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La pregunta de mi sobrino: ¿por qué tenemos inflación?

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Foto: Getty Images

OPINIÓN

Promover una política estable y creíble conlleva cierto “sacrificio” en actividad en el corto plazo, pero que sería más que compensado con los beneficios en bienestar a la larga para la sociedad.

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Las fiestas y las vacaciones siempre generan más tiempos de conversación sobre múltiples temas, ya sea en la familia —nuclear y ampliada—, como con los amigos. En mi caso, los económicos nunca faltan. Todavía algunas preguntas vienen de mi hijo o de mi hija, pero como estudian ingeniería y están algo aburridos de tanta economía en casa, ya no son tantas. Últimamente, más interés tienen dos sobrinas y un sobrino, ya sea por estar en la carrera de la Facultad o por tenerla en el menú de opciones a futuro. “¿Por qué tenemos inflación en Uruguay?” me interrogó “a boca de jarro” ese sobrino casi universitario. E insistió “¿tiene que ver con el dinero?”

Antes de “ir al grano”, le aclaré que 8% de inflación en Uruguay, lo que ha promediado por año durante las últimas dos décadas y hubo en 2021, si bien no parece tan alta en el contexto reciente del mundo, está lejos de aceptarse como “estabilidad de precios” y es socioeconómicamente dañina, sobre todo para los sectores de menores ingresos. Por inflación baja y estable se entiende 2-3% de promedio anual.

Después le expliqué que, efectivamente, en el largo plazo, la inflación es un fenómeno monetario, que tiene que ver con la impresión de dinero del Banco Central que no es completamente demandada por el público. Un exceso de oferta termina, a la larga, canalizada hacia otras monedas (dólar), bienes y servicios, e incluso activos (financieros o reales). Así, la inflación es, en última instancia, siempre un problema relacionado con la emisión actual y esperada de la moneda en cuestión. Es la contracara de su desvalorización en términos de una canasta de bienes y servicios bajo la responsabilidad esencial del Banco Central.

Actualmente, en Uruguay y la mayoría de los países, esa impresión monetaria ya no puede destinarse (por restricción legal) a financiar directamente gasto y déficit fiscal.

Obvio que eso contrasta con la situación hoy de Argentina y Venezuela, o con nuestro pasado hasta principios de los ’90. No está ahí, por lo tanto, la principal causa de la inflación uruguaya, más allá de los costos que impulsos fiscales pueden generar para reducirla.

Hay, por supuesto, factores muy influyentes en la dinámica de corto plazo y que podrían agruparse según su incidencia en los precios de las dos grandes categorías de bienes y servicios que componen la canasta del IPC, pero que ya directa o indirectamente, a la larga o la corta, también responden a la política monetaria.

“¿Cuáles categorías?” me preguntó mi sobrino.
Típicamente distinguimos entre transables, aquellos que se comercializan internacionalmente, cada vez más debido al cambio tecnológico; de los no transables, que dependen sobre todo de factores internos.

En los transables influye —además de la inflación importada en la moneda extranjera— la gestión monetaria (cambiaria) interna, sobre todo por su efecto en la cotización del dólar.

Por ejemplo, durante 2021, Uruguay importó inflación en dólares en torno a 11% por los aumentos de precios internacionales, la cual sumada al incremento del tipo de cambio (4%), generó gran presión alcista en la categoría de los transables, que pesan cerca de 40% de la canasta.
En cambio, en la inflación de no transables inciden mayoritariamente los costos laborales unitarios (salarios divididos por productividad media del trabajo), los cuales a su vez dependen de las holguras en el mercado laboral (desempleo), las expectativas inflacionarias que internalizan y las políticas (y negociaciones) de remuneraciones del sector público y privado.

En esta categoría, a lo largo del año, los costos laborales unitarios aumentaron en torno a 5% por aumento del orden de 6% de los salarios menos 1% de productividad.

A su vez, en ambas categorías también influyen —aunque en forma menos significativa— los márgenes de comercialización, cuya ampliación/compresión va asociada a la capacidad ociosa de la economía, que ha venido disminuyendo, y al dinamismo de la demanda interna, que ha sido mayor.

La combinación entonces de alta presión desde los transables (en torno a 15%) y moderada en los no transables (5%) se aproxima al cierre 2021 de 8% de la inflación básica y subyacente (depurada de volátiles).

Pero, entonces, ¿qué rol le cabe a la política monetaria y al Banco Central?, inquirió mi sobrino.

La política monetaria es siempre clave para lograr inflación baja y estable. A la larga y también a la corta. Todos los factores mencionados (externos e internos), pueden terminar reflejados en presiones o expectativas inflacionarias, alejadas de las metas, que la gestión monetaria puede i) convalidar (“imprimiendo”) como ha ocurrido durante las últimas décadas para ese 8%, o ii) neutralizar con una política creíble y orientada al único objetivo que a la larga puede lograr: inflación baja y estable, para proteger el valor de la moneda nacional.

Promover esto último puede conllevar cierto “sacrificio” en actividad en el corto plazo, pero que sería más que compensado con los beneficios en bienestar a la larga para la sociedad.

Cuanto menos perciban los agentes económicos esa voluntad y más adviertan eventuales intentos de lograr otros objetivos, que el Banco Central no puede afectar en el largo plazo (el Tipo de Cambio Real, por ejemplo), parece poco probable que las determinaciones de precios en los principales mercados (laboral, cambiario, bienes y servicios) vayan a internalizar estructuralmente menores expectativas inflacionarias. Ni tampoco el objetivo de inflación baja y estable.

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