Arranca un nuevo gobierno.
¿Cuál debe ser mi actitud? La mía y la de todos los orientales. La de los que ganaron las elecciones y, más importante aún, si se quiere, la de los que perdimos.
Dar una carta de esperanza. No ponernos a la retranca. No desear que al nuevo gobierno le vaya mal (lo que, además, es escupir pa’arriba). Ayudar, y si eso nos resulta imposible (por razones ajenas), como mínimo, suspender el juicio.
Para ello creo que ayuda recordar el discurso del presidente Orsi ante la Asamblea General el pasado 1° de marzo. Al fin y al cabo, es el meollo del acto de asunción de la Presidencia. Y fue un muy buen discurso: conciliador, respetuoso y apreciativo de las tradiciones políticas. En suma, muy positivo y merecedor de un voto de confianza. Es un deber cívico.
Si la oposición sale ahora a patear las canillas, sin dar respiro, estará actuando mal y, además, se estará equivocando feo (por más que ceda a la tentación de justificarse porque eso fue lo que hizo el Frente Amplio en el año 2020).
Error por partida doble: Primero caerá muy mal frente a la actitud asumida por el presidente y ante su perfil personal, de bonhomía y sencillez. Y error también porque un conventillo apresurado, solo servirá para enredar la imagen del gobierno entrante y dificultar su evaluación objetiva. desembocará, como ocurre siempre, en una ofuscación generalizada de la opinión púbica (“son todos iguales”).
En segundo lugar, tanto las condiciones externas como ciertas aristas que muestra el equipo de gobierno, hacen difícil presagiar una gestión muy deslumbrante. Sobre todo, si prevalece el entusiasmo voluntarista de la dirigencia frentista por encima de la natural prudencia del presidente. El horno no está muy para bollos.
Dejemos hacer al nuevo gobierno.
Y, en vez, ocupémonos por un (buen) tiempo de lo nuestro. Que mucho hay para pensar y hacer.
Empecemos por las elecciones departamentales, particularmente en los departamentos “duros” (Montevideo y Canelones), en los difíciles (Salto) y en los amenazados (Paysandú y Río Negro).
Al mismo tiempo -no esperar a junio- comencemos un análisis serio y lo más objetivo posible, sobre el estado de situación de la política y de la cultura política del país.
Poniendo el foco sobre mi Partido, por motivos de cariño y ciertas credenciales de realidad, creo que cometeríamos un trágico error si arrancamos la vida del Partido en la etapa que comienza sin haber hecho una profunda introspección.
Para empezar: no perdimos la elección nacional, esencialmente, por los candidatos, ni por flojedades de ciertas dirigencias, ni por otras causas organizacionales o publicitarias. Hubo sí de esas y otras causas. Pero la explicación central, a mi juicio, está en que perdimos porque nos perdimos nosotros: perdimos el sentido del Partido Nacional.
Enfrentados a la realidad cultural de nuestro país, con sus hondas y extendidas raíces de su Pacto de la Penillanura, en vez de luchar por una transformación, caímos en la tentación de tratar de ser mejores frentistas, más “orsistas” que Orsi. Y eso no nos sale bien. Obvio: no es lo nuestro.
Hay un profundo y largo trabajo para hacer, por delante.
Que no se puede encarar bien en un ambiente políticamente picado y que, además, no debe dejarse librado a los solos esfuerzos de algunas personas y sectores.
Existe un Honorable Directorio del Partido Nacional.
Es hora de elevarlo, empoderarlo y mandatarlo para esta tarea.
Lo que requerirá, como requisito previo, que su integración se haga respondiendo sí a criterios de representatividad, pero encarnados en dirigentes de fuste y de peso.
Los problemas que enfrentamos no son meramente políticos: son culturales. Mucho más difíciles de abordar y de cambiar.
Por último (hoy), la forma de encararlos no es a partir de mimetizarnos, sino de renovarnos en nuestras fuentes y raíces. Las emotivas y tradicionales, que son tan fuertes y tan fantásticas en nuestro Partido y en nuestros valores e ideología. Para gobernar hay que ganar y para las dos cosas hay que tener muy claro cuál es nuestro sentido.