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Tres lustros del impuesto al ingreso

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Foto: Getty Images

OPINIÓN

Desconozco investigaciones académicas que prueben que, 15 años después, todos los objetivos de la reforma han sido alcanzados.

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En 2017, al cumplirse la primera década de la vigencia de la reforma tributaria, escribí una columna en Economía & Mercado en la que señalaba que no había evidencia empírica de que se hubiesen alcanzado los objetivos fundamentales esgrimidos para la reforma. Se cumplen este año tres lustros de la vigencia de una reforma que se lanzó con varios propósitos, según sus impulsores a nivel político, conceptos reiterados en reuniones de expertos tributaristas.

Los objetivos

Los motivos del núcleo de la reforma —el Impuesto a la Renta de las Personas Físicas— eran simplificar el sistema tributario que existía hasta 2007 con la eliminación de numerosos impuestos de baja recaudación; contribuir a una mayor equidad distributiva, y estimular a la inversión productiva. A ello se agregaba que se lograrían sin modificaciones en el monto de la recaudación impositiva. La reforma se logró pasar a nivel parlamentario por el apoyo de los legisladores oficialistas y el de otros convencidos que tan buenos propósitos serían alcanzados, como también lo estaba la mayoría de la población.

Aún desconozco investigaciones académicas que prueben que, 15 años después, todos los objetivos hayan sido alcanzados. Por lo tanto no es posible que se pronuncien resultados ni favorables ni desfavorables a lo decidido en aquel año. En mi columna, la referida antes, señalaba ya que “El método científico en la investigación no se debe dejar derrotar por la reiteración de conclusiones sin el sustento de la realidad”.

La simplificación

La reforma de 2007 eliminó numerosos impuestos de baja recaudación y de alto costo de manejo para la administración por lo que es, sin dudas, muy favorable para el administrador del gravamen, al reducir su costo de recaudación. Pero si es favorable para el administrador, no lo es para el contribuyente, pues los tributos eliminados no exigían, como el IRPF que todos los contribuyentes incurrieran en costos explícitos o en costos de oportunidad tan altos. El IRPF tiene un costo explícito para todo aquel que entre en la categoría de contribuyente. Debe pagar el impuesto, algo que individualmente ya debía hacer con alguno y no con todos los gravámenes sustituidos. Pero también incurre en el costo de remunerar los servicios de terceros por su servicio de liquidación del impuesto y, además, dedicar tiempo para prepararlo y controlarlo, lo que le impide trabajar en ese lapso y ser remunerado por ello o, simplemente, usufructuar más tiempo de ocio.

Existe evidencia suficiente, me animo a decir, para que se pueda revisar si en términos sociales, es decir desde el punto de vista de los recursos de la sociedad, el resultado neto de la simplificación, ha resultado positivo. La afirmación de que el objetivo de simplificación que se buscaba con la reforma de 2007 ha sido cumplido, debe tener el respaldo de un análisis costo-beneficio social que hoy nadie ha hecho, entendida esta relación desde el punto de vista económico.

Estímulo a la inversión

Se ha pregonado desde su vigencia, sin prueba contundente a favor o en contra, que la reforma tributaria del 2007 es un buen instrumento para estimular a la inversión productiva. Es cierto que desde entonces, como sucedía ya antes, la exoneración de impuestos a las inversiones con la contrapartida de aumento de empleo —y en otras ocasiones también de generar divisas para el país— ha generado incentivos para invertir en lugar de tributar, al aumentar el retorno —la ganancia— de la inversión. Pero eso ocurre con el Impuesto a las Rentas de las Actividades Empresariales (IRAE) y no con el IRPF. En el caso del contribuyente de este último impuesto, no existe estímulo para invertir más, en el sentido de que el gravamen disminuye su ingreso disponible para ello.

El impuesto reduce su ahorro, la diferencia entre sus ingresos y sus gastos se hace menor en el monto del impuesto que debe pagar y la capacidad de inversión disminuye. Si el impuesto no existiese y el ahorro fuese mayor, surgiría un natural estímulo directo o indirecto para la asignación de recurso en inversiones o aún en consumo, promoviendo con éste inversiones alternativas.

Equidad distributiva

Tras 15 años de vigencia no existe evidencia alguna de que el IRPF apunte a una mayor equidad distributiva. Durante cierto lapso, la recaudación del gravamen aumentó considerablemente y superó de forma muy amplia el mal diagnóstico oficial realizado al momento de justificar su aplicación, acerca de que no aumentaría la recaudación que se obtenía por los impuestos que se eliminaban.

Ello permitió observar que el aumento de la recaudación del impuesto es condición necesaria para mejorar el ingreso de parte de la población —la beneficiaria— y simultáneamente reducir el ingreso neto de la población que tributa. Pero ello no implica que sea también una condición suficiente para aumentar la equidad distributiva. La disminución del ingreso de los que tributan disminuye su gasto en consumo e inversión, afecta al empleo y conspira contra la mejor distribución. Además, lo recaudado llega solo parcialmente a los beneficiarios que se desea apoyar. Hay muchas etapas antes de la final que exigen el gasto de buena parte de la recaudación a distribuir.

La reforma de 2007 merece una evaluación académica definitiva sobre las verdaderas consecuencias de su aplicación. La evidencia empírica nos diría el camino a seguir: mantenerla, modificarla o, ante la imposibilidad de sustituir de inmediato la recaudación con otros impuestos, ir disminuyendo el IRPF —y el IASS— progresivamente.

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