personal a su adversario. Al término de esa lectura, Néber mandó a un corte y Sanguinetti lo interrumpió de manera también inesperada: “No le concedo el corte”, le dijo al periodista y descargó una enérgica respuesta.

Fueron dos enseñanzas sobre comunicación electoral que uno ha tenido la suerte de recibir en la vida, que valen más que lo que pueda aprenderse en muchos libros. Esos dos hechos, aparentemente anecdóticos, fueron mensajes que construyeron su liderazgo.

La ciudadanía no necesariamente se vincula afectivamente con quien solo dice y hace cosas razonables: se compromete con quien asume responsabilidades colectivas aunque no tenga por qué hacerlo, como en el primer caso, y con quien se rebela a las convenciones para defender sus ideas y reputación con ardor, como en el segundo.

Ahora, en estos tiempos agobiados por la corrección política, es cuando más precisamos líderes disruptivos, que en lugar de correr temerosos atrás de las encuestas, señalen caminos nuevos y demuestren que tienen la mirada puesta más lejos.

En cada mano tendida del Estado hacia una persona indefensa, en un centro CAIF o en una escuela de tiempo completo, seguirá imperecedera la acción política de un hombre que eligió “no conceder el corte” en su lucha contra la rutina y la indiferencia.

Gracias por tanto, Presidente.

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