Hoy recuperé mi libertad narrativa, esa que estuvo secuestrada por un cúmulo de deberes, reglas y formalismos legales que me impedían escribir con la expresividad a flor de piel como a mí me gusta. Digamos que estuve como un loro enjaulado, pero con menos alpiste. Pero estuvo potente el desafío. ¡Costó no tomar las curvas acelerando! Prueba superada.
Vuelvo al ruedo expresivo, al terreno pleno de la palabra, sin rodeos, sin laberintos de significados ocultos, sin forzar al lector a leer entre líneas. Lo que pienso, lo digo. Tal cual. Sin anestesia. Guste o no. Como decía Ortega, “españoles a las cosas” (o algo parecido, porque si me pongo a buscar la cita exacta, termino en un loop infinito de referencias académicas y después me tildan de pedante).
Así que aquí estamos, a veces con más humor, a veces con menos, dependiendo de cómo sople el viento de la realidad. Porque seamos sinceros, hay días en que la actualidad es una comedia de enredos escrita por un guionista ebrio y otros en los que parece una tragedia griega en la que todos gritan y nadie entiende demasiado. Si alguien imaginó este presente mundial es falso. Mundo i-ni-ma-gi-na-do. Pero eso sí, siempre con buena fe, con la intención que las cosas vayan a mejor y con la certeza de que las diferencias, cuando se manejan con altura y sin berrinches, nos enriquecen. Digo, escribiendo, al menos.
El problema es cuando las sociedades no se bancan sus propios matices y terminan pintando todo con brocha gorda. Allí marchamos todos por el dogmatismo dominante. Porque cuando desaparecen los grises nos quedamos con caricaturas. Y ahí empiezan los problemas: de un lado, los que ven conspiraciones en cada esquina, convencidos que cualquier intento de diálogo es alta traición; del otro, los que creen que todo es amor y buenas intenciones, como si gobernar fuera un taller de macramé. Bienvenidos a los gobernantes de esta hora que sabrán que hoy en el planeta se come bastante gofio, se dice ¡qué rico! y se sopla, todo al mismo tiempo si es por el bien de la nación. Cualquier otra mirada será estupenda pero no ayuda a nuestra gente. Y siempre se trata de ayudar a los nuestros. Siempre. Y a los hermanos del continente. Siempre.
Ejemplo práctico: en el debate público de hoy, si decís que te gusta el asado, inmediatamente te tildan de carnívoro insensible, enemigo de las lechugas y opresor de berenjenas. Si, en cambio, admitís que disfrutas una ensalada, te acusan de querer destruir la cultura parrillera, de ser un infiltrado del progresismo vegetariano y de, probablemente, odiar a la patria. Lo mismo pasa con los temas más importantes: economía, educación, seguridad. Todo se reduce a eslóganes simplones y gritos en redes sociales.
Prefiero el debate con argumentos, la conversación con matices, la posibilidad de construir desde la diversidad, pero sin que nadie termine insultando a la madre del otro en X. No se gana en esa catarsis. Porque cuanto más diversos somos, cuanto más discutimos -con respeto- mejor nos va. De lo contrario, nos terminamos encerrando en burbujas donde solo escuchamos lo que queremos oír, como si la realidad fuera un club exclusivo donde solo ingresan los que piensan igual. Y así, mis amigos, no se avanza: se patina en el mismo charco mientras el resto del mundo nos mira y se pregunta si alguna vez vamos a aprender a caminar sin tropezarnos con nuestras propias peleas. Abrazo. La seguimos. En unos días vuelvo a las redes sociales. Pido un poco de paciencia, che.