OPINIÓN
Según Biden, América está lista para liderar el mundo, no para retraerse de él.
Joseph Robinette “Joe” Biden Jr. ganó las elecciones presidenciales de EE.UU. celebradas el mes pasado. Biden tiene 78 años, fue senador por el estado de Delaware entre 1973 y 2009, y vicepresidente de Obama entre 2009 y 2017. Su vicepresidente será Kamala Harris, procuradora general del estado de California entre 2010 y 2017, y senadora por ese mismo estado desde 2017. Harris se convertirá en la primera vicepresidente mujer, afroamericana y asiático-americana. Por su parte, Donald John Trump finalmente aceptó iniciar la transición de gobierno, pero sin reconocer todavía de manera oficial el resultado de las elecciones. A la vez, ya sugirió que será candidato en las elecciones de 2024, cuando tendrá la misma edad que tiene hoy el actual presidente electo Biden.
Mucho se ha escrito sobre las elecciones, la diferencia en el voto popular entre ambos candidatos, las peleas dadas por la campaña de Trump para intentar revertir el resultado y el daño que esta saga puede haber causado al sistema democrático en EE.UU. Por tanto, en estas líneas me enfocaré en un aspecto diferente, que es de mayor relevancia para nuestro país y la región latinoamericana: el rol que Estados Unidos pretenderá (volver a) jugar en la gobernanza global. Porque, a pesar de que Trump y Biden son prácticamente de la misma generación, sus visiones del rol que su país estaría destinado a jugar en el mundo son diametralmente opuestas.
Trump llegó al gobierno basado en una campaña anti-globalización y prometió poner a “América Primero” y “Hacer a América Grande Nuevamente”. Cumplió gran parte de sus promesas en ese sentido. Inició una guerra comercial con China, su principal socio de negocios, a quien acusó de abusar de las normas del comercio internacional y de ser la culpable de todos los males del mercado laboral estadounidense. Retiró a EE.UU. del Acuerdo de París sobre cambio climático, del acuerdo con Irán y del Acuerdo de Cooperación Transpacífico (TPP), todos firmados por la administración Obama. También intentó revertir varias políticas migratorias de Obama y su política hacia Cuba. Renegoció el Tlcan (Nafta) con Canadá y México. Atacó a las instituciones de la Organización Mundial de Comercio y llevó a un bloqueo de su organismo de resolución de disputas. Durante la pandemia también retiró a EE.UU. de la Organización Mundial de la Salud. Exigió una mayor contribución económica a sus socios militares de la OTAN (NATO) y redujo la presencia militar en Medio Oriente y Afganistán. Además, se manifestó a favor del Brexit.
La lista anterior podría continuar, pero estos ejemplos bastan para mostrar la visión aislacionista de Trump, tendiente a reducir de manera contundente la presencia, influencia y gasto estadounidense en el extranjero. Una visión que tiende a resurgir esporádicamente en los EE.UU., pero que ahora parece representar el sentir de una parte importante de la población. Ello no le impidió a Trump mostrarse sumamente activo en ciertas áreas, como las negociaciones con Corea del Norte y los talibanes afganos, el reconocimiento de Israel por parte de Emiratos Árabes Unidos y Bahréin, el endurecimiento de las relaciones con Cuba y el apoyo a Guaidó en Venezuela. Pero estas medidas se vieron motivadas seguramente por cálculos de rédito político a nivel doméstico, no por una visión globalista de EE.UU. De hecho, en estos últimos cuatro años la retracción estadounidense dejó espacios vacíos que otros actores globales no perdieron oportunidad de (o no tuvieron más remedio que) ocupar (por ejemplo, Rusia y Turquía en Medio Oriente, Francia y Alemania en Europa, y China en el Sudeste Asiático, Latinoamérica y África). Llama la atención que la política internacional de Trump se contradijo en muchos casos con las posiciones tradicionales del Partido Republicano, especialmente en materia militar y comercial. Pero estos años se centraron más en el presidente que en su partido.
Biden, en cambio, representa todo lo opuesto. Refleja los valores de los EE.UU. de la segunda mitad del siglo XX y, en particular, de la etapa posterior a la caída del muro de Berlín, cuando se creía que el camino global hacia la democracia y el libre mercado era inexorable. Aquel EE.UU. se basa en su “excepcionalismo”. En el rol de liderazgo que el país estaría destinado a jugar en el mundo. En la protección de intereses humanitarios, aún cuando no sean intereses vitales de los EE.UU. En las instituciones cuya creación lideró después de la Segunda Guerra Mundial: la OTAN, la ONU, el Banco Mundial, el FMI, el GATT y luego la OMC, la OEA, el BID, etc. Instituciones que llevaron a la pax americana, al período más pacífico y próspero de la historia de la humanidad. Instituciones que, a los ojos de Biden, Trump se encargó de atacar sistemáticamente y es hora de volver a fortalecer. En palabras del propio Biden luego de la elección: “America está de vuelta, lista para liderar el mundo, no para retraerse de él”.
Esta visión que Biden tiene de los EE.UU. y el rol de su país en el mundo se ve reflejada en la designación de Antony Blinken para ocupar el cargo de Secretario de Estado, el equivalente a nuestro Ministro de Relaciones Exteriores. Blinken ocupó diferentes puestos en el Consejo de Seguridad Nacional y en el Departamento de Estado durante las administraciones de Clinton y Obama. Y en sus propias palabras, EE.UU. es “la última mejor esperanza en la tierra”. Su pensamiento está seguramente marcado por sus antecedentes familiares. Su abuelo se escapó de los pogromos anti-judíos en Rusia. Su padre peleó en la Segunda Guerra Mundial como integrante de la Fuerza Aérea estadounidense, mientras que su padrastro sobrevivió a los campos de concentración de Aushwitz y Dachau, para ser rescatado por un tanque estadounidense. Sumado a esto, Blinken no solo estudió y trabajó en EE.UU., sino también en Francia.
La historia muestra que hay costos cuando EE. UU. adopta un rol activo en el plano internacional, pero que también los hay cuando no lo hace y deja vacíos. Cuando esto sucede, los costos deben compararse con aquellos resultantes de la intervención de los otros actores involucrados. La región latinoamericana pocas veces es considerada una prioridad para EE.UU., hasta que sus intereses se ven amenazados y otra potencia intenta posicionarse mejor en lo que el país norteamericano ve como “su patio trasero”. En este contexto, los países latinoamericanos tienen la oportunidad de beneficiarse de la rivalidad geopolítica actual entre Estados Unidos y China, ya que la visión del gigante asiático como la principal amenaza para los EE.UU. hoy goza de aceptación bipartidaria (a pesar de diferir en la mejor forma de abordarla). La pandemia le demostró a EE.UU., por ejemplo, que no es conveniente que industrias o cadenas de suministro estratégicas dependan tan fuertemente de China, por lo que países como Uruguay podrían aprovechar para atraer inversiones y promover el comercio en diferentes sectores esenciales, a pesar de ser más caros.
Sin dudas, la administración Biden buscará jugar un rol de mayor liderazgo en el plano internacional. Incluso podrá intentar aprovechar medidas tomadas por Trump para lograr una mejor posición en las mesas de negociación (por ejemplo, los aranceles aplicados a China, las sanciones aplicadas a Irán, etc.). Pero la pregunta que solo el tiempo responderá es: ¿podrá la gestión Biden/Blinken reinsertar a los EE.UU. en los acuerdos, tratados y espacios que ese país ocupó durante décadas pero que Trump se encargó de desmontar en tan solo cuatro años, en particular teniendo la espada de Damocles de una nueva candidatura de Trump en el horizonte de las próximas elecciones?
(*) Columnista invitado. Abogado graduado de la Universidad de Montevideo, trabajó en Beijing en 2012-2013, obtuvo un Máster en Leyes (LL.M) en la Universidad de Harvard en 2016-2017, y desde entonces trabaja en Nueva York.