CLAUDIO FANTINI
La estrategia es jugar con los mejores. Para buscar acuerdos con los jeques pashtunes de Wasiristán y Baluchistán, con el fin de que en esas regiones paquistaníes dejen de tener guaridas Al Qaeda y los talibanes, Barack Obama ha designado a Richard Holbrooke, un verdadero experto en cuadraturas de círculos. Hoolbrooke conquistó el mote de "el Kissinger de los Balcanes" porque logró un acuerdo entre el musulmán Alia Izetbegovic, la milicia croata HDZ y el líder yugoslavo Slobodan Milosevic. Un gobierno interétnico como el que se acordó en Dyton parecía incapacitado para funcionar. Sin embargo, aún se mantiene en pie en Bosnia Herzegovina.
Fue aún mayor el logro de George Mitchell, el elegido para que israelíes y palestinos acuerden el nacimiento de un Estado árabe en Cisjordania y Gaza. Mitchell fue el hombre que Bill Clinton puso a pensar como poner fin a la guerra eterna en Irlanda del Norte. Y fue ese ex senador demócrata, hijo de una libanesa maronita (cristiana) quien consiguió el Acuerdo del Viernes Santo. Con aquel pacto firmado en 1998 por los protestantes unionistas y sus archienemigos, los católicos republicanos del Sinn Fein, lo que parecía imposible se hizo realidad. Hoy en los seis condados que componen el Ulster, comparten el gobierno el anglicano Ian Payslei y Martin McGuinnes, el republicano que comandó las acciones violentas del IRA.
Mientras dos verdaderos ases de la resolución de conflictos hacen lo suyo, Obama piensa en la otra pieza de este ajedrez inextricable: la República Islámica de Irán. Y a la hora de buscar la forma de desactivar el proyecto nuclear de los ayatolas y el cese del apoyo que Teherán brinda a Hizbolá y Hamas, sería útil que el presidente estadounidense tuviera en cuentas dos cuestiones básicas.
La primera es que Mahmud Ahmadinejad es un fanático y también el mimado de Alí Jamenei, la máxima autoridad político-religiosa, quien lo convirtió en alcalde de Teherán y luego en presidente poniendo a las fuerzas conservadoras y a los organismos del Estado que de él dependen a sabotear al gobierno reformista de Mohamed Jatami y a los candidatos moderados.
La segunda cuestión básica a tener en cuenta, es que la radicalización de Irán fue la consecuencia final de una cadena de desaciertos británicos y norteamericanos que se inició en la década del cincuenta. Incluso antes, cuando la Compañía Angloiraní pagaba más en impuestos al Reino Unido que en regalías petroleras al país de donde extraía el crudo. Esos abusos movilizaron el electorado que llevó al poder al nacionalista Mussadaq y le dieron respaldo popular a su política de nacionalizaciones, respondidas desde Londres con la conspiración golpista que derivó en el derrumbe de la imagen del sha Pahlevi.
Estados Unidos no tenía intereses petroleros en Irán sino del otro lado del Golfo Pérsico, en Arabia Saudita. Pero la CIA igual se involucró en el golpe de 1953, que marcó el comienzo del acercamiento entre el clero chiíta, los nacionalistas de Mussadaq y el partido Tudé (comunista). De ahí en más todos fueron desaciertos, incluido el apoyo a ese proceso de occidentalización forzosa que Pahlevi llamó "revolución blanca" y que no sirvió más que para insuflar las llamas furiosas del jomeinismo. También fue un error haber tratado al gobierno reformista de Jatami como si fuera igual al de su predecesor Hashemí Rafsanjani. Construir una política que ponga fin a los fracasos hasta aquí experimentados, implica ser conscientes de esa larga y nefasta cadena de errores y desaciertos.