La política fiscal, la política monetaria y la política cambiaria conforman, en el caso de Uruguay junto con la incidencia estatal en la salarial privada, un conjunto de acciones que tienden al crecimiento de la economía con estabilidad de precios y del resultado del comercio de bienes y de servicios. En el caso concreto de la fiscal, esa política se desarrolla con tres tipos de acciones: las que inciden sobre el gasto público; las que provocan cambios en los ingresos impositivos del gobierno y las que deciden cómo actuar financiando resultados negativos si los egresos por gastos son mayores que los ingresos por impuestos, sea con crédito del Banco Central o con endeudamiento local y extranjero, o disponiendo el destino de los excedentes si hubiesen superávits.
En el caso de la política monetaria, como el sistema cambiario local es de flotación libre, la política monetaria se maneja a través de la fijación de una tasa de interés de referencia cuyo nivel depende del objetivo que se busque: mayor cuando el comportamiento del nivel de precios es lo que se busca reducir, o menor cuando sea el del nivel de actividad lo que se desea mejorar.
Resultado fiscal
Declaraciones iniciales de las autoridades de la nueva administración sobre los objetivos que se persiguen —tanto sociales como económicos y sobre todo salariales— apuntan a un escenario en el cual el resultado fiscal que ya es negativo y que es justamente criticado por ello, será sumamente difícil sino imposible que se pueda mejorar por el lado de la reducción de gastos. La experiencia nos muestra que por más que se desee y que haya compromiso para eso, el gasto público es inflexible a la baja.
Es común señalar que, con el paso del tiempo y con las variantes que se viven en el funcionamiento de la economía y las necesidades de la sociedad, la gran mayoría de los distintos tipos de egresos fiscales se deben ajustar al alza, no solo por la inflación, sino además por nuevas necesidades que el funcionamiento impone. Los reclamos de aumentos del salario real en el sector público, que serían trasladables a las ya deficitarias cajas estatales y las necesidades planteadas por muchos nuevos conductores de distintos organismos públicos, apuntan a consolidar una tendencia alcista de los egresos del sector público. En una instancia de este tipo se podría pensar que los gastos por inversiones serían los que, de alguna manera, se podrían bajar para compensar los inminentes incrementos del gasto del gobierno central y de los organismos de previsión social. Sin embargo será también difícil que eso pueda ocurrir aunque más no sea en una extensión razonable. Como se plantea el contexto de la política fiscal, no se podrá lograr un ajuste compensatorio por el lado del propio gasto.
Como instrumentos de política fiscal que pueden ser discrecionalmente manejados en la cobertura de un déficit probablemente creciente, quedan entonces, los manejos tributarios alcistas. La realidad mostrará que el movimiento exclusivo de la política fiscal que pueden ser realizados por las autoridades económicas es el aumento de la tributación. Y, a medida que pasa el tiempo, la expectativa no puede ser otra que la acentuación de un manejo tributario contractivo de la demanda agregada privada, del consumo y de la inversión privada, lo que es una amenaza del nivel de actividad y del empleo, con efectos depresivos sobre la propia recaudación.
Consecuencias
Si el aumento de la recaudación se busca por elevación de los tributos indirectos como el IVA por ejemplo, se producirán aumentos de los precios de los bienes gravados que, en consecuencia, llevará a los consumidores a reducir su cantidad demandada lo que redundará, con el menor consumo, en una menor producción y menor empleo. Si el aumento de la recaudación se busca por incrementos de los tributos directos el IRPF, el IRAE o el Patrimonio, la consecuencia es una disminución del ingreso disponible de las personas y empresas para gastar, consumir e invertir y, en definitiva, también la producción y el empleo serán castigados a la baja.
Alguien podría pensar y creer que lo que se recaudará y perjudicará a determinadas personas y empresas será el beneficio de otras personas y de otras empresas, que compensarán lo perdido por las primeras. La respuesta a eso es la evidencia empírica: el efecto multiplicador del gasto público es sensiblemente menor al del gasto privado. Eso quiere decir, en pocas palabras, que lo que se le saque a quienes tributen será mucho más que lo que llega a los beneficiarios de la recaudación de esos tributos. En el camino de ir de unos a otros hay muchas instancias —liquidación del impuesto, recaudación, control del contribuyente, asignación de lo recaudado, etc.— que da lugar a pérdidas innecesarias sin el aumento de la presión impositiva, que constituyen el costo social de la tributación.
También se podría argumentar que el déficit fiscal puede ser reducido con una tasa de crecimiento de la economía relativamente más alta —que las de los últimos lustros—, que aumentaría la recaudación en términos reales y así cubrir los inexorables incrementos del gasto indicados. Pero es difícil afirmar que, como lo muestra la historia reciente, la inversión que existe en nuestro país aumente como para permitir una mayor producción y pueda proporcionar los ingresos tributarios que cubran el incremento esperado del gasto público.
Gasto público más eficiente y menor presión fiscal que mejore la actividad es, al menos teóricamente, la forma de evitar el aumento de un déficit que, de no ocurrir, comprometerá, en cierto lapso, la credibilidad que hoy como deudor tiene nuestro país. Y ello agravaría la situación.