Reforma tributaria: hitos y mitos (I)

CARLOS BORBA | COLUMNISTA INVITADO

El proyecto de reforma tributaria que el Gobierno ha enviado al Parlamento constituye sin lugar a dudas un hecho relevante. Más de treinta años han pasado desde la última reforma encarada por el entonces Ministro Végh Villegas, por lo que la necesidad de la misma es indiscutible.

Después de años y años en los que asistimos a la aprobación de sucesivas modificaciones a los tributos existentes y a la creación de otros nuevos, producto en general de situaciones coyunturales y crecientes necesidades financieras, se ha llegado a un punto en el que es insoslayable encarar una tarea de reestructuración total del sistema tributario nacional.

Naturalmente, una cosa es concordar con la pertinencia de encarar una reforma profunda del sistema tributario y otra —mucho más compleja— es coincidir sobre los contenidos de esa reforma.

Este proyecto de reforma —como cualquiera otro que se hubiese propuesto— muy difícilmente fuere a concitar el consenso de los distintos actores sociales, en razón —precisamente— de la incidencia inevitable que dicha reforma implica sobre tales actores. Es un tema esencialmente polémico por la cantidad de intereses en juego que se ven afectados, de una u otra forma.

El proyecto presentado recoge por lo tanto —y como era dable esperar— opiniones a favor y en contra que con distintos matices defienden o atacan la nueva normativa propuesta.

En lo que sigue trataremos de hacer un repaso de los que —a nuestro juicio— son los aspectos más relevantes de esta propuesta que nos apresuramos a decir es, más allá de coincidencias y discrepancias, un trabajo serio y responsable de un equipo de gente muy valiosa.

Y para ir de lo negativo a lo positivo, comenzaremos en esta entrega por las cosas que no compartimos y que creemos no ayudaron a la credibilidad de la propuesta. Por razones de espacio, en la siguiente entrega nos referiremos a los puntos más destacables como positivos de la propuesta bajo análisis.

CONSULTA PÚBLICA. La idea de proponer a fines del año pasado una consulta pública sobre los lineamientos de la reforma fue sin duda original y creemos que bien inspirada. Sin embargo, a pesar de que las opiniones recibidas habrían sido "rigurosamente analizadas" (según dice el mensaje que acompaña al proyecto) las mismas no fueron prácticamente recogidas.

Este hecho, que surge con claridad meridiana si se cotejan los lineamientos dados a conocer entones con los aspectos de mayor importancia del actual proyecto, no le hizo bien al proceso. Si ya había una idea estructurada y difícilmente modificable no debió recorrerse el camino de la consulta, que puede ser muy simpático y loable pero que si no se le atiende se vuelve contra los autores de la iniciativa. El común de la gente quedó con la sensación de que las contribuciones a la consulta (desde la del jubilado a la del instituto técnico pasando por las de los diferentes gremios y actores sociales) no fueron tomadas en cuenta.

FISCALIZACIÓN. En más de un pasaje del mensaje de ley y en la propia estructuración de la nueva normativa propuesta hay como una aceptación a priori de que la Administración Tributaria no está suficientemente preparada o no cuenta con los medios que necesitaría para una fiscalización adecuada de tributos nuevos medianamente complejos.

La reiterada afirmación de que es esencial que las medidas propuestas "puedan aplicarse efectivamente" (cita textual del mensaje) estaría justificando una serie de simplificaciones que consagran injusticias que no son de recibo. El ejemplo más acabado de ello es la restricción y simplificación exagerada de las deducciones en el impuesto a la renta personal.

No compartimos esa visión. A nuestro entender la Dirección General Impositiva puede tener problemas producto de su reciente reestructura y de la falta de infraestructura y eventualmente capacitación, pero la solución no pasa por hacerle más fácil el trabajo a costa del contribuyente sino por legislar como debe ser y pedirle a la Administración que mientras no alcance la capacidad de fiscalización deseada supla sus carencias con criterio y sentido común. Cosa que por otra parte es lo que se supone debe estar haciendo ahora aún sin la reforma, para paliar los efectos de dicha reestructura.

IMPOSICIÓN AL CONSUMO. Se sostiene por parte del Gobierno que hay una excesiva incidencia de la tributación al consumo en la recaudación que proporciona el sistema actual, lo cual no es bueno y por tanto se pregona un aumento de la imposición directa vía la creación del Impuesto a las Rentas de las Personas Físicas (IRPF). Veamos y analicemos someramente el punto.

Coincidimos con la apreciación de que el sistema actual no es bueno y que se ha carecido de una visión estratégica. Es claro que desde hace muchos años se ha legislado para el corto plazo y en función de reclamos y exigencias de la gente y el propio Estado. Bastaría como ejemplo recordar la incidencia de presiones sectoriales de diverso origen (que derivaron en exoneraciones múltiples, fundamentalmente en el Impuesto al Valor Agregado) y las necesidades financieras crecientes resultantes de un gasto público cada vez mayor (que derivaron en la proliferación de pequeños impuestos mayoritariamente distorsivos y con un aporte en general bastante escaso).

Sin embargo la inelasticidad del gasto público es real y la potencial recaudación de un impuesto personal a la renta es eventual. En consecuencia, la participación relativa de la imposición al consumo en el nuevo esquema tributario no disminuye, más que en una mínima expresión. En todo caso, se redistribuye algo mejor entre los contribuyentes.

Si nos atenemos a las cifras oficiales los impuestos al consumo aportaron en el año 2005 algo más de 2.000 millones, y con esta reforma esa cifra bajaría en aproximadamente 200 millones (de los cuales 100 se compensan con la suba de los impuestos directos, otros ajustes aportan 30 millones más y queda un déficit de unos 70 millones). En suma, los tributos indirectos que en el año 2005 fueron un 72% de la recaudación pasarán a ser un 68%.

En otras palabras, la incidencia de la imposición al consumo seguirá estando en el eje del 70%, lo cual —compartible o no— es en definitiva algo lógico y esperable habida cuenta de las restricciones presupuestarias. Lo criticable entonces resulta ser que se haga caudal de esta recomposición menor para decir que la reforma cambia de manera importante el enfoque en lo que dice relación al peso relativo de la tributación directa e indirecta.

IMPUESTOS ELIMINADOS. Se ha insistido en subrayar la eliminación de impuestos como uno de los objetivos de la reforma y para ser sinceros creemos que es un error presentar las cosas de esa forma. Se trata de una afirmación un tanto engañosa y que confunde, ya que sería más apropiado hablar de una unificación o bien de una racionalización de los actuales impuestos.

De los 14 ó 15 impuestos cuya derogación se dispone (que podrían ser más por lo que enseguida explicaremos), la mitad por lo menos (los más relevantes) vuelven a aparecer bajo un rótulo diferente, básicamente dentro del Impuesto a las Rentas Empresariales (IRAE) o del IRPF. No ayuda en nada a la credibilidad de la propuesta decir, por ejemplo, que se elimina el Impuesto a las Rentas Agropecuarias (IRA) cuando el mismo se está incorporando al IRAE y reestructurando la opción con el Impuesto a la Enajenación de Bienes Agropecuarios (Imeba) de forma tal que muchos productores agropecuarios que no lo pagaban estarán pasando a hacerlo. Y no se nos malinterprete: no decimos que esté mal que los productores agropecuarios paguen impuesto a la renta cuando tengan ganancias, lo que nos parece incorrecto es que se ponga el énfasis en la eliminación del IRA. Es como si se afirmara que se elimina el IRIC, lo cual es estrictamente cierto, sin mencionar que se crea el IRAE.

Lo dicho para el IRA aplica a la imposición a las comisiones (ICOM) o a la salud (Imessa) o a los sueldos (IRP), etc., por lo que hubiera sido más correcto (aunque quizás no tan simpático) hablar de un rediseño de los impuestos actuales.

LA CLASE MEDIA. Ante la crítica concreta recibida de diferentes sectores, el Gobierno ha estado sosteniendo que no es correcto afirmar que esta es una reforma que impacta fuertemente en la clase media.

Los 200 millones que se bajan de la imposición al consumo pasan a ser aportados por el IRPF (el actual Impuesto a las Remuneraciones Personales aporta casi 150 millones y el nuevo IRPF se estima que producirá 350 millones) y en una forma tal —según el propio mensaje que acompaña al proyecto de ley— que resultan más gravados los que más tienen.

Y ello, sin perjuicio de ser conceptualmente compartible, debe enmarcarse en la actual composición de nuestra sociedad, en donde los ricos son una minoría y nuestra clase media es cada vez menos pudiente. No en vano se propone para el IRPF un mínimo imponible ínfimo de 7.500 pesos; si fuese el doble, como algún político ya ha propuesto, la recaudación del impuesto quedaría seriamente comprometida.

En suma, decir que el IRPF recae sobre los que tienen más no es equivalente a decir que recae sobre los que tienen mucho, por lo que es claro que la clase media (toda ella) será la que tendrá que apechugar con este impuesto, lo cual nos parece que —a pesar de ser bastante obvio— ha sido toda una sorpresa para buena parte de la población.

Retomaremos este comentario la semana próxima señalando los aspectos más positivos que le vemos a este importante proyecto de ley.

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