Por Washington Abdala
Andrea Camilleri contó alguna vez que en una selva estalló un incendio gigante que no solo no se detenía sino que avanzaba a pasos agigantados. Los animales esperaron inútilmente a que se aquietaran las llamas, pero no fue así, y todos comenzaron a huir. El último en salir fue el león, quien corrió del alcance de las llamas rápidamente, pero como era el león, el rey de la selva, debía ser el último en emprender la escapada porque ese era su deber.
Mientras asumía la fuga y estaba corriendo a paso firme para salir del infierno ve a un colibrí pequeñito, un pájaro diminuto que con una gotita de agua en el pecho se disponía a meterse raudo entre las llamas. El león se frena y le dice: pero allí está todo en llamas ¿qué vas a hacer? Y el colibrí, mostrando la gotita de agua en su pecho, le dice: “Voy a hacer mi parte”.
Esto es así siempre, cada uno tiene que hacer su parte en el asunto que nos toque por misión en la vida. Punto. Hacerla de buen talante, entregando lo que se tiene y más, sabiendo que la causa justa lo vale y no midiendo consecuencias. La lección del colibrí es la lección de lo que debemos ser y lo que tenemos que ser. Deber ser y ser no son asuntos separables.
La narración de Camilleri es kantiana y tiene una base moral que está subyacente. Todos los que sentimos algún llamado por causas nobles en las que nos involucramos, somos kantianos sin saberlo o sabiéndolo, da igual, estamos construyendo u obedeciendo a máximas de conducta morales que consideramos pertinentes y que se nos meten en la cabeza por alguna razón.
Usted que está leyendo estas líneas sabe bien que no hay manera de mirarse al espejo sin ser una persona íntegra con uno mismo y no saberlo. Conozco gente embromada que tengo claro que ante el espejo saben que ratifican esa ruindad.
Esa es la primera batalla a librar, la de uno mismo, luego está la mirada de la familia e hijos que nos están escudriñando para ver por dónde navegamos, para entender y entendernos, para tomar como valor o disvalor lo que se haga, esos ojos de los hijos recargan el fuego interno de manera exponencial.
No seríamos quienes somos sin la mirada de nuestros hijos, o sea, nuestros hijos nos mejoran, nos ubican, nos enseñan a enseñar, nos obligan a serenar la ira y transformarla en paciencia, reducen la necedad a una anécdota y las estupideces mentales a lo que son. Nuestros hijos nos delatarán sin saberlo, irán por la vida con nuestras señas reales de identidad.
Todo lo que procuramos ocultar, nuestros hijos luego lo mostrarán al mundo y todo lo bueno que sos, lo desplegarán de manera abierta porque sus laberintos ya no son los nuestros, y por eso le descubrirán el juego al primero con el que conversen en una esquina. No hay opción de que ello no sea así. Y debe ser así.
Volviendo entonces al colibrí, de eso se trata este asunto de la existencia, de ser los colibríes siempre, si estamos en el sol o si estamos en medio del incendio de la selva, siempre. Y es fácil decirlo, pero es complicado hacerlo, solo se sabe esto cuando se construyen valores superiores que trasciendan la miseria del momento. Y éste no es un asunto solo para replicar en la retórica de los templos, en las organizaciones, bajo los pilares de nada sino en la vida misma.
La gente buena está en la vida haciendo el bien, callados muchas veces, la mayoría de las veces, y siempre del lado de los que hacen sin necesidad de que los feliciten o les pongan placas de reconocimiento por su “febril labor”. El reconocimiento lo otorga la gente con su recuerdo y allí está la verdadera trascendencia, cuando se vive dentro de otros. No tiene misterio el asunto.
Por eso el colibrí siempre vivirá dentro de otros, porque el que entrega todo por los demás será eternizado en la emoción de los que reciben semejante regalo de vida. Nada más grande que eso. Todo lo demás son minucias que se las lleva el viento. Créanme que es así, el viento tiene la maravillosa condición de limpiar todo, barrer la hojarasca y dejar todo como siempre debe estar.