Bob Woodward | The Washington Post
En 1970, cuando servía como teniente de la Armada de Estados Unidos, en ocasiones actuaba como mensajero, llevando documentos a la Casa Blanca.
Una tarde, después de haber esperado un rato, un hombre alto con el pelo gris perfectamente peinado se sentó cerca de mí. Era probablemente 25 o 30 años mayor que yo y llevaba un portafolio. Era de apariencia distinguida y tenía un estudiado aire de confianza, la calma y la postura de alguien acostumbrado a dar órdenes y que éstas fueran obedecidas inmediatamente.
Pude darme cuenta de que observaba la situación con mucho cuidado, con una especie de vigilancia con caballerosidad. Después de unos minutos decidí presentarme. "Teniente Bob Woodward, dije, cuidándome de agregar un respetuoso "señor".
"Mark Felt", contestó.
Le empecé a hablar de mí, diciéndole que era mi último año en la Armada y que le llevaba unos documentos al almirante Moorer. Felt no tenía prisa por explicar nada de él o la razón por la que estaba ahí.
Yo vivía momentos de ansiedad, incluso consternación sobre mi futuro, después de cuatro años de servicio y una extensión debido a la guerra de Vietnam. Me había graduado en Leyes en Yale en 1965 y tomaba un posgrado en la Universidad de George Washington. Al mencionarle esto, Felt se animó y me dijo que él había estudiado Leyes en la misma universidad en la década de 1930 antes de incorporarse y esta fue la primera vez que lo mencionó al FBI. Ambos habíamos trabajado para congresistas de nuestros estados natales.
No mostró interés en tener una conversación larga pero finalmente le saqué la información de que era director adjunto del FBI a cargo de la división de inspecciones, un cargo importante bajo el director J. Edgar Hoover. Eso significaba que él encabezaba a los equipos de agentes que visitaban las oficinas del FBI para asegurarse de que se respetaran los procedimientos y se cumplieran las órdenes de Hoover. Le hice muchas preguntas sobre su trabajo y su mundo. Cuando pienso en este encuentro accidental pero determinante, uno de los más importantes en mi vida, veo que lo convertí en una sesión de asesoría. Su interés fue casi paternal y lo que más recuerdo es su trato distante pero formal. Le pedí su número y me dio el teléfono directo de su oficina.
Inicio fallido. En agosto de 1970 fui dado de baja de la Armada y pensé que quizá podía ser reportero. Había enviado una carta pidiendo trabajo en The Washington Post y, de alguna forma, fui recibido por el editor de la sección metropolitana Herry Rosenfeld. Me ofrecieron una prueba de dos semanas. No publicaron ni editaron ninguna de mis cerca de 20 notas. No sabe cómo hacer esto, me dijo Rosenfeld. Aunque reprobé de manera estrepitosa, me di cuenta que había encontrado algo que me encantaba.
Empecé a trabajar entonces en el Sentinel de Montgomery (Maryland), donde, Rosenfeld me dijo, podía aprender a ser reportero. Se lo dije a mi padre, quien me contestó "¡estás loco!", y también le hablé a Felt, que me dijo lo mismo. Quizá pueda ayudarme con algunas historias, le dije. No me contestó.
Durante el año que pasé en el Sentinel mantuve contacto con Felt a través de llamadas a su oficina o a su casa. Nos estábamos convirtiendo en una especie de amigos. Era mi mentor y yo le pedía su consejo.
Un fin de semana fui a su casa en Virginia y conocí a su esposa, Audrey. Me asombró en cierta forma que Felt fuera admirador de J. Edgar Hoover. Apreciaba su orden y la forma en que manejaba la oficina con procedimientos rígidos y mano de hierro. La Casa Blanca era otra cosa, dijo Felt. Creo que la llamó "corrupta" y siniestra. Hoover, Felt y la vieja guardia eran el muro que protegía al FBI, indicó. En su propio libro de memorias La pirámide del FBI desde adentro, que prácticamente no recibió atención cuando fue publicado en 1979, cinco años después de la renuncia del presidente Nixon, Felt se refirió molesto a una "conspiración de la Casa Blanca y el Departamento de Justicia. Hay pocas dudas de que Felt pensaba que el equipo de Nixon estaba formado por nazis.
En agosto, Rosenfeld decidió contratarme en el Post. Tenía contacto regular con Felt, pero me insistía en excluirlo a él, al FBI y al Departamento de Justicia de cualquier cosa que usara indirectamente o pasara a otros. Me dijo que era esencial ser cuidadoso. Nadie debía saber que hablaba con alguien en el FBI. Nadie.
HISTORIA CRUCIAL. El 17 de junio, el supervisor nocturno del FBI llamó a Felt a casa para informarle de un robo en las oficinas del Partido Demócrata en el edificio Watergate. Casi al mismo tiempo, me llamaron a casa para cubrir el inusual robo. Al día siguiente, Carl Bernstein y yo escribimos nuestra primera nota juntos. Identificamos a uno de los ladrones, James W. McCord Jr., como coordinador de seguridad del comité de reelección de Nixon.
Este era el momento en que una fuente o un amigo en las agencias de investigación del gobierno resultaba invaluable. Lo llamé a Mark Felt, en lo que sería nuestra primera conversación sobre Watergate. Me recordó su desagrado por las llamadas a la oficina, pero indicó que el caso se iba a calentar por razones que no podía explicar. Luego colgó abruptamente.
En julio, Carl fue a Miami y rastreó a un fiscal local que tenía copias de cheques mexicanos por US$ 89 mil y de un cheque por US$ 25 mil que había sido depositado en la cuenta de Bernard L. Barker, uno de los ladrones. Los fondos del cheque eran dinero de campaña entregado al jefe de financiamiento de Nixon.
Llamé a Felt, pero no contestaba. Así que una noche me presenté en su casa en Virginia. Su actitud me puso nervioso. Me dijo que no más llamadas, ni visitas a su casa, nada más en público.
Decidimos establecer un sistema de notificación. La señal sería una bandera en el balcón de mi departamento. Tendría que salir por la escalera de incendio y tomar dos taxis para llegar a nuestro sitio de encuentro: un estacionamiento subterráneo, siempre a las dos de la mañana.
Me advirtió que si él tenía algo para mí me iba a mandar un mensaje a través del New York Times que me llegaba a casa. La página 20 iba a tener un círculo y la hora de nuestro encuentro iba a aparecer marcada en la parte inferior de esa página.
Fue después de la renuncia de Nixon cuando empecé a preguntarme por qué Felt había hablado cuando ello implicaba importantes riesgos para él y para el FBI. Felt creía que protegía a la oficina divulgando información que aumentaría las presiones públicas para que Nixon y su gente respondieran por sus actos. Sospecho que en su mente yo era su agente.
En el libro Todos los hombres del presidente, Carl y yo concluimos que Garganta Profunda trataba de proteger la oficina, de propiciar un cambio en su conducta antes de que todo se perdiera. Cada vez que se lo pregunté a Felt, su respuesta fue la misma: "tengo que hacer esto a mi manera".