Opinión | Sucedió por los ochenta

El pasado no existe y el futuro menos.

Washington Abdala

Sucedió por los ochenta, allí conocí el miedo. Había llegado a la gran manzana y mi amigo de la adolescencia me estaba esperando. Al salir del aeropuerto supe inmediatamente que era un aldeano. Pablo, gigante, culto, lector empedernido y buena gente me esperaba con una sonrisa enorme. Habían pasado unos años, pero las amistades nunca se pierden en la dimensión temporal, siempre es como si ayer nos hubiésemos visto con el amigo. Nos trepamos a un ómnibus con su novia. Ella era alta como él.

Mis amigos vivían en Quenns, para ir al corazón de Manhattan, en aquella época, había que hacer una expedición. Hoy los trenes lo cambiaron todo. El tiempo de la gente vale mucho.

Las famosas hamburguesas no habían llegado al Uruguay. En los inicios de los ochenta había una cadena que no era internacional, un invento raro que duró poco.

Pablo sabía que el asunto de la hamburguesa para mí era importante y aún no era hipermasivo (aunque Estados Unidos siempre se comió hamburguesas de todo tipo baste recordar a Pilón el amigo de Popeye) en los hechos no era como lo es hoy en todo el planeta que hay súper cadenas de hamburguesas de mil gustos.

Pablo sale de su oficina a las cinco y lo paso a buscar. Fuimos al barrio chino junto a otro amigo y nos metimos en el local de las hamburguesas. Se parecía a un baño aquello: baldosas blancas, algunas barras básicas y un ambiente sórdido. Ya en aquella época latinos atendiendo.

Pedimos las respectivas hamburguesas, (eso más un jean que me compré por allí) era mi felicidad. Me sentía en las nubes, mis amigos, mi hamburguesa, mi vaquero y charlar cambiando el mundo. ¡Y en la gran manzana!

Estábamos en eso cuando un tipo maloliente se acerca y se me sienta al costado. Pero al lado mismo. Lo trato de correr y el tipo me ladra. Me dice algo en un slam que no entendí y Pablo -que era más bueno que Lassie- le ladró algo también. El individuo insistió en su tarea. Me estaba robando con un arma debajo de la ropa. Alguien lo empujó de atrás y se armó trifulca. Volaron sillas y varios se tomaron a golpes de puño. Los uruguayos -que no teníamos nada que ver- huimos hasta la estación del subte. Miramos de espaldas y el tipo nos corría. ¡El corazón me bombeaba a mil! Bajamos corriendo, con pánico y nos sonrojamos recién adentro del tren. Cosa típica de inconsciencia juvenil.

Vuelvo al Uruguay a seguir estudiando mis carreras. A los meses recibo una carta de Pablo (un sobre) vacío, pero con un recorte de diario. (En los ochenta las cartas aún eran el método de comunicación). Solo había un recorte del New York Times donde mostraba fotos del local donde habíamos ido a comer las hamburguesas, se veía sangre en las baldosas y una crónica que contaba como un psicópata había matado a dos personas y había sido abatido por la policía. Al principio me reí. Más tarde me di cuenta. Pudimos ser nosotros a los que nos hubiera destripado. No era el día. Luego, la vida siguió y sé que en aquella jornada me quemé una de las siete vidas.

La historia que les narré es real y pasaron más de cuarenta años y pude haber muerto por nada. Mi amigo ya no está porque se cayó en un helicóptero (y aún lo extraño como si fuera ayer) y, por eso, toda vez que perdemos el tiempo en asuntos irrelevantes deberíamos tomar en cuenta que la vamos a quedar acá.

Lo que tenemos -por ahora- es esta vida, cada minuto cuenta, hagamos lo mejor con ella de lo que imaginamos, cada uno en su jardín y con sus plantitas. Todo lo demás lo veremos. Y ser buena gente es lo mejor para vivir el presente. El pasado no existe y el futuro menos. No lo pierdan de vista. Agárrenlo fuerte. Buen domingo.

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