Sobre derechas e izquierdas

JUAN ANDRES RAMÍREZ

Últimamente se ha afirmado que la distinción en materia política entre derecha e izquierda es una forma perimida de diferenciar a los partidos y sectores políticos.

Es curiosa tal afirmación, pues en el mundo contemporáneo, cualquier ciudadano medianamente reflexivo e informado ubica en el espectro derecha-izquierda, toda manifestación política de cierta trascendencia.

Así, la opinión pública coincide seguramente en que Obama está a la izquierda de Mac Cain, que Berlusconi y su partido político representa a la derecha italiana; que el PSOE español está a la izquierda del PP y a la derecha de Izquierda Unida; que Piñera encarna la derecha chilena y Bachelet a la izquierda moderada.

En Uruguay, pensamos que tampoco habría discrepancias si analizando, por ejemplo, el posicionamiento político del año 1971, ubicáramos al recién creado Frente Amplio a la izquierda del espectro, con algunos sectores radicales como el Partido Comunista en la extrema, a Pacheco Areco fuertemente situado a la derecha y en el Partido Nacional dos posiciones marcadas; a Wilson Ferreira en el centro izquierda -promoviendo un programa innovador con reforma agraria y nacionalización de la banca- y al General Aguerrondo con los grupos que lo apoyaron, a la derecha.

Además, la clasificación tiene una indudable utilidad práctica: la previsibilidad de la conducta de los grupos políticos y sus hombres.

En un régimen democrático, a los electores les debe interesar poder anticipar de qué forma reaccionarán sus representantes, sobre todo ante circunstancias no previstas y graves, que no se encontraban previamente descriptas en los programas.

Convengamos que es legítimo presumir una cierta coherencia en los seres humanos como seres racionales. Por ello, las denominaciones usualmente empleadas extrema izquierda, izquierda, centro, derecha y extrema derecha no evocan en el interlocutor la posición frente a una sola cuestión social en controversia (por ejemplo la libertad sindical o la seguridad pública) sino a un conjunto amplio de ellas, resueltas de modo coherente, comprensivas del sistema económico de intercambio y del régimen de propiedad, de la distribución de los llamados "bienes primarios" como la salud, la educación y la seguridad jurídica, del rol del Estado, de las libertades formales y sus garantías, del funcionamiento de la democracia o la opción por una forma autocrática (dictadura de partido único, monarquía o teocracia confesional), posibilidades de ascenso social, alcance del derecho a la igualdad, etc.

Por supuesto que la variedad de cuestiones y de combinaciones determinan un número casi infinito de especímenes políticos, tan variado como la clasificación de las especies vegetales según las características simultáneas de sus hojas, tallos, flores.

Sin embargo, seguimos utilizando los mismos vocablos izquierda y derecha y sus combinaciones como representativos de conceptos plenos de contenido. Como es sabido, el origen proviene de la Convención Constituyente de 1792 en la Revolución Francesa, cuando a la derecha" y a la "izquierda -por su ubicación espacial respecto del Presidente de la Asamblea- se colocaron los que respectivamente pretendían restaurar el Antiguo Régimen (la derecha) y los que postulaban acentuar los fines de la revolución hacia una república que borrara los vestigios de la monarquía, la aristocracia y el régimen feudal de propiedad (la izquierda).

Por supuesto que los 200 años transcurridos los vocablos no congelaron aquel significado. El concepto, al contrario, es dinámico y adaptable a cada tiempo histórico y situación social, pero su esencia consiste en que la derecha defiende la conservación de los valores del sistema vigente en su conjunto y la izquierda los controvierte, postulando un cambio de trascendencia. Por su parte, como diferenciación especial, las extremas o ultras izquierda y derecha, ambas, por dogmáticas son en general violentas e intolerantes y no están dispuestas a esperar ni el cambio ni la restauración por vía democrática, sino que las tratan de imponer por la fuerza al costo de las libertades.

Por tanto, el contenido sustantivo de las derechas e izquierdas en cada momento histórico depende, de la situación, del sistema social imperante y el cambio postulado.

Así, cuando a partir de la revolución rusa en 1917, invocando la lucha contra la desigualdad, se procuró instalar en el mundo un régimen autocrático (la "dictadura del proletariado") aniquilando drásticamente las libertades civiles y políticas y sustituyendo la propiedad privada por la propiedad colectiva a través de un Estado todopoderoso, gobernado (y disfrutado) por una cúpula perteneciente al "Partido", la derecha se le enfrentó defendiendo la conservación de la democracia pluralista, las libertades y el sistema económico capitalista, con un régimen jurídico que los tutelase.

Ello significó que durante casi todo el siglo XX la polarización se produjo sobre la base de dos valores que eran aparentemente irreconciliables: la libertad y la igualdad. La derecha defendía el mantenimiento de las libertades políticas y civiles pero sin preocuparse demasiado si el resultado del funcionamiento de las instituciones jurídicas y económicas aseguraba igualdad a los ciudadanos, mientras que la izquierda -con una impronta marxista- igualaba el acceso a los bienes pero aniquilaba las libertades.

Pero sobre finales del siglo pasado, ocurrieron diversos hechos que sacudieron la reflexión filosófica.

Por un lado, el fracaso del socialismo real, conmovió el pensamiento político de izquierda llevando a la mayoría de los partidos marxistas a renegar de la solución extrema de la dictadura del proletariado por violentar los derechos humanos, y de la propiedad colectiva de los medios de producción, por su fracaso para generar bienes.

Por otro lado, en el bloque occidental la democracia política, las libertades y los derechos humanos avanzaban en el perfeccionamiento de sus garantías, pero paralelamente rompía los ojos un fenómeno cada vez más evidente e irritante: las diferencias de riqueza, y de oportunidades en materia económica y de calidad de vida, se acentuaban cada vez más entre los grupos sociales dentro de las naciones y, peor aún, entre naciones.

Es que, sobre finales de la década de los ochenta, la doctrina económica sostenía que para incrementar el crecimiento económico y con ello la felicidad general era necesario aumentar la desigualdad económica, haciendo más ricos a los ricos, para lograr así un grupo de individuos con una fuerte propensión al ahorro y con la consiguiente capacidad de invertir, pero que en el futuro, la riqueza formada se iría derramando hacia los sectores menos favorecidos inicialmente, lo que no ocurrió.

El comprobado resultado desastroso en términos de calidad de vidas humanas operó entonces como revulsivo del pensamiento dominante.

En materia económica, aparecen voces de primer nivel técnico (Amartya Sen y Joseph Stiglitz, ambos Premio Nobel de Economía) seguidos por otros académicos, reclamando un cambio en la tesis económica dominante, que contemple la equidad como objetivo valioso, para que el sistema económico, además de la eficiencia de las asignaciones de recursos de Smith y de la eficiencia de la innovación de Shumpeter, procure el pleno empleo y la eficiencia distributiva.

Paralelamente, desde la filosofía moral y la filosofía jurídica J. Rawls y R. Dworkin (y un conjunto destacado de filósofos contemporáneos) enfrentaron al pensamiento utilitarista y al liberalismo conservador que fundamentaban la tesis dominante defendida por la derecha.

El avance fue significativo.

El utilitarismo que postula, siguiendo a Bentham y a Mill, que el objetivo moral colectivo debe ser lograr la mayor felicidad para la mayor cantidad de gente se sustituyó por evitar la infelicidad de tantos seres humanos como sea posible en la medida de lo posible; y el liberalismo conservador, que admite como moralmente legítima la desigualdad resultante del ejercicio de la libertad, se enfrenta hoy al liberalismo igualitario que exige la conciliación de ambos.

Así las cosas, en los albores del siglo XXI, siguen existiendo izquierdas -de raíz hegeliana- que desconocen al individuo como centro y titular de derechos innatos, considerándolo sólo una parte del grupo (nación, raza o clase) y sacrificable en aras del interés del grupo.

Siguen existiendo también derechas conservadoras que consideran que la eficiencia económica y el crecimiento del PIB (hoy, además desmentidos rotundamente por la crisis financiera) son el valor más destacable de la sociedad contemporánea, sin que sea trascendente la justicia de la distribución ni la igualdad real en el acceso a los bienes primarios.

Pero hoy las sociedades procuran obtener un mejor resultado moral y económico conciliando, no enfrentando, los objetivos fundamentales.

Como dijimos al comienzo, la calificación es de utilidad práctica porque permite anticipar con cierta aproximación, cómo reaccionará un gobernante frente a problemas concretos, sociales, económicos, de política internacional, de respeto por los derechos humanos, de confrontación interna, etc.

La derecha y la izquierda tradicionales son proclives a las soluciones unilaterales pues nacieron de la polarización y tienen un fuerte dogmatismo. Así, por ejemplo, en un conflicto internacional, ambas adoptarán, casi con seguridad, una posición de bloque.

En el caso del aumento de la delincuencia, la derecha reacciona -más probablemente- aumentando la penalidad y disminuyendo la edad de imputabilidad.

En la hipótesis de un conflicto sindical, la izquierda reacciona -también más probablemente- a favor del sindicato aunque éste carezca de razón.

El centro o -si se quiere- los centros por su conformación ecléctica son proclives al diálogo y la discusión transparente, a tomar decisiones no automáticas pues su objetivo y práctica es balancear los valores en juego y en riesgo y lograr conciliarlos.

¿Será por eso que la mayoría de los ciudadanos en las sociedades occidentales se consideran cercanos al centro y lejos de los extremos?

Aristóteles, quien pensaba que la virtud se encontraba en el punto medio entre los extremos, definió hace 2.400 años a la justicia como el punto medio entre demasiado y demasiado poco.

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