GENERACIÓN ESPONTÁNEA
Es probable que si hoy le preguntamos a un chico de siete u ocho años si sabe qué es una alcancía, muchos dirán que no tienen idea porque quizá nunca vieron una ni conocen para qué sirve. Alcancía es una de esas hermosas palabras de nuestro idioma que proviene del árabe hispánico -allkanziyya- y que recoge el término kanz, que significa tesoro en árabe clásico. En su origen designa a una vasija, comúnmente hecha de barro, con solo una hendidura estrecha en su parte superior a través de la cual se introducen monedas que luego se pueden sacar si se rompe el recipiente. La palabra alcancía no solo es hermosa sino que nombra un objeto que tiene una cualidad casi mágica o ritual: se le introducen valores dentro que solo pueden recuperarse con su rotura. Occidente transformó la vasija abstracta en un cerdito o chanchita, como se le dice popularmente. Pero, en esencia, la alcancía ha pasado a ser un objeto en desuso, una rareza, un olvido.
Yo todavía conservo una alcancía de cuando era niño, una con aspecto de libro de tapas azules que, en los lados correspondientes al canto de las páginas fajas de metal dorado las simulan, con un orificio circular para introducir billetes y otro dentado para meter las monedas. Por supuesto que también tiene una tapita con llave para poder abrirla sin romperla. Cuando mis padres me abrieron una cuenta de ahorros en el desaparecido Banco de Crédito, me dieron la alcancía. Era una época en que la palabra ahorro tenía algún significado y la posibilidad de guardar dinero sin que éste se desvalorizase por la inflación remitía, más que a una quimera, a un hábito promovido como valor social. Hoy ese hábito no existe y el ahorro prudente y metódico, cuando a la gente le sobra algo, ha sido sustituido por el fantástico poder del plástico que ha cambiado el verbo ahorrar por el más expeditivo "tarjetear" que tiene su correlato en la expresión "lo quiero y me lo llevo". Ni que hablar de los sueños de préstamos al toque promovidos por el Hada Campanita o conocidos comunicadores y periodistas. ¿Para qué ahorrar si la plata surge del plástico o la sola firma?
Según cifras recientemente difundidas, en los últimos cinco años unas 85.000 personas se incorporaron al mercado de créditos, pese a lo cual la relación entre el crédito y el Producto Interno Bruto descendió al 22% en referencia al 45% que existía en el 2001 previo a la crisis. Sin embargo, eso no tranquiliza a muchos que, empezando por el propio Presidente de la República, entienden que buena parte de la sociedad ha caído en las terribles garras del consumismo, palabra que, al contrario de alcancía, me resulta desagradable e innecesaria. La definición de consumismo en el Diccionario de la RAE describe: tendencia inmoderada a adquirir, gastar o consumir bienes, no siempre necesarios.
Esto me recuerda a una genial respuesta que da Woody Allen a la pregunta ¿qué tan largas deben ser las piernas de un hombre?: "Lo suficiente para que lleguen al piso". Entonces pregunto: ¿qué tanto se debe consumir para incurrir en consumismo? Respondo: lo suficiente para gastar inmoderadamente lo que se tiene en bienes que no se necesitan. Pero en tal caso, el tema pasa por una decisión individual y no por un flagelo social. Existe el consumo, no el consumismo, de la misma manera que existen los estúpidos pero no la estupidez, porque ésta es muy difícil de definir en abstracto. Además, la idea de consumismo, que parece tan contemporánea, ya la denostaba Séneca en el primer siglo de nuestra era: "Compra solamente lo necesario, no lo conveniente. Lo innecesario, aunque cueste solo un céntimo, es caro".
Hay una campaña publicitaria del Banco Hipotecario cuya apelación dice: "Ahorrar está bueno porque pasan cosas". Sintético, lacónico y aplicable también a un refresco o a un champú. No obstante, ese mensaje de promoción del ahorro es el único que hoy existe en un océano de propuestas que ofrecen préstamos fast food y tarjetazos. La antigua y sana costumbre de guardar para el futuro, conservadora y desprovista del glamour de lo inmediato, parece una consigna a contracorriente, un anacronismo. Se vive el vértigo del ahora, del ya impostergable y de las cosas irresistibles. El ahorro simboliza una idea del logro que no apela a las recetas instantáneas ni el tronar de dedos del mago. Remite a un hábito de esfuerzo, constancia y responsabilidad personal siempre que algo sobre de lo que se gana con trabajo. Abel Bonnard decía que los pobres se envanecen de sus gastos y los ricos de sus economías. Del ahorro nadie se jacta, y además hoy, por obra de cataclismos económicos, corralitos, devaluaciones y otras calamidades, no tiene promotores ni buena prensa. La alcancía pasó a ser un objeto de museo y una entrañable antigüedad.