Opinión | Orsi no puede quedar en orsai

"Para que la inversión fluya, para que el clima económico no dependa de los humores del día, basta una condición: confianza. Sin ella, pulverizamos lo poco que nos distingue"

Washington Abdala
Foto: Archivo

El Estado de Derecho aquí es algo serio, o debería serlo. La previsibilidad ha sido siempre nuestro diferencial en la región: un país que cumple las reglas jurídicas, incluso cuando las reglas molestan. No somos perfectos, pero somos más confiables que varios vecinos. Si estuviéramos en Europa seríamos Portugal; pero estamos acá. Y acá -decía mi abuela- hay que joderse y tomar Quina...

Para que la inversión fluya, para que el clima económico no dependa de los humores del día, basta una condición: confianza. Sin ella, pulverizamos lo poco que nos distingue. Si todo es debatible, si cada paso del gobierno -actual o pasado- se convierte en sospecha, terminamos como tantos países de América: girando al ritmo del titán de turno. Y cuando el titán cae -porque siempre caen- lo que queda es la resaca: 5 de la mañana, sin maquillaje, con varios gin-tonic que te borraron la cordura y te dejaron ojeras: sos Drácula. Cualquiera lo ve. Y el que pierde es el más débil, así que no se trata de defender al “capital” se trata de defender lo que ese capital le genera al último de la cadena. ¿Capisce?

El episodio Cardama es apenas un síntoma. No es un gran escándalo político, pero es un espejo incómodo y algo decadente. Muestra reservas de odio, broncas contenidas, medias verdades y ese maniqueísmo infantil que convierte cualquier desacuerdo en guerra santa. No es un tema grave en lo jurídico aunque tiene errores que nadie niega y deben enmendarse. Es, en todo caso, un asunto revelador. Y lo grave sería no aprender nada de él.

El gobierno tiene la pelota. No es espiando errores ni jugando al detective que se sale de un entuerto. Vivir en la patología te hace patológico. Gobernar es solucionar, gestionar, prevenir. Porque moralistas que se pegan en el pecho vociferando que cuidan los recursos de los uruguayos es creerse integrante de la liga de superhéroes. Hoy todo son imágenes. Más que los argumentos, pesan los gestos. Y algunos rostros de odio, de encono, de rencor semiótico, dicen demasiado. La animadversión no paga. El cinismo tampoco. Un alfil que se adelanta y deja al descubierto al rey… siempre es un error.

Orsi no puede quedar en orsai. Deberían saberlo sus centuriones, si es que los tiene. El presidente debe ser preservado, no ser su carne de cañón. Pero parece que no se pensó así: se lo expone para legitimar, y el resultado es el inverso. Se lo fragiliza. Se transmite improvisación, y se erosiona el liderazgo. Si yo fuera un opositor dispuesto a todo, disfrutaría del espectáculo. Pero no lo soy. Soy un republicano -de los de antes- que quiere lo mejor para el país, incluso cuando me disgustan algunos gobernantes y su pose de sabiondos en la tele. Todo eso es innecesario. Y peligroso.

Ganar el poder implica no rebajarse al barro. Siempre habrá quienes jueguen allí, es inevitable, pero no todos. Si todos se embarran, terminamos en Titanes en el Ring: gritos, golpes, momias pelotudas y coreografías vanas. El país no puede darse ese lujo. La política no es un show de lucha libre: es una tarea árida, puteada por la gente, que justamente por eso exige templanza y virtud. La primera se adquiere; la segunda se busca. Y ambas parecen escasas en estos días. Aún hay tiempo de corregir. No mucho, pero lo hay. Gobernar es pensar por todos, no solo por los propios. Es salir de la patología del necio, que confunde la terquedad con la convicción. Sumar esfuerzos, ampliar márgenes, construir certezas. Todo lo demás -el ruido, el barro, los titanes- es apenas una distracción miserable. Y ya tuvimos demasiadas de esas en nuestra historia.

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