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Horacio Quiroga y Alfonsina Storni, la historia de un amor desconocido

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El maestro uruguayo del cuento, Horacio Quiroga, siempre vigente.

LIBROS

Horacio Quiroga y Alfonsina Storni tuvieron un romance intenso y fugaz que el escritor Fernando Klein recrea en una novela histórica.

El primer encuentro fue en el Café Tortoni, ubicado en plena Avenida de Mayo en Buenos Aires. Era 1916. Alfonsina Storni tenía 20 y pocos años. Había llegado a la capital desde Rosario con un hijo y había empezado a escribir poemas para no morir. Así lo dijo en una conferencia que dio en Montevideo en 1938 junto a Juana de Ibarbourou y Gabriela Mistral, poetas. Horacio Quiroga, de 38 años, estaba en Buenos Aires tras haber vivido en Montevideo y en la selva, tras ser un joven desgraciado en París, tras la muerte de su padre, de su padrastro y el suicidio de su esposa Ana María, tras haber matado, sin quererlo, a su amigo Federico Ferrando. El Tortoni era, por aquellos años, lugar de largas tertulias de artistas e intelectuales. Casi todos eran hombres. Entre ellos estaba Alfonsina. Y también estaba Horacio.

—¿Y a mí? ¿Me conoce?

—¿A usted? ¿El loco?

—No, señorita, el loco no, quizás un poco ogro- respondió Horacio con una carcajada, mientras se acariciaba la barba.

—No soy tan mayor como usted, señor, pero sé tratar bien a la gente de su edad. Tengo buena educación. Horacio Quiroga, ¿no es así?. 

Esas fueron las primeras palabras entre Alfonsina Storni, poeta nacida en Suiza y nacionalizada argentina y Horacio Quiroga, escritor uruguayo. O así lo reconstruye Fernando Klein, doctor en Historia, sociólogo, antropólogo y escritor, en el libro Horacio Quiroga y Alfonsina Storni, Amor, locura y muerte (Sudamericana).

En 280 páginas el libro —una novela histórica— recorre la vida de los dos escritores hasta reunirlos en un romance apasionado en sus días en Buenos Aires, en una historia intensa y fugaz que los rescató a ambos, por unos instantes, de una existencia oscura llena de muertes, tristezas, depresiones y literatura.

“Soportando la pesada carga de ser los motores intelectuales de su generación, juntos construirán un mundo de ensueño que funcionará como remanso en una vida amenazada por los fantasmas de la locura y la depresión. Dos suicidas que, durante un breve lapso, fueron felices”, dice el libro en su contratapa. “Estas páginas son también una invitación a adentrarnos en los secretos de una época fermental en ambas márgenes del Río de la Plata y también en la vida de sus personalidades más destacadas. Juana de Ibarbourou, José Enrique Rodó, Emilio Frugoni, Carlos Reyles, Delmira Agustini, Carlos Gardel, entre tantos otros, completan el relato de esta historia de amor tan intensa como poco conocida”.

El inicio del amor

Cerca de cinco o seis años después del primer encuentro en el Tortoni, Horacio Quiroga se dividía sus días entre la provincia de Misiones, donde había comprado tierras en visitas anteriores, algunas venidas a Montevideo y su vida en Buenos Aires, donde trabajaba en el Consulado General del Uruguay en Argentina. En Buenos Aires reunía todas las semanas con artistas e intelectuales en una tertulia que él mismo dirigía, Anaconda.

El día en que todo comenzó, cuenta el libro de Klein, llovía en Buenos Aires. Quiroga se bajó del subte en la estación de la calle Rivadavia y caminó hasta la Confitería del Molino, en la esquina con Callao.

A las tertulias solían ir Emilia Bertolé y Arturo Capdevila, poetas; Vicente Rossi con su mujer, Ana Weiss, cineastas; Emilio Centurión y Miguel Petrone, pintores; Arturo Mom, escritor; y algunos extranjeros que llegaban cada tanto a conversar y discutir con sus colegas. Berta Singerman o Juana de Ibarbourou eran solo algunos de los nombres.

Gabriela Mistral, Alfonsina Storni y Juana de Ibarbourou en Montevideo.
Juana de Ibarbourou, Alfonsina Storni y Gabriela Mistral en Montevideo.

Ese día, cuenta el libro de Klein, llovía en Buenos Aires cuando Quiroga entró a la confitería y la vio. Storni estaba leyendo un poema cuando él se le acercó.

—Es muy lindo el poema. ¿Es suyo?

—Sí, me alegra que lo aprecie.

—Discúlpeme, señorita, ¿cuál es su gracia?

—¿Me encuentra graciosa?

—No, en absoluto. Lo que quiero decirle es si me puede indicar su nombre, escribe Klein.

Quiroga no la recordaba pero igual pidió silencio para hacer un brindis por Storni y darle la bienvenida a Anaconda. A partir de ese momento, la joven poeta, que ya tenía varios libros publicados y era una militante por los derechos de las mujeres, se transformó en parte del grupo.

En esas tertulias empezó la historia entre Quiroga y Storni que Klein reconstruye en el libro. Según cuenta el escritor, el inicio de su relación fue inmortalizado por Storni en uno de sus poemas, Tu, que nunca serás. Allí, la poeta escribió: “Sábado fue, y capricho el beso dado, capricho de varón, audaz y fino, mas fue dulce el capricho masculino a este mi corazón, lobezno alado. No es que crea, no creo, si inclinado sobre mis manos te sentí divino, y me embriagué. Comprendo que este vino no es para mí, mas juega y rueda el dado. Yo soy esa mujer que vive alerta, tú el tremendo varón que se despierta en un torrente que se ensancha en río, y más se encrespa mientras corre y poda. Ah, me resisto, más me tiene toda, tú, que nunca serás del todo mío”.

Las reuniones de Anaconda se siguieron sucediendo. Quiroga y Storni, cuenta Klein en su novela histórica, se mostraban juntos públicamente pero siempre de manera discreta.

“Los dos, transgresores en su tiempo, se amaron sabiendo que eran excepcionales: para ambos la literatura fue su forma de tomar contacto con el mundo, una catarsis por medio de la que afloró lo mejor y lo peor de cada uno; por eso se comprendían entre sí. Quiroga no la sedujo ni la persiguió, ella tampoco: fue un romance de dos compañeros de la vida que compartieron cenáculos, música, pensamientos y que en ese pequeño mundo se cuidaban”, escribe Klein en el texto.

En el libro hay una historia de amor, pero también hay un retrato de la vida de dos escritores que, a su manera, marcaron una época.

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