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Estados Unidos ahogó en alcohol el futuro de sus niños

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Foto: Reuters

OPINIÓN

Nos enfrentamos a una decisión angustiosa: ¿reabrimos las escuelas y nos arriesgamos a una explosión viral mayor, o mantenemos a los niños en casa y causamos graves efectos negativos a su aprendizaje?

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Nada de esto tenía que suceder. Otros países respetaron sus confinamientos el tiempo suficiente para reducir los contagios a índices mucho menores que los que prevalecen aquí; las tasas de letalidad de COVID-19 por persona en la Unión Europea son solo una décima parte de las de Estados Unidos —y siguen disminuyendo— mientras que las nuestras están aumentando rápidamente. Por ende, están en una posición para reabrir las escuelas de manera bastante segura.

Además, la experiencia del noreste del país, el primer gran epicentro de la pandemia en Estados Unidos, demuestra que pudimos haber logrado algo similar aquí. Las tasas de letalidad han bajado mucho, aunque siguen siendo mayores que las de Europa; el sábado de la pasada semana, por primera vez desde marzo, la ciudad de Nueva York reportó cero muertes por COVID-19.

¿Acaso habría sido económicamente sostenible un cierre más prolongado? Sí.

Es cierto que los lineamientos estrictos de distanciamiento social provocaron un alza en el desempleo y afectaron muchos negocios. Pero incluso Estados Unidos, con su desgastada red de protección social, fue capaz de proporcionar asistencia suficiente —no le digan estímulo— para proteger a la mayoría de sus ciudadanos de graves penurias.

Gracias, en gran medida, a los beneficios ampliados de desempleo, la pobreza no se disparó durante el periodo de confinamiento. Según algunos indicadores, incluso es posible que haya disminuido.

Es cierto que había agujeros en esa red de seguridad y muchas personas sufrieron. Sin embargo, pudimos haber emparchado esos agujeros. Sí, la asistencia de emergencias cuesta mucho dinero, pero podemos costearla: el gobierno federal ha estado pidiendo préstamos enormes, pero las tasas de interés han permanecido en mínimos casi históricos.

Veámoslo así: en su punto más riguroso, el confinamiento parece haber reducido poco más del 10% del PIB. Durante la Segunda Guerra Mundial, Estados Unidos gastó más del 30% del PIB en defensa, durante más de tres años. ¿Por qué no podíamos absorber un costo mucho más pequeño durante unos cuantos meses?

Así que hacer lo necesario para contener el coronavirus habría sido fastidioso, pero completamente viable.

Sin embargo, esa no fue la ruta que tomamos. En cambio, muchos estados no solo apresuraron su reapertura, sino que reabrieron de manera inconsciente. En lugar de tratar a los cubrebocas como una manera barata y efectiva de combatir el contagio, los convirtieron en un frente de batalla en la guerra cultural. Las actividades que suponían un riesgo evidente de exacerbar la pandemia se autorizaron sin supervisión: se permitieron las reuniones cuantiosas y se reabrieron los bares.

Y el precio de esas fiestas y bares abiertos va más allá de los miles de estadounidenses que morirán o padecerán daños permanentes a la salud como consecuencia del rebrote del COVID-19. La reapertura fallida también ha puesto en peligro algo que, a diferencia de salir a beber con amigos, no se puede suspender sin causar estragos a largo plazo: la educación presencial.

Algunas actividades pueden realizarse con bastante facilidad en línea. Sospecho que muchas menos personas viajarán al otro lado del país para ver presentaciones de PowerPoint que las que lo hacían antes del COVID-19, incluso después de que derrotemos al virus finalmente.

La educación no es una de esas actividades. Ahora tenemos evidencia abundante que confirma algo que ya sospechábamos: para muchos, quizá para la mayoría de los estudiantes, no hay sustituto para la experiencia de estar físicamente en un salón de clases.

No obstante, los salones llenos de estudiantes son placas de Petri en potencia, incluso si los jóvenes son menos propensos a morir de COVID-19 que la gente mayor. Otros países han logrado reabrir las escuelas de manera relativamente segura, pero lo hicieron con tasas de infección mucho más bajas que las que prevalecen ahora en Estados Unidos y con un sistema adecuado de aplicación de pruebas, lo cual nosotros aún no tenemos en muchas zonas de alto contagio.

Así que ahora estamos frente a un dilema terrible e innecesario. Si reanudamos las clases presenciales, nos arriesgamos a exacerbar una pandemia fuera de control; si no lo hacemos, afectamos el desarrollo de millones de estudiantes estadounidenses y causamos estragos a largo plazo en sus vidas y trayectorias profesionales.

Además, la razón por la que estamos en esta posición es que los estados, incitados por el gobierno del presidente Donald Trump, se precipitaron a permitir las fiestas masivas y la reapertura de bares. De un modo muy real, Estados Unidos ahogó el futuro de sus niños en alcohol.

¿Ahora qué? A estas alturas, es probable que haya tantos estadounidenses contagiados como los que había en marzo. Así que lo que tendríamos que hacer es admitir que metimos la pata y reimponer un confinamiento estricto, y, esta vez, escuchar a los expertos antes de reabrir. Por desgracia, ahora es demasiado tarde para evitar la alteración de la educación, pero cuanto antes lidiemos con esto, más pronto reencaminaremos a nuestra sociedad.

Sin embargo, no tenemos la clase de líderes que necesitamos. En su lugar, tenemos gente como Donald Trump y Ron DeSantis, el gobernador de Florida, políticos que se niegan a escuchar a los expertos y jamás admiten estar equivocados.

Entonces, aunque ha habido algunos ajustes reticentes a las políticas, la respuesta principal que estamos viendo ante este fracaso político colosal es un intento hilarante de echar culpas. Algunos funcionarios están tratando de mancillar la reputación de Fauci; otros están recurriendo a teorías conspiratorias descabelladas.

Como consecuencia, el panorama es desalentador. Esta pandemia va a empeorar antes de mejorar, y la nación sufrirá daños permanentes.

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