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La política monetaria; cambio de instrumento

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Foto: El País
LEONARDO CARREÑO

OPINIÓN

Hacia fines de mayo de 2013, el Banco Central de Uruguay (BCU) decidió abandonar la fijación de la tasa de interés como instrumento de política monetaria para pasar a controlar la cantidad de dinero.

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El mencionado cambio pretendió, entre otras razones, dar más volatilidad a las tasas de interés y al tipo de cambio, como mecanismo para desincentivar la entrada de capitales, sobre los cuales concomitantemente se profundizaron ciertos controles.

Pero el timing de estas medidas no pudo ser peor. El BCU tomó la decisión casi en simultáneo con el histórico discurso del presidente de la Reserva Federal, Ben Bernanke, en el que anticipaba el inicio del retiro de los estímulos monetarios emergidos de la gran crisis financiera. Estaba terminando un ciclo de condiciones financieras ultraexpansivas para países emergentes y comenzando otro de fortalecimiento global del dólar, que revertiría la dirección de los flujos de capitales. Es obvio que el BCU hizo los cambios mirando por “el retrovisor”, en vez del “parabrisas”.

Previsiblemente, el paso a fijar un agregado monetario (el M1 ampliado), no logró esos objetivos intermedios que pretendía el BCU. Tampoco alcanzó la meta principal que debería guiar su acción: una “verdadera” estabilidad de precios, entendida como una inflación en 2-3%. Peor aún. Durante los tres años siguientes (2014-16) la inflación ni siquiera se reencauzó dentro del rango de 3 a 7% que había ensanchado al adoptar aquellas medidas.

Eran y son evidentes los problemas que tiene fijar los medios de pago como instrumento monetario. Esto fue incluso reconocido por el propio Milton Friedman —su promotor histórico— unos pocos años antes de morir.

La mayor dificultad pasa por la elevada volatilidad e inestabilidad de la demanda por dinero, exacerbada en Uruguay por su alta dolarización y la predisposición a los rebalanceos de monedas ante variaciones en las expectativas cambiarias. Pero también están los problemas para comunicar la instancia monetaria y otras señales de política, como quedó demostrado en varias oportunidades estos años. Todo eso explica que no haya casi ningún banco central en el mundo que fije actualmente agregados monetarios.

No se justifica, tampoco, volver a un sistema de fijación del tipo cambio, ni de dolarización, cuyas experiencias tanto en Uruguay como en países asimilables han sido muy negativas. Uruguay debería fortalecer la autonomía monetaria y la flotación cambiaria, sin abandonar la flexibilidad y el pragmatismo en las circunstancias que lo exijan. Tampoco debería subordinar “la verdadera estabilidad de precios” a objetivos de tipo de cambio real que un banco central, a la larga, no puede lograr. La mejor contribución que puede hacer el BCU a la competitividad, el crecimiento y el empleo, es una inflación baja y estable, con una política monetaria creíble y contracíclica, que pueda desplegarse a pleno en tiempos adversos. Sería bajo este esquema que la política cambiaria sería más potente y efectiva.

Para avanzar en esa dirección es imprescindible una nueva institucionalidad del ente emisor, con las características que detallé en mi columna anterior, publicada acá, hace dos semanas (la política monetaria: una nueva institucionalidad). Pero en paralelo, más temprano que tarde, el BCU debería y podría retornar al uso de la tasa de interés como instrumento de política, en el marco de un régimen más pleno de metas de inflación, como ha insinuado su presidente, Diego Labat.

“Debería” porque la teoría y la evidencia así lo sugieren. Además de la simplicidad en la fijación y comunicación, la Tasa de Política Monetaria (TPM) no sólo genera canales de transmisión más claros y eficaces, sino que ayuda a desarrollar los mercados de renta fija. Esto, a su vez, potencia la eficacia del instrumento y ayuda a la desdolarización.

“Podría” porque la coyuntura empieza a generar condiciones más propicias, en la medida que se van disipando incertidumbres y riesgos de dominancia financiera y fiscal. Y porque, en esta coyuntura, es más fácil calibrar el nivel de la tasa que la oferta monetaria para una demanda aún más volátil. Si bien, como se esperaba, la inflación interanual alcanzó los dos dígitos, los fundamentos apuntan a una moderación durante los próximos 18 meses. Los salarios nominales, que ya venían desacelerándose por el deterioro del mercado laboral durante los últimos años, acentuarían dicha tendencia, en un contexto de indexación atenuada endógenamente por el alto desempleo. También restan presiones inflacionarias, la deflación externa, los menores márgenes de comercialización por la caída de la demanda interna e incluso un escenario de mayor estabilidad global del dólar. Así ocurrió en las salidas de otras crisis, como en 2003 o 2009.

Todo eso, acompañado de una mejor institucionalidad para el BCU y un programa macro consistente e integral, haría creíble una senda de convergencia a inflaciones bajas y facilitaría transitar hacia la fijación de la TPM en niveles significativamente menores a los rendimientos actuales de las Letras de Regulación Monetaria. Eso diría una estimación muy básica de “la regla de Taylor”. Si asumimos una tasa de interés real en 1% y que la inflación converja al techo del rango meta actual (7%) hacia 2021 por los factores antes planteados, la TPM debería ir rápido a un dígito, en el contexto de 7 u 8 puntos de capacidad ociosa.

Así, hay una oportunidad estructural y coyuntural, para que Uruguay mire por “el parabrisas” y mejore su gestión e institucionalidad monetaria.

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