HUGO BUREL
El domingo pasado, víctima de un cáncer, se murió Antonio Tabucchi en un hospital de la Cruz Roja de Lisboa. Tenía 68 años. Había nacido en Pisa, Italia, un 24 de septiembre de 1943. Italia y Portugal se disputan desde ahora la pertenencia. El más portugués de los escritores italianos, el más italiano de los escritores portugueses. Acaso morir en Lisboa haya resuelto la cuestión. Poco importa: lo relevante es que fue uno de los autores europeos más importantes de los últimos cuarenta años, a partir de la publicación en 1975 de Piazza Italia, su primer libro.
En los años de sus estudios universitarios en la Universidad de Pisa, Tabucchi realizó varios viajes por Europa, siguiendo las huellas de los autores que había descubierto en la profusa biblioteca de un tío materno. Cuenta la leyenda que durante uno de estos viajes, en un banco de la Estación de Lyon en París encontró el poema Tabacaria firmado por Álvaro de Campos -uno de los heterónimos de Fernando Pessoa- en la traducción francesa de Pierre Hourcade. Todavía no sabía que ese sería el tema de los próximos veinte años de su vida. A partir de Pessoa, Tabucchi descubre su pasión por Lisboa. Escribirá una tesis doctoral sobre el surrealismo en Portugal; enseñará Lengua y Literatura Portuguesa en Bolonia. Así, su amor por Portugal lo convierte en un erudito en la obra de su máximo poeta.
Su gran obra con repercusión planetaria y la primera novela que leí de Tabucchi es Sostiene Pereira, publicada en 1994. La historia está ambientada en Lisboa en 1938, en pleno régimen de Salazar. Pereira es un periodista que ha abandonado la crónica negra para dirigir la sección cultural de un periódico de la ciudad. Hombre tranquilo, apolítico, dedicado sólo a la literatura, en especial la francesa, venera el recuerdo de su mujer muerta pocos años antes, con cuyo retrato habla todos los días. Ese mundo rutinario se desbarata cuando Pereira conoce al joven Monteiro Rossi a quien propone escribir notas necrológicas sobre personajes célebres todavía vivos, redactadas anticipadamente de modo que puedan estar listas en caso de muerte del sujeto. Monteiro Rossi, en lugar de escribir las imparciales necrológicas solicitadas por Pereira, se aboca a otras, por ejemplo las de Marinetti o Gabriele D`Annunzio, a los que ataca ferozmente por su adhesión al fascismo. Son artículos incómodos, peligrosos para la época. Así Pereira se debatirá entre el deseo de ayudar a Monteiro Rossi y el de no verse envuelto en las cuestiones políticas agitadas por el joven.
Me resultó imposible sustraerme a ese comienzo de la historia y Sostiene Pereira me atrapó como pocas novelas lo han hecho. El individuo del título me resultó uno de esos personajes a los que solo la literatura puede dar vida, y su entrañable humanidad lo incorpora sin dudas a esa lista de seres de ficción que nos parecen absolutamente reales y próximos a nosotros. Después fui descubriendo otras obras de Tabucchi: Réquiem, La línea del horizonte, Nocturno Hindú, Dama de Porto Pim. Desde entonces, Tabucchi ha sido para mí un referente literario y ético y un autor imprescindible en un tiempo tan indiferente a las honduras que él aborda.
No sé desde cuándo padecía su enfermedad o si su muerte era inminente. Tal vez, en algún lugar del trasmundo ficticio que él mismo había creado, su personaje Pereira tuviera preparada ya la necrológica correspondiente. Escrita por él y no por Monteiro Rossi. En un gesto retributivo, sin duda el periodista del Lisboa tuvo que agradecerle a Tabucchi por haberlo creado con el hábito previsor de encargar notas póstumas por anticipado. Sostiene Pereira que Antonio Tabucchi le hizo decir: "La filosofía parece ocuparse sólo de la verdad, pero quizá no diga más que fantasías, y la literatura parece ocuparse sólo de fantasías, pero quizá diga la verdad". Y así, desde una mesa del Café Orquídea de la calurosa Lisboa, Pereira pensó en esa y otras verdades mientras bebía su limonada tras haber escrito su última necrológica, el obituario de su propio autor.