Todos los niños en preescolares tenían que presentar trabajos con plastilina o témpera (en Uruguay se le dice “plasticina” a ese material moldeable de colores que adquiere las formas que el niño le otorga con sus manos). A mí las témperas no me gustaban, el olor me molestó hasta que crecí y recién allí me resultó atractivo. Sucede esto con muchas cosas, comidas, ropas, lo que sea que de niño resultan desagradables y de grande todo cambia. La cebolla, por ejemplo, no creo que los niños sean amantes de ella, pero de adulto uno se engancha con esa planta herbácea.
Vuelvo al eje. Recuerdo que la maestra del preescolar pedía que presentáramos trabajitos que nos gustaran, que fueran algo que nos llenara de felicidad y con eso haríamos una exposición de “manualidades” para que los vieran los padres -a fin de año- en una ceremonia especial. De esa forma, los niños, estimulados por la consigna, hacían casitas, representaciones de los progenitores, animalitos, un sol (los soles con plasticina nunca quedan bien, tienen un aire a huevo frito inevitable), en fin, ese tipo de cosas.
A decir verdad, el asunto no me motivaba nada; me gustaba mezclar las plasticinas y ver el mapa de combinaciones que se producía allí, eso sí. Claro, con esa “psicodelia” no se puede hacer nada, los seres que se crean así son alienígenas (digo yo). Y la maestra quería la típica formita a cosa verosímil, tipo choricitos finos y asuntos de ese tenor, pedestres y reconocibles. Pues no, cero bola, me empaqué y seguí con abstracciones. Vamos a decir toda la verdad: no era la mejor época de mi vida, razones que no vienen al caso, pero mi mente no estaba para andar haciendo la casita, el perrito (que no tenía), los amiguitos jip jip y todo ese universo empalagoso que no era el mío en aquel momento. ¿Cómo se le va a pedir a un niño que represente lo que no vive en su interior? Un absurdo pluscuamperfecto, pero en esa época había poca psicología. Tá, perdoná, maestra.
La cuestión es que la presión por hacer la obrita de arte para el evento de la visita de los padres era infernal. Presión dura, como si fuera una final de la Copa Libertadores. Siempre odié esos eventos donde todo parecía converger a un mundo de niños adorables y homogeneizados. Lamento, soy algo disidente de todas esas liturgias. Claro, hasta que fui padre y me transformé en un ser herbívoro al que todo eso le parecía maravilloso. Demencial y contradictorio. Que me perdonen mis hijos. Pobrecitos.
Mi mente no estaba entonces en conexión con nada de lo que me planteaba la maestra, ya todos los niños tenían sus obras para ser expuestas ante los padres; más de un padre había ayudado sibilinamente con manualidades ingenieriles -desde sus casas- aportando puentes, sillitas y porquerías varias en miniatura que hacían ver las manualidades de sus hijos como productos de Leonardo Da Vinci. Lo mío cero, nada.
Llegó el día, estoy viendo a mi madre y a mi abuela recorrer el colegio. Cuando llegaron ante mi obra, que era la última de todas, obvio, la miraron y me preguntaron que era. Lo que veían era una plasticina amarronada y achatada, de unos diez centímetros por diez, con forma de almohadón y un punto negro en el medio, obviamente hecho con una plasticina oscura y con forma de pelotita aplastada. Creo que no contesté de entrada y mi abuela -que era la abuela más buena del mundo- me repreguntó suavemente y le dije: “Es una mosca abuela, una mosca sentadita arriba de algo”. Y me di media vuelta y me fui.
Mi obra de arte fue esa. Creo que fue un grito silencioso de libertad.