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El caso que nunca pude olvidar

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LA COLUMNA

Nunca pude olvidar su rostro, la última mueca de horror congelada, el orificio limpio y oscuro en la sien. Se llamaba Lourdes Margot Pellejero y tenía 41 años, era madre de dos hijos por entonces adolescentes.

Su cuerpo fue hallado en un baldío sobre el camino Las Flores, en la zona de Santiago Vázquez, al cabo de varios días de búsqueda. Su esposo, el femicida, la había abandonado allí luego de cargarla a pulso durante varios metros a campo traviesa entre los pastizales y orientándose por la antena del Sodre, visible desde varios puntos. La última discusión había sido en el interior del taxi en el que trabajaba Rafael Omar Pereira (50), el hombre que en los últimos cinco años había convertido la vida de su esposa en un infierno. Había colocado la pistola calibre 7.65 sobre la sien izquierda y luego apretó el gatillo. Más tarde, como suele corroborar la estadística, se quitó la vida con la misma arma cerca de la Tribuna América del Centenario.

"Criar una hija para que termine así, en un campo perdido y rodeada de policías, perros y caballos", comentó un agente uniformado que tenía cerca. Los dos asentimos en silencio. Todos, policías, periodistas y testigos con un nudo en la garganta rodeándola. Aquel era el final de cuatro días de búsqueda, una mañana invernal y desolada, con el final que todos sabíamos.

Por alguna razón es el caso que nunca pude olvidar. Pasó en julio del año 2000, pero cierro los ojos y todavía veo aquel rostro. Hacía apenas unos meses que había ingresado a este diario como jefe de la página policial. Durante muchos años cubrí este tipo de noticias y los casos de violencia extrema de género fueron siempre un desafío profesional. Para empezar, la mayoría de quienes trabajábamos en esas áreas informativas éramos varones. Las fuentes policiales que solíamos contactar en busca de información también lo eran. Los prejuicios de género eran el peor obstáculo con el que te tropezabas una y otra vez mientras procurabas información sobre un caso de esta naturaleza. "¿Quién puede saber lo que pasa entre cuatro paredes?", te decía más de uno, a veces en tono socarrón, como si hubiera que entender que la mujer se lo había buscado. O que alguno soltara como al pasar "¿y vos qué harías si te metieran los cuernos?". Solo un compromiso profundo con los principios de nuestra profesión puede mantener a flote a un periodista, el consuelo de aproximarse a la verdad, de mantener el respeto por esas vidas perdidas.

Los casos de violencia de género existieron siempre, claro. Pero la posibilidad de informarlos libremente y en su debida dimensión supuso un trabajo arduo para muchos periodistas, entre los que modestamente me cuento. El compromiso por informar ha sido la contribución de muchos cronistas anónimos en la lucha contra esta trágica epidemia que todavía sigue.

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