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Papeles pintados

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IGNACIO ALCURI

La Caja de Pandora es una cajita de fósforos comparada con mi billetera. La primera solamente contenía todos los males del mundo, mientras que la que no falta en mi bolsillo carga con eso y muchísimas cosas más.

En donde tendría que haber dinero, hay papeles. Muchos papeles. Alguien podrá decir, con razón: "los billetes no son más que papeles con un valor asignado". Pero de todos los papeles que hay en mi billetera, ninguno tiene gran valor asignado, ni sentimental, ni de otro tipo.

Hay más pases a especialistas que en un partido de fútbol 5 entre cirujanos y dermatólogos. La culpa es mía por no aguantar las múltiples imperfecciones en los órganos de mi cuerpo y concurrir a un médico, que me derivó a todos esos colegas que estudiaron veinte años y tuvieron la entereza de estudiar un par de años más.

Como ya fui a todos esos especialistas, además de los pases están las recetas que me dieron para comprar potingues, ungüentos y pastillerías varias, que prometen curar mis males, pero que dan terribles dolores de cabeza a la hora de pagar. Y ya mencioné que no hay dinero, sólo papeles.

Entre los papeles misceláneos, mi billetera guarda muchos boletos, un práctico mapa de Montevideo (ideal para mí, que nunca voy a aprender cuál viene primero, si Yi o Yaguarón), y un número de la rotisería del supermercado, del día que saqué número, pero como no había gente me atendieron sin pedírmelo.

Fuera de la zona de billetes están los compartimentos para documentos y tarjetas de todo tipo (¿mencioné que es una hermosa billetera de Bob Esponja? Bueno, ahora lo hice). De los documentos, los más importantes certifican que tengo identidad y que esa identidad es socia de Agadu.

En orden de importancia sigue la tarjeta de fidelización que me dio el mismo supermercado de aquella rotisería, que pretende que acumule millones de puntos para canjearlos por pequeños regalos. Como el tipo que trabajó toda su vida en una empresa y al jubilarse le regalan un reloj. De plástico. Que no funciona.

El último ítem de la billetera me provoca escozor cada vez que lo veo. Se trata de la tarjeta del nuevo sistema de transporte público.

Mi problema no es con la fantástica tecnología que promete cambiarnos la vida, sino con las promesas que no se cumplen.

Me acuerdo perfectamente del día en que fui al Centro Comunal a retirar la dichosa tarjeta, porque nació mi sobrino. El mismo que empezó la escuela la semana pasada.

Me gustaría que la pusieran en funcionamiento mientras estoy con vida. Yo sé que la logística y la burocracia y la mar en coche, pero si sabían que les iba a llevar tanto tiempo, no deberían haberlas repartido.

Lo único que hicieron fue generar expectativa. A mí no se me ocurría que pudiera existir un sistema mucho mejor.

Pero si te lo anuncian con bombos y platillos, es como llegar a un cumpleaños infantil y decirle al agasajado que va a venir un mago. El crío te va a preguntar cada cinco minutos: "¿cuándo viene el mago?" Y vos lo vas a querer ahorcar.

Si no estás seguro de que el mago va a llegar a tiempo, porque la noche anterior tuvo una despedida de soltera y el tipo tiene muy pocos escrúpulos, no se lo menciones al niño. No me entregues la tarjeta.

Exijo una disculpa pública y por escrito. Preferiblemente en una hoja finita, para poder doblarla en ocho y guardarla junto al resto de los papeles sin valor.

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