EL PAÍS DE MADRID
En el departamento de Concepción, al norte de Paraguay, una de las guerrillas más desconocidas del planeta secuestra terratenientes en lugares olvidados por el Estado. Es un mundo de pobreza, de grandes haciendas, de matones y tráfico de marihuana.
En el norte paraguayo la tierra es roja y ancha, con hermosos y pésimos caminos, jalonados de grandes hormigueros y algunas manchas de bosques verdes y tupidos. Y, sobre todo, con enormes haciendas, más de un millón de cabezas de ganado y decenas de miles de hectáreas en las que nadie sabe muy bien qué ley es la que rige: si la del Estado o la del estanciero.
En alguna de estas espesuras estuvo 93 días encadenado a una hamaca y tapado con un hule el ganadero Fidel Zavala, hasta que, el pasado mes de enero, sus familiares pagaron 500.000 dólares de rescate lanzados en dos bolsas desde una avioneta en un punto determinado con GPS.
Por aquí, en Tacuatí, fue también secuestrado en julio de 2008 el ganadero Luis Lindstron, que pagó 400.000 dólares por recuperar la libertad. En Hugua Ñandú, a pocos kilómetros, atacaron y prendieron fuego a la precaria comisaría local y dos policías resultaron heridos.
Esta se supone que es la tierra por donde se mueve el pequeño Ejército del Pueblo Paraguayo (EPP), una veintena de hombres y mujeres que constituyen la guerrilla más desconocida de América Latina.
TERRATENIENTES. Pero, sobre todo, esta es la tierra donde una sola empresa, la Comercial Inmobiliaria Paraguaya Argentina, Cipasa, llegó a tener, hasta hace bien poco, más de 400.000 hectáreas de terreno con unos 300 kilómetros de frente cercado.
Nada extraño en el país que padece, seguramente, la distribución de tierra más desigual e injusta del mundo y en el que, desde hace más de un siglo, los sucesivos gobiernos han regalado a sus amigos, o malvendido, el territorio. La Comisión de la Verdad y Justicia, creada con ayuda de la ONU, estima que el 64% de las adjudicaciones realizadas desde 1954, es decir, desde la llegada al poder del dictador Alfredo Stroessner, fueron ilegales: centenares de miles de hectáreas de tierras rurales malhabidas y decenas de miles de campesinos despojados y maltratados.
En Concepción, San Pedro o Ambabay no hay carreteras ni supermercados sino caminos de tierra, superficies deshabitadas y enormes extensiones de pastos que pertenecen a unas pocas haciendas ganaderas, en su mayoría propiedad de terratenientes y empresas brasileñas, como la famosa Matte Langareira, que nunca fue conocida por su sometimiento a otra ley que no fuera la suya propia.
En buena parte de estas haciendas, los pocos peones que necesita la faena viven allí mismo, acaso con sus familias, agrupados en una suerte de pequeños cascos junto a la casa de los capataces y, quizá, el gran chalet, casi siempre vacío, que se hizo construir el dueño. Les dan comida, combustible, cobijo, "un pequeño sueldo" y horarios estrictos: incluso el domingo, cuando aprovechan para visitar a vecinos o para convertirse en la hinchada de un pequeño equipo de fútbol local, han de volver a atravesar la cerca antes de que se haga de noche.
También viven allí, para su desgracia y bien lejos de los potreros donde se cuida a las vacas jóvenes, pequeñas comunidades indígenas que quedaron congeladas en mitad de las enormes fincas y que malviven en chozas de madera y paja, sin la menor asistencia ni ayuda.
BENEFACTORES. Lirio Benítez es el dirigente de una de estas comunidades, enterrada en la hacienda Agüerito. Se identifica a sí mismo como perteneciente a la etnia pai tavyterá y vive con las 48 familias que componen su grupo. Afirma que ese pedazo de terreno empapado se llama Hegua Hatý y que es suyo desde hace más de 60 años. Está enojado porque hace poco cortó en el monte cercano algunos árboles que ahora las autoridades le prohiben vender.
Para colmo, asegura que los estancieros, que quieren que corte y venda la madera para dar más espacio al pasto, le han suprimido los 15 kilos de comida por familia que les facilitaban cada mes, seguramente para que presionen más a los organismos oficiales y consigan acabar con el bosque.
Los indígenas no se muestran nada molestos por la presencia de los tres jóvenes policías que acompañan. Todos hablan guaraní entre sí y se hacen bromas.
Manuel, con su fusil M-14, boca abajo y su pesado chaleco antibalas, que le hace sudar la gota gorda, sólo tiene 23 años y observa tranquilamente el diálogo, en castellano, con uno de los hijos de Lirio, Anastasio, de 39 años. "¿Cree que el EPP será de alguna ayuda para ustedes?" "El EPP es una ayuda. Nadie lo hace. Nadie nos presta atención. Ellos ayudan".
Durante el secuestro de Lindstron, el EPP exigió que sus familiares entregaran diez cabezas de ganado a determinadas etnias indígenas y que distribuyeran cortes de carne en algunos barrios pobres de Asunción. Una etnia se negó a recibir el ganado, unos dicen que por miedo a las represalias de los ganaderos y otros, porque sus dirigentes están hartos de que unos y otros les utilicen para sus fines.
Aquí, en el norte, sería difícil que los indígenas rechazaran las vacas. Su pobreza extrema y su abandono total convierten el territorio en la zona caliente del EPP, el terreno en el que el comandante Alexander, cuyo verdadero nombre es Osvaldo Villalba Ayala, un joven de unos 30 años que procede de organizaciones sociales de raíz católica, se puede esconder y planear nuevas acciones y secuestros de terratenientes. Por él y por su pequeña guerrilla los ganaderos exigen que los militares incursionen en montes y bosques para acosarlos y detenerlos. Por él el presidente Lugo tuvo que aceptar un período de estado de excepción de 30 días que llevó a 3.000 soldados al lugar pero que no ha servido de gran cosa. Osvaldo, la joven Magna Meza, Manuel Cristaldo Mieres y sus compañeros siguen en libertad en algún punto de la impresionante tierra roja.
SIN ESTADO. Sobre este terreno se libra también una batalla política importante entre los que quieren que el Estado se limite a enviar al Ejército para buscar a los guerrilleros y los que creen que esta es la ocasión para intentar que el Estado se asiente en un territorio en el que ha estado casi totalmente ausente hasta ahora, dejando todo en manos de los propios estancieros.
Una batalla que incluso dio origen a un enfrentamiento armado entre fuerzas militares y un destacamento de las Fuerzas Operacionales de la Policía Especializada (FOPE). Ocurrió el pasado mes de mayo, cuando 350 soldados al mando del coronel Ramón Benítez, cercaron y atacaron el campamento de las FOPE en Hugua Ñandú.
Sólo el sentido común del oficial de policía Derlys González, que, tras parapetarse e intercambiar algunos tiros dio orden a sus hombres de rendirse, evitó una masacre. "Me pregunto si el Ejército quería realmente que pasara algo malo para poner en un aprieto al gobierno del presidente Lugo. Yo personalmente barajo esa hipótesis", comenta González, que tiene 27 años y está dispuesto a hacer una carrera "en una policía profesional".
"Militarizar este departamento no es la solución del problema", asegura Luis Acosta Paniagua, el joven intendente de la ciudad de Concepción. Pertenece al Partido Liberal, que ayudó a llegar al poder al presidente Lugo y a echar al Partido Colorado, después de 63 años continuados de gobierno. "El EPP ha surgido por el abandono que los gobiernos anteriores han hecho de esta región", asegura. "Mientras no tengamos Estado no habrá nada que hacer".
Acosta, hijo de ganaderos, no comparte la exigencia de los grandes estancieros, la siempre peligrosa Asociación Rural. "Aquí lo que necesitamos es caminos que no se inunden, escuelas, sanidad", afirma con cansancio.
En boca del alcalde, la minúscula guerrilla se convierte en una amenaza importante y en un argumento a su favor: "Si el Estado no hace algo, el EPP subirá".
¿Por qué necesitan los estancieros al Ejército, si tienen sus propios grupos de seguridad, armados y pagados por ellos mismos? "Bueno, eso no ha impedido dos secuestros importantes en la región", explica. Los servicios de seguridad, dirigidos por los capataces, funcionan dentro de las haciendas y se han empleado hasta ahora en combatir el abigeato, el hurto de ganado.
"Por aquí siempre ha habido pequeñas bandas de delincuentes comunes que pueden robar dos o tres cabezas por mes", asegura Miguel Irigoyen, periodista local. "Y en las estancias, los capataces y sus matones siempre juegan a matar".
ÉXITO GUERRILLERO. En Hugua Ñandú, a algo más de cien kilómetros de la capital, fueron asesinados por sicarios desde 2003 ocho dirigentes campesinos, sin que nunca se localizara a sus ejecutores. Fue un momento peligroso: de 370 ocupaciones registradas entre 1990 y 2004, casi 360 fueron desalojadas violentamente, con más de 7.000 campesinos que quedaron detenidos.
Fue cuando empezaron a proliferar las ejecuciones: 77 hombres y mujeres vinculados con el movimiento campesino fueron asesinados en los cinco departamentos del norte. Nadie ha sido aún detenido ni condenado por esas muertes.
Relativamente cerca de allí, en Kurusú del Hierro, cuando se allanaba un supuesto lugar de acopio de marihuana (Paraguay es uno de los mayores productores del mundo) se encontró en agosto de 2009 un supuesto manual del EPP. Eran unas páginas desparejas, manuscritas, obra de Alcides Oviedo, marido de Carmen Villalba y condenado como ella a 18 años de cárcel por su participación en un secuestro anterior.
El texto, sobre la conveniencia de tener siempre a alguien secuestrado (técnica atribuida a las FARC colombianas) y con instrucciones sobre cómo moverse por el bosque o cómo torturar a un detenido, fue publicado íntegramente con un éxito formidable e inesperado: el director de la publicación aseguro que se agotó la primera edición, de 7.000 ejemplares, por lo que hubo que reimprimirlo durante dos días consecutivos, siempre con la misma acogida. Probablemente, el pequeño EPP nunca soñó con tener un eco semejante.
"Con suficiente propaganda, con los dólares que van acumulando y con la inexistencia del Estado en todo el norte del país, el EPP, que hoy en día es un pequeño grupo criminal, casi fantasmal, podría llegar a convertirse en un embrión de algo serio", se lamenta el ministro del Interior, Rafael Filizzola.