Joaquín Artigas y Dionisio Oribe fueron dos de los hombres que participaron de la Cruzada Libertadora de 1825. Sus apellidos provenían de sus amos (las familias Oribe y Artigas). Y están muy escondidos en el famoso cuadro de Blanes de los 33 Orientales, tal vez porque nacieron condenados a pasar desapercibidos: eran negros esclavos. Dos siglos después, esta “herencia” que borró sus verdaderas identidades, sigue presente en la sociedad uruguaya.
La inclusión de esclavos y libertos en las filas independentistas y revolucionarias era común en la época, ya que a menudo se les ofrecía la manumisión (la libertad) a cambio de su servicio militar. La lucha por la independencia se presentaba metafóricamente como una liberación de las “cadenas de la tiranía”, lo que resonaba fuertemente con la situación de los esclavizados.
Joaquín Artigas nació en Mozambique y fue traído por la fuerza a estas tierras. Era el esclavizado de Pantaleón Artigas (sobrino de José Gervasio Artigas), a quien acompañó en la Cruzada Libertadora. Dionisio Oribe también era de origen africano y fue esclavo de Manuel Oribe, uno de los hombres que condujo aquella gesta independentista.
Estos son solo dos ejemplos que explican por qué algunos apellidos que hoy llevan los afrodescendientes fueron, en su origen, una marca de propiedad.
Así lo explicó a Domingo el historiador, activista y difusor de la cultura afrouruguaya Óscar Montaño, quien ha dedicado buena parte de su vida a estudiar la genealogía y memoria de este pueblo oprimido: “La gente africana que fue esclavizada en lo que es hoy Uruguay (en especial Montevideo), Brasil, Argentina, Colombia, Cuba, en todo el Caribe, en Estados Unidos, perdió lamentablemente la mayor parte de sus apellidos”, relata Montaño. Y agrega: “Fueron obligados a llevar el apellido de quienes los compraban. Y eso los marcó desde que pisaron la tierra donde iban a ser esclavizados”.
Los esclavos llevaban el nombre de familia de sus amos debido a una combinación de razones legales, identificatorias y de control social.
Esta práctica, aunque no siempre era universal ni obligatoria, respondía a diversas dinámicas. Por un lado, el apellido del amo funcionaba como una marca pública e instantánea de pertenencia, facilitando la identificación de los esclavos, considerados legalmente como propiedad o “piezas de Indias”, en documentos legales, registros de ventas, bautismos y otros actos administrativos. Además, cuando un esclavo era liberado mediante la manumisión, era habitual que conservara el apellido de su antiguo amo en los documentos de libertad, una práctica común en toda la América colonial española.
Otro factor clave era el borrado deliberado de la identidad africana. Los esclavos, al ser introducidos en el sistema colonial, eran despojados de sus nombres y lenguas originales, recibiendo en su lugar un nombre de pila “cristiano” impuesto por la Iglesia y, en muchos casos, el apellido del amo. Esta asignación formaba parte de un proceso de asimilación forzada que buscaba romper cualquier vínculo con su identidad y linaje africano, despojándolos de su historia y raíces culturales.
Esclavos o libertos
Cuando los africanos eran vendidos, por ejemplo en las plazas (como ocurrió en la Plaza Matriz de Montevideo), el nuevo “dueño” imponía su nombre a la persona comprada.
“El apellido quedaba como condicionante, porque era ‘propiedad de...’ Incluso cuando ese africano o esa africana eran vendidos a otra persona, ya llevaban ese nombre”, detalla Montaño en diálogo con Domingo.
Aunque algunos lograban comprar su libertad, el apellido permanecía. “Sus hijos nacían con ese apellido. Entonces, después, recuperar el nombre africano era algo que ya no estaba dentro de las prioridades. La prioridad era la sobrevivencia”, dice el historiador.
Uno de los casos más llamativos que menciona Montaño es el del apellido Maciel, muy presente hoy en la comunidad afrodescendiente. Lo irónico, explica, es que proviene de una de las familias más poderosas y contradictorias de la época colonial: la de Francisco Antonio Maciel, recordado como “el padre de los pobres”.
“Maciel fue uno de los grandes traficantes. Tenía barcos que iban a África y traían gente esclavizada. Pero no solo él: su esposa, María Antonia Gil, también participó activamente. Fueron grandes traficantes negreros”.
El contraste entre el mito del benefactor que hoy tiene un hospital con su nombre en Montevideo y su rol en el tráfico humano no pasa inadvertido para Montaño. “Yo no digo que todos los que hoy llevan el apellido Maciel sean descendientes de personas esclavizadas traídas por él -aclara-, pero es un apellido que marcó a muchísima gente. Y lo digo con ironía: el padre de los pobres fue también uno de los que más esclavos trajo”.
Memoria y resistencia
A lo largo de los siglos, la imposición de apellidos europeos, españoles o portugueses -como Silva, Maciel, Vázquez, Vilaza, Oribe o Artigas- desdibujó las raíces africanas. Sin embargo, Montaño recuerda que en cada nombre persiste una historia de supervivencia.
“El nombre era importante para el negro en África, pero después cambió su realidad, cambió todo lo que era su visión. Entonces, sus prioridades fueron otras. Sobrevivir era más urgente que recuperar el apellido”, reflexiona.
Esa herencia forzada no fue exclusiva del Uruguay, pero aquí adquirió matices propios. A fines del siglo XIX, nuevas oleadas de migración desde Brasil trajeron también afrodescendientes con apellidos portugueses, lo que complejiza aún más el mapa genealógico actual. “Incluso Silva, que es tan común dentro del colectivo afro, puede tener distintos orígenes: no siempre sabemos si es español o portugués”, explica Montaño.
Un caso paradigmático es el del sacerdote y gestor cultural uruguayo Gustavo Balle Betervide, quien asegura que sus antepasados fueron esclavos de la familia Batlle y que su apellido perdió la letra T para “no heredar” a sus amos.
Balle Betervide relata cómo su bisabuela vivía en la calle Pozos del Rey, en La Aguada, un lugar frecuentado por José Batlle y Ordóñez. “Eso está escrito en los libros”, dice a Domingo. Pero se lamenta porque en Uruguay “el negro no quiere ser negro”. Y afirma que esto se debe a un proceso histórico de “emblanquecimiento” cultural que ha llevado a muchos afrodescendientes a distanciarse de su africanidad.
El gestor cultural recuerda un taller que impartió en el Ateneo de Montevideo sobre este tema, donde abordó cómo el candombe y otras expresiones culturales han sido permeadas por influencias externas, diluyendo su esencia africana.
Balle Betervide subraya que el abandono de la identidad africana comenzó desde la llegada de los esclavos a América, traicionados, según él, por otros africanos. “A nosotros los negros nos traicionaron los negros. Los cazadores entraban dentro de la selva y agarraban a los negros y los llevaban hasta la costa”, explica, cuestionando la narrativa oficial de la historia, que, en sus palabras, “está mal contada” porque “siempre la escriben los vencedores”.
Como sacerdote de la cultura yoruba y director de cultura del International Council for Ifá en Uruguay, Balle Betervide reivindica su africanidad. “Yo no soy blanco, no soy colorado, no soy frenteamplista. Soy negro”, remata con orgullo.