Masilotti: una procesión por el Cementerio Central, siguiendo la ruta de un viejo mapa del tesoro

Un grupo de curiosos y aficionados a los enigmas caminó por los senderos del cementerio más antiguo de Montevideo. Fue un viaje a los escenarios donde, durante décadas, se excavó en busca de un mito: el tesoro de las hermanas Masilotti

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Eduardo Cuitiño señalando los puntos exactos de las excavaciones, junto a la capilla y sobre el Panteón Nacional. Foto: Andrés López Reilly.

El pasado fin de semana, un grupo de curiosos y aficionados a los enigmas históricos caminó en procesión por los senderos del Cementerio Central. No era una visita guiada tradicional, sino un viaje a los escenarios donde, hace más de medio siglo, se excavó en busca de uno de los mitos más persistentes de Montevideo: el tesoro de las hermanas Masilotti. La recorrida estuvo encabezada por el matemático y escritor Eduardo Cuitiño, autor del libro El misterio del tesoro de las Masilotti, quien desde hace años investiga este caso que mezcla historia, rumor, obsesión y una buena cuota de folclore ciudadano.

Entre tumbas históricas, lápidas peligrosamente rotas y caminos silenciosos, Cuitiño fue señalando los puntos exactos de las excavaciones: el costado sureste del Panteón Nacional, la zona próxima al monumento a los Mártires de Quinteros y otros rincones donde las hermanas Clara y Laura Masilotti, entre 1951 y 1983, insistieron en que un antiguo botín se hallaba escondido. Con humor, el investigador incluso recordó que una de esas excavaciones estuvo a pocos metros de la tumba de un pariente suyo, lo que generó en su familia la broma de que, si el tesoro aparecía, quizá les correspondería una parte.

Las Masilotti, de ascendencia italiana pero nacidas en Estados Unidos, llegaron a Montevideo en la primera mitad del siglo XX y, hacia 1951, ya rondaban los 50 años. Hablaban un italiano fluido que alimentó la fantasía popular de que habían migrado directamente desde la península, pero su historia familiar era más compleja. Criadas en un entorno donde circulaban leyendas de reliquias y objetos de valor procedentes de Europa, estaban convencidas de que en el subsuelo del Cementerio Central se ocultaba un tesoro.

No se trataba -según la reinterpretación de Cuitiño- de cofres repletos de oro, sino más bien de obras de arte, documentos y objetos que en su época podrían no haber tenido un gran precio económico, pero sí un valor histórico considerable.

Las versiones sobre el origen del tesoro eran múltiples y extravagantes: desde bienes escondidos por seguidores de Garibaldi hasta reliquias vinculadas al papa Pío IX. Lo único que parecía no cambiar era la certeza de ellas de que el botín estaba allí, al alcance de quienes supieran leer un viejo mapa y descifrar sus coordenadas.

1951: la primera búsqueda

En la rotonda del Panteón Nacional esperaban a las hermanas un variado conjunto de autoridades y colaboradores: el intendente Germán Barbato, el director municipal Armando Malet, el financista Alejandro Fink, el contratista de la obra Héctor Luis Volpe y un personaje que aportaba un toque esotérico a la escena: el rabdomante alemán Kuno Tessman, especialista en localizar objetos enterrados mediante varillas metálicas.

El abogado Manfredo Cikato, de apenas 24 años, fue el encargado de levantar un acta formal antes de que la pala y el pico comenzaran a abrir el pozo, directamente contra las baldosas blancas y negras del Panteón. Todo esto en medio de una gran polémica. ¿Se excavaría un camposanto? La Iglesia, entre otros, había puesto el grito en el cielo.

Aquel día el cementerio se llenó como nunca. La noticia había generado tanta expectativa que profesores de liceos cercanos llevaron a sus alumnos, evitando así la rabona que, con seguridad, los jóvenes habrían intentado para presenciar la escena. Montevideo vivía un espectáculo pocas veces visto: la mezcla de burocracia oficial, superstición y un fervor casi arqueológico por encontrar lo que prometía ser un hallazgo extraordinario.

Las hermanas habían pedido originalmente permiso para perforar el interior del Panteón Nacional, lo que generó una intensa discusión jurídica. El permiso terminó concediéndose, pero debieron conformarse con excavar por fuera, durante un período máximo de dos semanas. El aval se sustentó en un mapa que Clara declaró poseer, donde se mostraba una capilla antigua con un pasadizo subterráneo que conduciría hasta el supuesto tesoro.

Pese a la parafernalia institucional, el despliegue mediático y la presencia de funcionarios y curiosos, la excavación no arrojó resultado alguno.

1956: cambio de rumbo

Cinco años después, las Masilotti convencieron nuevamente a las autoridades para autorizar otra excavación. Estaban seguras de que habían refinado la ubicación exacta del túnel subterráneo.

Según los nuevos documentos que presentaron y la interpretación de Tessman, el pasadizo no se encontraba junto al Panteón Nacional, sino bajo el monumento a los Mártires de Quinteros, ubicado también en el primer cuerpo del cementerio. El motivo era que allí antes había una capilla, lo que “coincidía” con el mapa.

A esa evidencia histórica se sumó una carta del vicecónsul de Estados Unidos dirigida al Concejo Departamental en 1955, pidiendo consideración para el pedido de las hermanas. La presión diplomática -sutil, pero efectiva- ayudó a que se autorizara una nueva intervención.

Una vez más, el resultado fue nulo. Y, una vez más, el mito creció.

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Zona próxima al monumento a los Mártires de Quinteros. Foto: Andrés López Reilly.

El rol del periodista Dolce

En esta historia aparece un personaje decisivo: Humberto Dolce, periodista de El Diario de la Noche. Según Cuitiño, Dolce siempre lograba llegar primero a las noticias sobre las Masilotti, algo que muchos atribuyeron a un vínculo amoroso con una de ellas.

Dolce no solo seguía cada excavación; también ayudaba a alimentar el suspenso. Se cuenta -siempre en voz baja, siempre en el terreno de lo indemostrable- que durante una excavación arrojó unas monedas antiguas al pozo, con la esperanza de extender el plazo de búsqueda y sumar más capítulos a su cobertura. Sea cierto o no, lo indudable es que su papel en la difusión del mito fue fundamental.

Un tesoro que se mueve

Durante la investigación para su libro, Cuitiño recopiló versiones de vecinos y trabajadores que aportaban nuevos giros al misterio. Algunos residentes de la zona aseguraban que la familia Strauch, propietaria de una fábrica de jabones y otros productos de limpieza frente al cementerio, habría encontrado el tesoro. Otros señalaban a personas diferentes. Incluso los obreros que construyeron el edificio donde antes estaba la fábrica le contaron que, en una asamblea, discutieron cómo dividirían -si llegaban a encontrarlo- el botín que supuestamente yacía bajo sus pies.

Otros intentos y ocaso

Tras los fracasos de 1951 y 1956, las Masilotti no se dieron por vencidas. Hubo nuevas tentativas en 1961, en los primeros años de la década de 1970 y nuevamente en 1983, ya sin la cobertura ruidosa de la prensa, pero todavía con convicción.

Con las Masilotti lejos, otra mujer retomó las búsquedas por su cuenta, convencida de que las hermanas habían interpretado mal los mapas. Pero ninguna exploración dio frutos. Para entonces, el tesoro ya había dejado de ser un objeto material para transformarse en un componente más del imaginario montevideano.

El último libro

Con metodología matemática, curiosidad histórica y un oído atento al rumor popular, Cuitiño reconstruyó la trama completa del caso. Su libro no solo detalla cada excavación, sino que también analiza documentos, mapas, testimonios y contradicciones. Su objetivo no es tanto determinar si el tesoro existió realmente, sino explicar cómo se construyen los grandes mitos urbanos y por qué logran perdurar durante décadas.

“Historias reales, leyendas, pistas y rumores deben ser observados con lógica, pero también con creatividad”, dice el autor, que ya ha abordado otros enigmas célebres como el de Gardel, Jack el Destripador, la Estancia La Aurora o la obra de Pittamiglio.

La pregunta sigue abierta: ¿hubo realmente algo enterrado allí? ¿Lo halló la familia Strauch o algún otro vecino? Cuitiño no afirma ni descarta nada, pero alimenta el mito con pasión, documentación y trabajo de campo (santo).

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