La mayoría de los 700 cascos azules uruguayos apostados en Bunia, la ciudad principal de la convulsionada región de Ituri, en el noreste de la República Democrática del Congo (RDC), eligió partir de su pacífico país a raíz de la crisis económica que atraviesa Uruguay.
"Para nosotros, participar en este tipo de misión de la ONU de mantenimiento de la paz es una forma de escapar a la crisis económica", confirma uno de sus oficiales, el comandante Juan Arias.
Todos los cascos azules se presentaron candidatos de forma voluntaria para viajar a la RDC. Aquí reciben una mejor paga, incluso si las condiciones de trabajo son más duras, como lo afirma Arias.
Los cascos azules conducen los blindados de transporte de tropas (APC) en el exterior de las cuarteles de la ONU, 24 horas consecutivas.
"Me pregunté a menudo si ésto valía la pena, y cada vez que lo hice, recordé que fui yo quien eligió venir", murmura Arias, que reconoce estar profundamente afectado por las atrocidades que vio en la RDC.
"Durante la última batalla, vi a un polícia caminar hacia mí, descalzo y con un trozo de cartón sobre la cabeza. Cuando se sacó el cartón, vi que la parte trasera del cráneo estaba quebrada en tres y que tenía otra herida abierta en la garganta. ¡Y aún así caminaba!", cuenta Arias, tomándose la cabeza con las manos.
"Una enfermera me preguntó: ´Comandante, ¿qué vamos a hacer?´. Recuerdo haberle respondido: ´No sé, haga lo que pueda´. Y lo llevamos al hospital", agrega.
"Soy un soldado, pero nada lo prepara a uno para ver este tipo de cosas. Mi país es pequeño, pacífico; el último golpe de Estado se remonta a veinte años atrás", continúa Arias.
Arias llevaba pocos días en la RDC cuando vio el cadáver de uno de los observadores militares de la MONUC (Misión de la ONU en RCD), un ruso, destrozado por una mina en Komanda, una ciudad al oeste de Bunia.
"El cuerpo del ruso estaba hecho pedazos", recuerda. "Me pidieron buscar los documentos de identidad entre sus ropas. Una enfermera con guantes de goma me ayudó, pero no tenían ningún documento. Fue una ruda experiencia para mí", confiesa.
Los militares uruguayos, estacionados bajo grandes carpas color kaki en un campamento de la ONU cerca del aeropuerto, cuelgan la ropa lavada en sogas tendidas entre los aguacates. Algunos se van a duchar, en pantalones cortos, con una toalla alrededor del cuello.
"Hacemos todo lo que hacen los hombres", afirma por su parte una de las mujeres que forma parte del contingente. Las soldados efectúan tareas administrativas, pero también montan guardia con los hombres, agrega.
Arias habla un inglés correcto y está aprendiendo francés.
Entre sus hombres, algunos logran hacerse entender con una mezcla de español, francés e inglés. Otros parecen aterrorizados ante la idea de tener que comunicarse con personas que no son hispanoparlantes y se muestran aliviados cuando, ante la pregunta "¿Hablas español?", se les responde "Sí, un poco".
Lejos de su hogar, cada mañana, antes de pasar revista, los uruguayos de Bunia conservan celosamente el rito del mate compartido. Y a juzgar por el brillo de sus miradas, ése es el momento en el que el recuerdo de Uruguay se vuelve más fuerte.
"Extraño a mis hijos", dice Arias, nostálgico. "Nicolás tiene 18 años, ya es un hombre, e Ileana 14 años, ya una mujercita...", concluye.