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Las crisis financieras de Uruguay: 1982, 2002, pero no 2022

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Foto: Getty Images

OPINIÓN

La elevada dolarización ya había sido una de las causas de la crisis de 1982, pero Uruguay hizo poco por atenuarla en las dos décadas posteriores.

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A las 11 de la mañana del martes 30 de julio de 2002, hace 20 años, estaba terminando un panel de las Jornadas de Economía del Banco Central del Uruguay (BCU), donde este columnista acababa de exponer, cuando un gerente de la institución subió al estrado y anunció que el gobierno había decretado feriado bancario, en medio de una gran crisis económica y financiera. Fue la última actividad de aquel evento académico que terminó intempestivamente. Ese panel había estado dedicado a “las lecciones de la crisis argentina”, aunque mi presentación había transcendido dicho país, con muchas referencias a problemas rioplatenses estructurales y las causas de la propia crisis uruguaya, a las que vuelvo en esta columna.

El feriado bancario fue la inexorable respuesta al retiro de casi la mitad de los depósitos del sistema, en medio del spread soberano (“riesgo país”) superando los 3000 puntos básicos y una devaluación del peso que había duplicado el valor del dólar en un semestre. Paralelamente, el PIB ya acumulaba una caída interanual cercana a 10% en ese trimestre y de 18% respecto al peak de actividad de la década previa, alcanzado antes de la devaluación del real brasileño de enero de 1999. Como consecuencia, el desempleo subió a 20% y los indicadores sociales mostraron un descomunal deterioro, con la pobreza abarcando a 4 de 10 uruguayos.

Muchas causas “accidentales” o coyunturales se han esgrimido para aquel crítico desenlace, pero la mayoría de los factores estructurales se habían desarrollado durante los 20 años previos y algunos se habían gestado en la salida de la crisis de 1982.

Por supuesto que el colapso de 2002 estuvo catalizado por un largo y acumulativo deterioro del entorno externo, que comenzó con el fortalecimiento global del dólar desde mediados de la década del ’90; pasó por la crisis asiática (1997), la rusa (1998), la devaluación de Brasil (1999), el desplome de las empresas tecnológicas (2000), lo escándalos contables de Enron y WorldCom (2001) y los atentados terroristas del 11 de septiembre de 2001 en Estados Unidos; y terminó con el derrumbe de la Convertibilidad argentina y su depresión económica. También influyeron el brote de fiebre aftosa que tuvo Uruguay en 2001 con fuerte impacto sobre las exportaciones de carne bovina y las estafas e ilegalidades cometidas en los bancos Montevideo y Comercial. Estas últimas, en todo caso, podrían ser consideradas “endógenas” a la crisis e impulsadas por problemas de regulación y supervisión bancaria, los verdaderos determinantes últimos (“exógenos”) de dicha dinámica.

Además de los aspectos regulatorios, prudenciales y fiscalizadores en materia financiera, las otras causas estructurales de la crisis uruguaya pasaron por fragilidades adicionales derivadas de la dolarización, la insuficiente flexibilidad cambiaria, los altos riesgos de insostenibilidad fiscal, los problemas en la estructura de la deuda pública y la excesiva concentración económica en la región.

La elevada dolarización ya había sido una de las causas de la crisis de 1982, pero Uruguay hizo poco por atenuarla en las dos décadas posteriores. De ella se derivaban tres problemas serios.

Primero, aquellos relacionados con la insostenibilidad de las deudas y las finanzas públicas, que ni siquiera advirtieron los organismos multilaterales y calificadoras de riesgo. Si Uruguay tenía que procesar una gran depreciación de su moneda, la (dolarizada) deuda pública terminaría siendo muchísimo más alta como porcentaje del PIB de lo observado.

Segundo, aun cuando los bancos podían estar calzados por monedas, cosa que incluso en algunos casos era evidente que no sucedía (Banco Hipotecario), sus deudores no necesariamente lo estaban. Y ello no se había reflejado en una regulación financiera que castigara los préstamos en dólares a clientes con ingresos mayoritariamente en moneda nacional.

Tercero, ambas fragilidades limitaban la capacidad de alzas significativas del Tipo de Cambio Real ante una sucesión de desarrollos externos e internos negativos y los espacios para desplegar compensatoriamente la política monetaria y cambiaria de la época.

Los problemas de aquella dolarización y la consiguiente rigidez cambiaria se habían quizás subestimado, por creer en los ’70-80 que la volatilidad de las principales paridades cambiarias emergida tras la caída de Bretton Woods en 1971 era transitoria y/o podía compensarse con flexibilidad salarial y fiscal. Pero previsiblemente, ni uno ni lo otro se dio.

Peor, en las finanzas públicas se acumularon problemas de flujos y de stock. Durante buena parte de los ’90 la política fiscal fue procíclica, con un resultado estructural crecientemente deficitario, y aumentó la deuda pública en 22 puntos del PIB entre 1993 y 2001 (De Brun y Licandro). Por su parte, además de dolarizada, la deuda estaba mal perfilada, con muchos vencimientos cortos y poco peso de los préstamos a tasa fija.

Además de todo eso, estaba el telón de fondo de la excesiva concentración comercial y financiera que las políticas ligadas al Mercosur habían exacerbado.

Concluimos aquel panel de las frustradas Jornadas de Economía 2002 entre la pesadumbre por la crítica situación y el llamado a corregir políticas que interrumpieran un ciclo de crisis cada 20 años.

Las sufrimos en 1982, 2002, pero efectivamente no se repitió en 2022, en parte importante por las lecciones aprendidas y las reformas materializadas en varios aspectos mencionados, más allá de lo mucho que queda por hacer.

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