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La otra cara de la Ciudad Luz

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París

VIAJES

No todo tiene que ser Torre Eiffel o el Louvre. Siguiendo el itinerario propuesto en esta nota, se pueden descubrir otros tesoros turísticos en París, menos contaminados por los gentíos.

No hace mucho, pasé una semana caminando alrededor de París. Antes de que empiece a bostezar, déjeme aclarar: caminé literalmente alrededor de París en el sentido contrario al de las agujas del reloj por el perímetro de la ciudad con forma de óvalo. La concebí como una mera entretención, un paseo muy libre por una ciudad a la que había dejado de ver con nuevos ojos hace mucho tiempo.

Cualquiera que haya tomado un taxi del aeropuerto a la ciudad ha visto la manifestación física de esa lógica: la obstruida circunvalación que rodea la ciudad, que tiene varios carriles, conocida como el Boulevard Périphérique. Dentro del Périph reside el pintoresco esplendor de la Ciudad de la Luz. Afuera, la banlieue, como los suburbios son popularmente conocidos, con sus proyectos inmobiliarios, sus tiendas baratas de kebab y malestar social. O al menos eso es lo que aparece en el imaginario colectivo.

Por supuesto, la realidad es más compleja. Los bordes de París y los mosaicos de los barrios más lejanos son variados y fascinantes, que abarcan desde densos enclaves de inmigrantes y sitios industriales rediseñados hasta frondosos bastiones de confort burgués.

Sigo apreciando que lo que popularmente es conocido como Le Grand Paris se convirtió en —nada menos— una causa religiosa para un número cada vez mayor de funcionarios públicos y activistas. No sería exagerado decir que los más entusiastas son Renaud Charles y Vianney Delourme, fundadores del sitio web llamado descaradamente "Enlarge your Paris" (en castellano: “Agranda tu París”). Ellos también son los coeditores del libro "Guide des Grands Parisiens", un compendio de 208 páginas de cosas caprichosas para ver y hacer a través de la Île-de-France, la región administrativa que abarca París y sus alrededores.

Le escribí un mail al señor Charles y al señor Delourme antes de viajar, y ellos me invitaron a conocerlos en su “oficina temporal en el petit París”, lo que resultó ser un café en la Rue du Faubourg Saint-Denis. Sobre el lapso de una hora y media, los dos barbones de 40 y tantos —uno, periodista, el otro, productor de cine y TV— me hicieron participar en una discusión con alto nivel de cafeína sobre los heraldos de una nueva era para Le Grand Paris. También me ofrecerían docenas de sugerencias para mi exploración.

Sobre esa exploración: hice descubrimientos inesperados, casi todos ellos accesibles por metro o tranvía. Para citar solo algunos: me fui de excursión por un bosque, tuve un encuentro cercano con el verdadero corazón embalsamado de Luis XVII y escuché una banda de cumbia en una inmensa fábrica antigua de mármol junto a hipsters franceses que beben cervezas IPA estadounidenses.

Arquitectura descabellada

París
Foto: Shutterstock

Si una sola observación queda luego de una larga caminata el primer día, es que los bordes de París sirvieron como un vasto laboratorio para la arquitectura atrevida y, ocasionalmente, descabellada.

Más allá de los Boulevards des Maréchaux, el anillo interno de las calzadas que marcan los límites que la mayoría de los visitantes de París conocen, la posición uniforme de los edificios de la era Haussmann dan lugar a un loco surtido de estilos y épocas, desde los HBM (por Habitations à Bon Marché) de ladrillos naranjos, hasta sus difamados sucesores, los proyectos megalíticos de posguerra conocidos como HLM (Habitations à Loyer Modéré).

Iglesias y joyas

Ciertamente, iglesias pintorescas y otras joyas del patrimonio histórico de Francia pueden encontrarse fuera del París central, aunque son las menos y están más alejadas.

En mi segundo día llegué a la Basilique Cathédrale de Saint-Denis. Adentro exploré la magnífica y espeluznante necrópolis de la iglesia, que alberga las criptas de los reyes de Francia desde Dagoberto I en el siglo VII. Estar rodeado de los sarcófagos de cientos de monarcas muertos fue exponencialmente más interesante que mis visitas a la basílica de más renombre de París, el Sacré Coeur, que recibe 10,5 millones de visitas al año, en comparación a la de Saint-Denis, que apenas llega a algo más de 130.000. A saber: pude disfrutar de varios minutos ininterrumpidos en la presencia del corazón disecado de un niño rey, y tan cerca como mi aliento empañaba la vitrina.

Caminata por el bosque

El día siguiente trajo abundantes esplendores. El primero de todos ellos: el Bois de Boulogne. Una pradera y bosque urbano de 846 hectáreas, que con senderos fríos y sombreados que serpentean a través de pinos austríacos bien erguidos. Y qué sensación tan extraña y emocionante es salir de esos bosques y contemplar la Fondation Louis Vuitton. El museo de arte diseñado por Frank Gehry, completado en 2014 con un valor reportado en 900 millones de dólares, ha sido elevado, correctamente, en los medios franceses como un símbolo reluciente del renacimiento de los exteriores de París; tal como lo es la casi tan costosa Philharmonie de Paris, que abrió sus puertas en un extremo opuesto de la ciudad en 2015. Instalada en el Parc de la Villette, la creación de Jean Nouvel tiene una silueta sorprendente: un rechazo cuneiforme, vagamente biomórfico de la simetría que se aproxima a través de una amplia explanada cuesta arriba, pavimentada con azulejos en la misma forma de pájaro que cubre la sala de la orquesta.

Después anduve un poco sin rumbo por Boulogne-Billancourt, y así fue como encontré el magnífico Musée des Années Trente ("Museo de los años 30"), el sitio de mi comunión solitaria con la mueblería vintage. Este fue uno de varios museos que tuve más o menos para mí solo cuando lo visité. Otro es el Musée de l'Histoire de l'Immigration, albergado en un monumental palacio art déco en el borde del Bois de Vicennes, donde pude ver una exhibición de Eugène Atget's, con fotografías de inicios del siglo XX de los campamentos romanos que fueron elementos del perímetro de París hasta la Primera Guerra Mundial.

El Brooklyn francés

En el suburbio de Montrouge visité una tienda formalmente llamada La Boutique du Futur, que vendía teóricamente artículos novedosos y útiles, como un sacacorchos hecho de un hueso de vaca y (su mejor producto) una cuchara de bebé con forma de un avión (su nombre: Babyplane). En Gentilly, el próximo barrio, descubrí un enorme pero impecablemente ordenado almacén de vinos y licores, llamado Caves Fillot, situado en una antigua bodega que aún tenía el encantador y rancio olor a barriles envejecidos.

Un poco más al norte y al este, justo al interior del Périph, cerca del río, me encontré con un reluciente callejón de artes, repleto de galerías de aspecto espartano fielmente devotas al grafiti. Más allá del río está la recta final, una excursión de menos de dos kilómetros que me llevó de la orilla izquierda a la derecha cruzando el Pont National, luego de pasar un inmenso patio de trenes de la SNCF y lo que parecía ser un campamento para personas sin hogar —compuesto de carpas y fogatas para cocinar— y, finalmente, hasta el Porte Dorée y mi hotel.

Esa noche, la última de mi viaje, decidí tomar el metro de vuelta al barrio oriental de Montreuil, el que he escuchado descrito, para bien o para mal, como el “Brooklyn de París”. Ahí está La Marbrerie, una fábrica de mármol convertida en un sitio de conciertos. Había una banda de cumbia tocando en su máximo apogeo. Después de un par de cervezas, las caminatas empenzaron a hacerme sentir como si tuviera sacos de arena amarrados a mis extremidades. Así que me tiré en un taxi de vuelta al hotel. Cuando el conductor entró al Périph, circulando lentamente a esta hora de la noche, tuve el pensamiento de que la carretera, que había cruzado varias veces en mi ruta, había dejado de parecer una gran barrera.

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