En el siempre ajetreado centro de Montevideo y en su eje de la Avenida 18 de Julio, la Plaza de Cagancha es un espacio que une el pasado y el presente. Conocida popularmente también como Plaza Libertad, este sitio emblemático es testigo de batallas, transformaciones urbanas y encuentros cotidianos. A lo largo de casi dos siglos, ha evolucionado de un simple terreno baldío a un monumento vivo de la identidad montevideana, atrayendo a turistas, manifestantes y transeúntes por igual. Es, además, el “kilómetro cero” de las carreteras nacionales, desde donde se miden las distancias a todo el país.
La historia de la Plaza de Cagancha se remonta a 1829, cuando el ingeniero José María Reyes diseñó la “Ciudad Nueva” de Montevideo, más allá de las murallas coloniales que comenzaban a caer, en una inexorable expansión por el eje de la actual avenida 18 de Julio. En su plano, reservó un espacio octogonal para una plaza central, destinada inicialmente a un mercado de frutos, pero en 1836 el arquitecto italiano Carlo Zucchi redefinió su trazado rectangular, consolidándola como el núcleo de la expansión urbana post-independencia. Con el nacimiento de la República Oriental del Uruguay, la plaza surgió como un símbolo de la nueva era, fuera de los límites del casco histórico.
El nombre actual de la plaza fue oficializado por decreto el 7 de febrero de 1840, en conmemoración de la victoria del general Fructuoso Rivera en la Batalla de Cagancha, contra las fuerzas invasoras al mando de Pascual Echagüe. “Fue una batalla bastante importante que tuvo lugar el 29 de diciembre de 1839, en el departamento de San José, como parte de la llamada Guerra Grande. Estamos hablando de miles de soldados de un lado y del otro”, comenta a Domingo el historiador Leonardo Borges.
Juan Manuel de Rosas, gobernador de la Provincia de Buenos Aires, ordenó al general Echagüe invadir con el propósito de apoyar al expresidente uruguayo Manuel Oribe, su amigo y aliado. Y el combate tuvo un desarrollo cambiante: “La lucha empezó mejor para los blancos, para los confederados, pero luego Rivera logró darle la vuelta. Siempre está esa historia en Rivera, esa historia de darle la vuelta a la situación. Eso también es algo muy uruguayo”, añade el historiador y se ríe.
Pero la denominación “Plaza de Cagancha” no fue inmutable: durante la guerra civil de 1863-1865, bajo el gobierno de Atanasio Cruz Aguirre, se rebautizó temporalmente como “Plaza 25 de Mayo” el 24 de mayo de 1864. Sin embargo, con la “Paz de la Unión” en diciembre de 1865, recuperó su nombre original. Esta fluctuación refleja las turbulencias políticas que atravesó el país en el siglo XIX, donde la plaza no era solo un espacio físico, sino un lienzo para la narrativa nacional.
A inicios del siglo XX, bajo la intendencia de Ramón V. Benzano, el paisajista francés Charles Thays embelleció el sitio con canteros, escalinatas (que permiten por ejemplo equiparar las alturas entre la avenida Rondeau y 18 de Julio) y vegetación, transformándolo en un oasis verde en medio del cemento. Entre 1890 y 1930, se le incorporó alumbrado público moderno, convirtiéndola en un referente para la vida nocturna y diurna de la capital.
Emblema de la ciudad
El corazón simbólico de la plaza es la Columna de la Paz, inaugurada en el verano de 1867 y diseñada por el escultor italiano José Livi. “El ingeniero José María Reyes eligió este lugar, que es el más alto, lo que luego permitió que la estatua se viera muy bien. Con el paso de los años, quedó opacada por los edificios”, comenta a Domingo la historiadora María Emilia Pérez Santarcieri.
La escultura de bronce, fundida con cañones capturados durante la guerra civil, representa una figura femenina alegórica de la paz, sosteniendo una espada (que fue reemplazada temporalmente por cadenas rotas tras daños por un rayo en 1887) y una bandera. Erigida sobre un pedestal con cabezas de leones, mide unos 10 metros de altura y es el monumento público más antiguo del país. En 1939, fue removida para restauración y almacenada en el Museo Blanes, regresando a su sitio en 1942. Hoy, como testigo silencioso de la historia, sigue siendo un icono de la reconciliación republicana.
“A instancias del entonces jefe de Policía Manuel Aguiar, que quería recordar la paz de octubre de 1865 y febrero de 1866 (llamada La Paz de Unión, que ponía fin a las guerras iniciadas en 1863 por los partidos tradicionales), se debe la realización de este monumento que fue inaugurado el 20 de febrero de 1867”, comenta a Domingo el escultor y docente Ramón Cuadra.
“Tal iniciativa contó con el apoyo del Municipio. Y por suscripción popular, se consiguieron los fondos para que Livi modelara la figura que había de representar tal suceso. Como representaba la paz, el nombre de Columna de la Paz, o Estatua de la Paz, fue el primero con el que se la denominó. Fue colocada no en el centro de la fortificada ciudad, sino a las afueras, en un lugar semi vacío, con escasas construcciones, que se abría a un lejano y amplio descampado que llevaba a caminos pocos transitados, y que era la parte ancha del camino denominado ‘de las carretas’”, agrega.
Cuadra explica que Livi hacía sus obras en mármol (como lo refleja la estupenda Piedad de su autoría que se encuentra en el Cementerio Central), por lo que esta escultura es excepcional. Y no solo lo es porque fue hecha en bronce, sino por cómo obtuvo la materia prima. “El bronce que se usó para fundir la figura fue el de los cañones utilizados en las guerras civiles”, anota el escultor. Y agrega: “Pasado el tiempo, en 1887, fue bajada de la columna para hacerle algunas reparaciones. Ya estaba en el sentir popular la idea de la representación de la libertad en la figura, por lo que se le sustituyó el gladio romano por unas cadenas, una de las cuales tenía un eslabón abierto. Con estos cambios fue nuevamente colocada sobre la columna y reinaugurada con el nombre de Estatua de la Libertad el 25 de mayo de 1887”.
La escultura fue nuevamente bajada 1939 y se la llevó al Museo Blanes, mientras se reparaba la columna de mármol, que estaba algo dañada. “Allí se la limpió y se llegó a un acuerdo: volverla al modo original concebido por el escultor. Esto supuso sacarle las cadenas y colocarle nuevamente el gladio romano. Basta mirar algunas fotos de época para darnos cuenta que la nueva espada es superior en tamaño y no respeta la forma de la que había realizado Livi, más austera y no tan destacable”, observa Cuadra. El nuevo gladio fue modelado por el escultor Máximo Lamela (autor del monumento a Lavalleja que se encuentra en Montevideo), fundido y colocado por la “Fundición Vignali”, una de las más respetadas en América, que llevó al bronce muchos de los monumentos que se encuentran a lo largo y ancho del país.
Como todo artista, Livi tuvo su musa. “La figura de la estatua tiene nombre y apellido. No es una modelo anónima la que sirvió para que la alegoría de la Libertad tomara forma. Se trata de Rosa Pittaluga, Rosita, como se la conociera, que era la esposa del escultor. Ella fue quien posó y quedó inmortalizada. Cuerpo y rostro son suyos; esto se debe a los celos y el carácter que tenía esta mujer, que no permitió que su esposo contratara modelo alguna para posar”, rescata Cuadra.
Fotografías que impactan
El Centro de Fotografía de Montevideo (CdF) guarda entre sus tesoros algunas de las imágenes más antiguas de la ciudad. Entre ellas, destacan las fotografías de la Plaza de Cagancha de la década de 1860, que hoy se consideran un testimonio irremplazable de la transformación urbana. “Esas fotos son algunas de las datadas más antiguas que tenemos en el archivo. Tengo presente una de 1865 sin la estatua, que fue emplazada en 1867”, comenta a Domingo el coordinador de archivos del CdF, Gabriel García.
El archivo de la Intendencia comenzó a formarse a principios de 1916, cuando se contrató a los fotógrafos Isidoro Damonte y Carlos Ángel Carmona. La misión inicial de esta dupla era registrar imágenes de la ciudad con fines turísticos, aunque su trabajo pronto se transformó en un registro sistemático de las transformaciones que tuvo la capital de país. “Ellos comienzan a trabajar para la Intendencia en la década de 1910, pero también aplican una práctica de fotografiar imágenes anteriores a su época”, explica García. Lo hacían utilizando la tecnología disponible entonces: placas de vidrio. Gracias a ese procedimiento, lograron reproducir fotos valiosísimas, muchas de las cuales pertenecen al acervo que hoy conserva el CdF.
Según García, esta práctica respondía a una vocación clara: “Entendemos, imaginamos, que es parte de una vocación de alguna manera que ellos tenían también, de que no se perdieran estas imágenes. O sea, el acto de reproducir una copia anterior entendemos desde hoy al menos que tiene que ver con eso, con perpetuar en el tiempo también esas instantáneas que hablan de una época distinta”.
“Son imágenes que nos resultan bastante impactantes, ver 18 de Julio en tierra, sin la plaza. Yo recuerdo todavía la primera vez que las vi… son imágenes que te hacen reflexionar”, añade el coordinador del CdF.
Hoy, esas fotografías -o más precisamente, los negativos en placas de vidrio que las reproducen- forman parte de un conjunto preservado con especial esmero. “Todas las imágenes que custodiamos están preservadas en condición de temperatura y humedad controlada y monitoreada permanentemente, y estas de la Plaza de Cagancha claramente están dentro de ese grupo”, precisa García.
Lo que se perdió y lo que permanece
El espacio público ha sido escenario de la vida cotidiana de varias generaciones. Allí funcionaron comercios y cafés que marcaron época, como el Sorocabana, luego trasladado a la Ciudad Vieja. “El famoso Vasco (José María) de Iparraguirre tenía un negocio, una fonda que se llamaba ‘El Árbol de Guernica’, en las inmediaciones de la plaza”, comenta la historiadora María Emilia Pérez Santarcieri.
Otro de los cafés más recordados es el Libertad, lugar de reunión de la Generación del 45, que integraron, entre otros, Idea Vilariño, Mario Benedetti, Juan Carlos Onetti, Amanda Berenguer e Ida Vitale. A su alrededor también surgieron episodios de violencia que quedaron grabados en la memoria montevideana. El asesinato del comerciante español José Baena, acusado de colaborar con los sitiadores, dio origen al nombre de “Hueco de Baena”. Según Pérez Santarcieri, “ese lugar se llamó durante mucho tiempo así, porque allí lo ejecutaron por orden del gobierno de Melchor Pacheco y Obes”.
La historiadora lamenta que algunos de los edificios que enmarcaban la plaza ya no existan. “Se han perdido cosas importantes. Por ejemplo, el Palacio Golorons, que estaba donde luego estuvieron los cines Central y Plaza”, recuerda. Otro emblema que sucumbió al progreso fue el Palacio Jackson, ubicado en la esquina suroeste de la plaza, un edificio de estilo renacentista italiano construido en 1891 que, entre otras cosas, fue sede de la Intendencia de Montevideo. En tanto, los antiguos quioscos de estilo francés, afortunadamente, aún sobreviven como pintorescos testigos de otra época.
El diseño de la plaza combina elementos funcionales y estéticos: amplios canteros con árboles centenarios, bancos para el descanso y senderos peatonales que facilitan el flujo de miles de personas diariamente. Las circunvalaciones llevan nombres de figuras destacadas: Enrique Tarigo al sur, Adela Reta al noreste y Arturo Baliñas al noroeste, honrando a personalidades de la cultura y la política uruguaya. Estas “nuevas” denominaciones molestan a Pérez Santarcieri: “Cambian los nombres para ‘quedar bien’ con distintas figuras, pero esto perjudica a la ciudad. Se lo comenté una vez a (Julio María) Sanguinetti y estuvo de acuerdo conmigo”, dice quien durante muchos años ha integrado la Comisión de Nomenclatura de la Intendencia.
Catalogada como Monumento Histórico Nacional, la plaza mide aproximadamente 100 metros de largo por 50 de ancho en sus secciones principales, y sirve como punto de conexión entre arterias como Rondeau y Gutiérrez Ruiz.
Rodeada de edificios emblemáticos, como el Palacio Piria (sede de la Suprema Corte de Justicia), el Palacio Montero (Edificio Sorocabana), el Ateneo de Montevideo, el Museo Pedagógico José Pedro Varela y el Teatro Circular, se erige como un hub cultural. Además, alberga el Mercado de los Artesanos desde 1983, un espacio muy valorado por los uruguayos y visitado por los turistas.
Importancia cultural y social
Más allá de su arquitectura, la Plaza de Cagancha ha sido escenario de innumerables eventos que moldearon la historia uruguaya. Desde intelectuales reunidos en el Gran Café Ateneo (1900-1953), un epicentro del tango y la bohemia, hasta manifestaciones modernas, el sitio palpita con vida cultural. En el siglo XX, albergó puntos de encuentro para artistas y políticos, reflejando la evolución social de Montevideo.
Fue punto de llegada y salida de los ómnibus de Onda (a una cuadra, sobre la calle San José, una panadería conserva el nombre y logo de la compañía de transporte) y sede de las oficinas del diario El País. El ex Cine Teatro Plaza, en tanto, fue el escenario en el que actuaron algunos de los artistas más importantes que llegaron al país, entre ellos B.B. King, Jeff Beck, Pappo y Fito Páez. En 2018, este imponente edificio se transformó en sede de la Iglesia Pentecostal Dios es Amor, perdiéndose con ello un valioso espacio para la cultura nacional.
La Plaza de Cagancha ha destacado también a lo largo de su historia por su uso como foro público, albergando carnavales, conciertos, protestas y movilizaciones como la Marcha del Silencio. También es punto de concentración para festejos deportivos y acontecimientos políticos.
Mientras Montevideo avanza, el “kilómetro cero” del Uruguay permanece como un recordatorio de que la historia no es estática: se vive, se camina y se reinventa cada día. Para los capitalinos, es más que un cruce de caminos; es el epicentro donde la libertad -ya sea nominal o real- encuentra una expresión cabal.
Memoria viva de la educación uruguaya
Con una fachada “quebrada” por hallarse en uno de los vértices de la plaza, el Museo Pedagógico “José Pedro Varela” es mucho más que un edificio declarado monumento histórico: es un espacio vivo de formación, preservación y difusión de la historia educativa nacional.
La directora del museo, Silvia Paola, subraya que la institución se encuentra en constante transformación. “La biblioteca y el museo están fusionados desde 2023”, explica a Domingo, en referencia a la unificación de dos instituciones que históricamente compartieron el mismo inmueble.
El museo y la biblioteca funcionan como un centro abierto a estudiantes, docentes y público en general. “Nos preocupamos por el usuario. Tenemos una sala abierta al público... y también tenemos colaboradores que son estudiantes de maestría o docentes, directores e inspectores que continúan formándose”, señaló Paola.
Entre sus principales actividades se destacan las visitas guiadas, los talleres de pluma y tinta, las narraciones y la animación a la lectura. La institución trabaja estrechamente con las escuelas y, en un gesto inclusivo, cuenta con profesionales con discapacidad visual que se encargan de la producción de audiolibros y de la transcripción de textos al sistema braille.
El espacio también cumple un rol clave para los concursos de formación docente organizados por la Dirección General de Educación Inicial y Primaria (DGEIP), al brindar acceso a material bibliográfico de referencia. Asimismo, desarrolla programas específicos para estudiantes migrantes que llegan al país sin documentación de su lugar de origen, facilitando su integración y continuidad educativa.
“En cuanto a los turistas, recibimos a muchos visitantes nacionales e internacionales, y conservamos toda la documentación y el mobiliario de la época”, agrega Paola, destacando la faceta patrimonial que atrae a viajeros interesados en la historia de la educación uruguaya.
El inmueble del museo posee un valor simbólico y arquitectónico único. Según la directora, “el edificio es un ícono para nuestra educación, porque tenemos la historia de la educación nacional, toda la biografía y los libros de texto que se utilizaban desde la reforma”.
En sus orígenes, el edificio funcionó como un internado para señoritas que viajaban desde el interior a Montevideo para cursar estudios de magisterio. Allí residían y recibían clases, mientras que en la escuela anexa se desarrollaban las prácticas docentes, algunas de ellas a cargo de figuras emblemáticas como Julio Castro.
La directora recordó, además, la importancia de la Sala Alberto Gómez Ruano, en honor al primer director del museo, quien también estuvo vinculado al Servicio Meteorológico Nacional y al Instituto Histórico y Geográfico del Uruguay.
“Allí también se realizan presentaciones de libros, conferencias para profesores y directores. Las autoridades ocuparon recientemente esta sala porque la eligieron por ser un referente de nuestra educación”, relató.
Declarado monumento histórico, el Museo Pedagógico José Pedro Varela no solo conserva mobiliario, documentos y textos escolares, sino que se mantiene activo como un centro de formación permanente y de referencia pedagógica. Desde la inauguración de las Jornadas de Patrimonio, se ha reafirmado como un espacio donde confluyen la memoria educativa y las prácticas actuales.
A futuro, la institución proyecta mayor interacción digital con el público y la creación de repositorios en línea que permitan acceder a documentos y materiales de investigación. De esta manera, el legado de la educación uruguaya no solo quedará resguardado entre las paredes del edificio, sino que se abrirá al mundo a través de nuevas tecnologías. En palabras de la directora, la misión es combinar preservación con innovación. “El edificio es un ícono, pero lo importante es que siga siendo útil para las nuevas generaciones”, concluye Paola.
Un espacio de encuentro y difusión del pensamiento
En la esquina de la plaza con la avenida Rondeau -entre el Teatro Circular y el Museo Pedagógico- subsiste uno de los espacios más emblemáticos de la vida cultural del país: el Ateneo de Montevideo.
Fundado en 1886, nació con la vocación de ser un lugar de encuentro para el pensamiento, la ciencia, la literatura y las artes. Desde entonces, ha funcionado como escenario de debates, conferencias y actividades que han marcado hitos en la historia intelectual del Uruguay.
El edificio, inaugurado en 1900, es una joya arquitectónica con un estilo ecléctico que combina la solemnidad de los grandes salones con la calidez de los espacios destinados a la creación artística.
A lo largo de su historia, el Ateneo de Montevideo ha sido sede de conferencias memorables, presentaciones literarias, muestras de arte y ciclos de cine, así como un espacio de resistencia cultural en tiempos de censura. Entre sus muros se han escuchado voces de intelectuales de la Generación del 45, así como pensadores y artistas contemporáneos.
Hoy, el Ateneo continúa desarrollando una intensa agenda de actividades. Sus propuestas abarcan desde talleres de literatura y filosofía hasta presentaciones musicales y encuentros académicos. Además, se mantiene como un punto de referencia para la difusión de proyectos independientes y para la formación de nuevas generaciones de creadores.
El rol social del Ateneo también ha sido clave: en distintas etapas de la vida política del país, ofreció un espacio donde se discutieron reformas educativas, sociales y culturales. La amplitud de su programación ha permitido que convivan en un mismo escenario tanto figuras consagradas como jóvenes talentos, que encuentran allí una plataforma para dar a conocer su obra.