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Fidel Castro, una historia de esperanza y desengaño

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Fidel Castro y Ernesto Che Guevara. Foto: El País

1959

El 1° de enero de 1959 la dictadura de Fulgencio Batista quedó derrotada. El periodista Carlos María Gutiérrez (1926-1991) fue testigo privilegiado. El 2 de enero de ese año, Gutiérrez publicó en El País esta semblanza fruto de sus conversaciones con Fidel Castro en Sierra Maestra.

Según los comunicados oficiales de la dictadura que acaba de ser derribada en Cuba, Fidel Casto es un comunista, en comunicación directa con el sovietismo internacional, de los que habría recibido armas para continuar la lucha. Para algunos círculos del Departamento de Estado es un peligroso nacionalista, con una furibunda tendencia a la expropiación de industrias. Los comunistas cubanos -hasta hace 24 horas silenciosos e inexistentes, pero desde ayer solidarios con la revolución de Castro- lo han calificado de reaccionario, católico y defensor del latifundio. Y desde otros sectores internos, a medida que el Movimiento 26 de Julio se fue afianzando, el joven abogado de 32 años inexpugnablemente situado desde hace dos años en su guerra de guerrillas de la Sierra Maestra ha sido en forma sucesiva, un ambicioso candidato a dictador, un instrumento en manos de líderes de partido que no mostraban la cara, un simple miembro de la famosa Legión del Caribe y, en fin, un sanguinario pistolero sin sentido alguno de estadista. Pero desde las anfractuosidades selváticas en las montañas de Oriente, Fidel Castro desdeñó durante más de dos años todas esas calificaciones, dejando simplemente que los hechos hablaran por él.

Tapa de El País del 2 de enero de 1959. El enviado de El País con Fidel Castro. Foto: El País
Tapa de El País del 2 de enero de 1959. El enviado de El País con Fidel Castro. Foto: El País

La carrera política de Castro se inició en las tradicionales luchas estudiantiles de la Universidad cubana (donde los jefes del grupo no titubean en mezclar los balazos a los argumentos de las asambleas) y adquirió sentido cuando, una vez recibido de abogado, militó en las filas de la Ortodoxia, el partido del ardoroso Eduardo Chibás. Después que Chibás, en la culminación de una espectacular campaña por la moralización administrativa del país se suicidó frente a un micrófono, Castro fue de los jóvenes que descreyeron definitivamente de los viejos partidos políticos y de los dirigentes encallecidos en el reparto de los bienes públicos. Pero recién a partir de 1952, cuando un puñado de compañeros asaltó el Cuartel Moncada, lo ocupó, fue detenido y condenado a presidio, comenzó su carrera de héroe nacional.

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El estado mayor de Fidel Castro se compone exclusivamente de civiles, adaptados a la estrategia y a la vida militar recién después de foguearse en las escaramuzas de la Sierra; su hermano Raúl, el médico rosarino Ernesto Guevara, el joven industrial Ramiro Valdez, el ex funcionario público Camilo Cienfuegos, la ingeniera Vilma Espin, el abogado Humberto Sori. Todos ellos aprendieron tácticas sobre el terreno, pero su estrategia ha derrotado a militares experimentados y de carrera (...).

La política militar de Fidel Castro se basa en dos axiomas fundamentales: el aprovechamiento de la geografía y el medio social, y el autoabastecimiento. Permaneciendo durante más de un año y medio en las cordilleras de la Sierra Maestra -solo abandonadas para rápidas y mortíferas incursiones al llano- tuvo a su favor la imposibilidad de sus enemigos para usar tanques, vehículos de transporte o cualquier tipo de armas que requiriera rodamiento. Los batallones de Batista solo podían entrar a pie en la Sierra, y por veredas selváticas que solo permitían el paso de una persona por vez (…). En segundo término, Castro se preocupó de intimar con la población campesina de la Sierra y de la selva; esa población, instintivamente hostil al gobierno, y además salvajemente castigada por los bombardeos y las expediciones punitivas, encontró en Castro protección y estímulo; la revolución le proporcionó por primera vez en la historia de Cuba, escuelas y clínicas. Sistemas de correo, fuentes de abastecimiento de víveres, armerías y otras instalaciones fueron obtenidas por libre consentimiento entre los campesinos, que se transformaron así en el respaldo civil de los guerrilleros.

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Castro ha denunciado muchas veces la solidaridad implícita del Departamento de Estado con Batista, pero reconoce que su país, por razones geopolíticas se encuentra inevitablemente dentro de la órbita económica de los Estados Unidos, como nación monoproductora. Cree que hay que revisar algunos tratados leoninos, algunos convenios desdorosos (principalmente económicos), pero es evidente que no se apartará del sistema comercial del Continente. Piensa que se deberán establecer normas para el funcionamiento de servicios públicos vitales (los teléfonos, los ferrocarriles) ahora en manos extranjeras, pero no es partidario de nacionalizar nada, sino de controlar y vigilar el cumplimiento de las concesiones. Como demócrata, repudia ardientemente a las dictaduras latinoamericanas sobrevivientes y ha criticado a la política norteamericana que las protege, pero también entiende que Cuba debe mantenerse decididamente del lado occidental en los movimientos estratégicos de la Guerra Fría. Hasta aquí, es difícil que el Departamento de Estado encuentre difícil de admitir al nuevo gobernante virtual de Cuba.

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EDITORIAL DE EL PAÍS
26 de noviembre de 2016

Cuando su revolución llegó al poder en La Habana en 1959, no existían Los Beatles; no se había construido el muro de Berlín; el hombre no había viajado a la Luna; Mao gobernaba China; no había nacido Obam a, y la humanidad en la Tierra no alcanzaba las cuatro mil millones de personas. Entre nosotros, vivía Luis Alberto de Herrera, no existían los Tupamaros, y nuestro sistema de gobierno fijaba un colegiado de nueve miembros en el Ejecutivo. No hubo hombre en toda nuestra América que se aferrara tanto tiempo y tan fuertemente al poder como Fidel Castro. Como si se tratara de uno de esos caudillos caribeños propios del realismo mágico latinoamericano, gobernó Cuba a sangre y fuego por más de medio siglo.

Solo cuando físicamente no pudo más legó a su hermano la dirección del Estado. Conservó, eso sí, un lugar de referencia política en su régimen dictatorial, y una gran influencia en la izquierda del continente. No hubo hombre en toda nuestra América que hiciera tanto daño y tan hondamente a Latinoamérica como Fidel Castro. Adhirió con entusiasmo de soldado al campo soviético en plena Guerra Fría para impedir cualquier intervención estadounidense en la soberanía cubana. Peón caribeño del ajedrez internacional en el frágil equilibrio de las grandes potencias, se dedicó desde los años sesenta y durante décadas a mortificar el desarrollo de nuestros países alentando revoluciones comunistas por doquier. En los años setenta, su designio se extendió también al continente africano, con una intervención militar tan extremista como sangrienta. No hubo hombre en toda nuestra América que sembrara tanto odio en la izquierda latinoamericana como Fidel Castro. Durante décadas, intelectuales y políticos de ese signo ideológico convivieron de buena gana con el caudillismo autoritario, la dictadura truculenta y las diatribas tan extensas como delirantes del tirano de Cuba. Justificaron a Fidel; defendieron a Fidel; alabaron a Fidel. De esta forma, dejaron por el camino toda la dignidad que podía comportar un pensamiento comprometido con la igualdad republicana y la libertad individual. Encandilados por Fidel trastabillaron y cayeron luego en la vergonzosa miseria de quienes han defendido a los peores líderes y regímenes que la humanidad sufriera en el ocre siglo XX. Hacia el final de su existencia pudo apreciar cómo su hermano Raúl fue desarticulando las reglas de juego socialistas y normalizando las relaciones con Estados Unidos. En todo ese tiempo se mantuvo incólume, sin embargo, el signo castrista más sustancial del régimen: la represión impar; la permanente violación de los derechos humanos; la férrea dictadura que oprime libertades y encarcela sin piedad. Fidel, retirado de la fragua cotidiana, siguió ejerciendo su extendida influencia en la izquierda política e intelectual del continente. Ella dedicó tiempo y energía a prestar atención a sus reflexiones. En ese asumido baile de máscaras hieráticas que rodearon al último Fidel Castro, nadie asumió errores; nadie reconoció culpas; nadie pidió perdón por las décadas perdidas persiguiendo la sangrienta utopía socialista latinoamericana. Por estos días se acumularán los homenajes y las honras al tirano de Cuba de parte de la extendida izquierda latinoamericana que lo ha glorificado a lo largo de tantas décadas. Junto al Che Guevara y a Hugo Chávez, Fidel pasará a formar parte de los íconos políticos a los que esa izquierda rendirá culto con devoción religiosa por toda nuestra América. Ella perderá así la oportunidad de romper con un miserable legado dictatorial y antidemocrático que ha manchado el sentido republicano cabal que se precisa para alcanzar el bienestar de nuestros pueblos. Sin embargo, a pesar de estas sordas y lloronas lisonjas, ya se ha abierto un nuevo tiempo para Cuba. Hay una luz de esperanza que alumbra más fuerte en La Habana ahora que la sombra del tirano ha desaparecido. Hay un camino venturoso y escarpado para el sufrido pueblo cubano que ya viene avanzando, a pequeños pasos y no sin dificultades, en pos de un régimen democrático cabal. Podrá seguir transitándolo con éxito si se sigue dejando guiar por las ansias de libertad heredadas del gran José Martí. Fidel Castro, el tirano de Cuba, ha muerto. Es tiempo ya de que nuestra América cierre sus heridas heredadas de la segunda mitad del siglo XX y se atreva a conjugar el verbo democrático sin restricciones.

Es tiempo de que todos asumamos que la paz y la prosperidad solo se alcanzan si vivimos en libertad.

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