Opinión|Entre el cielo y el infierno

Quien se crea más importante será egoísta.

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Washington Abdala.
Foto: Archivo

Karl Jaspers diría que en la situación límite se revela la naturaleza de quien la enfrenta. No hay ensayo, no hay máscaras posibles. El padre de mi amigo era el médico del pueblo. No un médico más, sino el cirujano de confianza, el que había visto nacer y morir a tantos de su tierra. Era respetado no solo por su destreza, sino por esa extraña virtud que tienen algunos humanos de convertir la profesión en un arte.

En unos días se casaría su hija. El acontecimiento gravitaba en el aire con la solemnidad de un rito: una despedida y un nacimiento, la pérdida y la continuidad de la sangre. El casamiento sería por la noche. La casa estaba sumida en los preparativos, la atención dispersa en detalles efímeros que en ese momento parecían cruciales. Pero en la penumbra del mediodía ocurrió lo inconcebible: su propio padre, el abuelo de mi amigo, cayó y se fracturó la cadera y el fémur; una lesión traicionera que, por el azar médico, perforó las vías intestinales.

El cirujano supo de inmediato la gravedad del caso. El padre de mi amigo pensó y se dijo: “nadie podrá operarlo mejor que yo”. Y así, como el artista que acepta su condena, ingresó al quirófano, empuñó el bisturí con la firmeza de siempre y se enfrentó a su obra maestra: la última en este caso. La cirugía se desplegó con la precisión de un rito trágico, pero su padre, en sus manos, se fue. Hizo todo, y más, pero eso estaba sentenciado.

Afuera, el día seguía su curso. La boda aguardaba, implacable. Alguien le acercó su traje para esa jornada, se lo puso con la lentitud de quien viste una armadura. Caminó hacia la ceremonia con el ademán intacto y la mirada que ya no era suya. En los saludos, en los brindis, la pregunta era inevitable: ¿y su padre? Con una serenidad que solo los dioses conocen, el médico respondía que estaba bien, que todo había salido correctamente.

Hoy podría decirse que aquello fue una “performance” pero los que tenemos alguna cana sabemos que se trataba de algo más terrible: un dilema sin solución. Narrar la verdad era aniquilar la felicidad de su hija; ocultarla, condenarse al tormento de la impostura. No advirtió opción. Así, avanzó entre risas ajenas, sonrisas prestadas y conversaciones vanas. Se dejó arrastrar por la inercia de la fiesta, sin margen para el quiebre. Nadie notó la tragedia que lo habitaba. La noción del tiempo, la geometría de su propio cuerpo, todo se volvía ajeno. ¿Qué pensaba mientras la música sonaba? ¿Si se percibía a sí mismo como un actor o un correcto usurpador de lo funesto? Sabía que estaba haciendo lo correcto.

Piense, lector, si sería capaz de semejante gesta. Y si lo fuera, piense aún más: ¿podría luego sumergirse en la celebración y navegarla sin que la verdad le desgarrara la piel? La respuesta, quizás, no importe. Lo cierto es que lo hizo y lo hizo gloriosamente bien. Al otro día, el mismo traje fue el que usó para el entierro de su padre. Ese traje lleva consigo lo mejor y lo peor de un momento existencial en menos de veinticuatro horas.

Es que el infierno y el cielo juegan a las escondidas y no siempre parecen ser enemigos. Somos el infierno y el cielo, pero siempre debe ganar el cielo, el altruismo, la entrega y el hacer por el otro. Esa es la solución del conflicto. El arrepentimiento nunca es demasiado útil y el perdón es más un acto de liberación interna que algún tipo de reparación.

Seamos kantianos: hagamos lo correcto porque es lo que corresponde hacer y porque además es lo mejor -como obra- dentro de la propia sociedad. La historia del padre de mi amigo, es imponente y revela cómo ante el máximo de presión psicológica siempre hay espacio para la cordura y la generosidad. Quien se crea más importante será egoísta; quien entienda al otro, actuará como el padre de mi amigo.

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