Donde antes colgaban reses y trabajaba un barrio entero, hoy un museo mantiene viva la memoria

Un museo gestionado por exobreros de la industria frigorífica busca preservar ese pasado para las nuevas generaciones.

museo trabajadores de la industria frigorífica.png
Museo de los Trabajadores de la Industria Frigorífica
N. Roviera

Mientras los viejos frigoríficos del Cerro y La Teja se derrumban en silencio —convertidos en símbolos involuntarios de lo que estos barrios perdieron—, Nicolás Trujillo, exobrero del Frigorífico Nacional, todavía recuerda su número de chapa: 1331. Lamenta no tener su identificación; si no la hubiera perdido, hoy estaría expuesta junto a las de otros compañeros en una vitrina del Museo de los Trabajadores de la Industria Frigorífica. Aun así, otros objetos que marcaron sus 25 años en la empresa —primero en hojalatería y luego en transporte— forman parte del acervo.

El museo nació casi por obstinación. Cuando cerraron los frigoríficos de la zona, el viejo local sindical de la Federación de la Carne quedó vacío y hubo quienes quisieron sacarlo por “falta de uso”. Tras idas y venidas, denuncias y negociaciones, un puñado de jubilados —Sixto Amaro, Sergio Iglesias, Nicolás Trujillo, Jorge Piotti y Víctor Estrade, entre otros— logró firmar un comodato con el Ministerio de Educación y Cultura. La condición para conservar el espacio fue clara: crear un museo que preservara la memoria frigorífica. Y así, entre fotos, documentos, escudos, placas con impacto de balas, viejas máquinas, uniformes, herramientas y relatos, nació un lugar que es mucho más que vitrinas: es la historia viva del Cerro.

El museo —seis salas y un proyecto de ampliación— recupera no solo la industria, sino también la vida del barrio: familias enteras trabajando en los frigoríficos; la inmigración que transformaba un viejo bar local en una verdadera “Babel”; los cines del domingo con localidades agotadas; el día en que Cerro y Rampla jugaron juntos para recaudar fondos para los obreros en conflicto. También conserva las escenas duras del trabajo: estibadores cargando carne congelada al hombro, trepando por cuerdas como Tarzán pero con el cuerpo rendido por el frío; accidentes que dejaban semanas sin caminar o directamente sin vida.

Y hay historias que duelen, que todavía se cuentan en voz baja. Como la de Justo Páez, dirigente del sindicato del Frigorífico Castro, que participó en la huelga de hambre de 1956. Con su novia tenían fecha para el casamiento y el ajuar listo. Pero Páez empezó a debilitarse, siguió igual en la huelga y murió. La historia no termina ahí: su novia, devastada, se envenenó tiempo después. Es una tragedia que los viejos obreros narran con un silencio largo después de la última frase.

También sobreviven anécdotas que mezclan dolor y humor, como otra huelga de hambre en la que, mientras algunos compañeros resistían sin comer en una sala, en el fondo del local hervía una olla sindical que repartía guiso para las familias del barrio. El olor llegaba hasta los huelguistas. “Doble castigo”, recuerda Iglesias entre risas.

museo trabajadores industria frigorífica.png
Extrabajadores de la industria frigorífica
N. Rovira

El museo guarda todo eso: las luchas por botas, cuchillos, túnicas y ropa abrigada para entrar a las cámaras; la conciencia obrera que unió al Nacional, al Swift, al Artigas, al Castro y a la Tablada; y los oficios que ya no existen, como los troperos, los marroneros o los torneros de hojalatería.

Y guarda, también, algo más difícil de catalogar: la memoria de un barrio que se reconoce en su pasado para no perderse en su futuro. En la esquina de Grecia y Holanda, entre vitrinas llenas de historias y silencios, esa memoria vuelve a la vida.

museo trabajadores industira frigorífica.png
Museo de los Trabajadores de la Industria Frigorífica
N. Rovira

Historias de trabajo y luchas.

Quien recorre el museo entiende rápido que la historia de la industria frigorífica no se cuenta solo con fechas: está hecha de objetos que sobrevivieron a décadas de uso, crisis y cierres. Cada pieza remite a una época en la que la industria cárnica instalada en el Cerro era un gigante. A comienzos del siglo XX, los frigoríficos del oeste de Montevideo fueron clave para la exportación y para la consolidación de un proletariado organizado.

Por sus puertas pasaron generaciones de inmigrantes europeos que encontraron en esas instalaciones su primer trabajo en el país. Esa mezcla aparece representada en el museo con láminas y fotografías que evocan apellidos difíciles de pronunciar: Dluzniewsky, Adgauskaite, Liachinski y muchos más. “Los extranjeros bajaban de los barcos y se les decía que en el Cerro había trabajo y venían para acá. Yo jugaba con niños que estaban aprendiendo español”, recuerda Iglesias, quien trabajó desde su adolescencia en carga y descarga del puerto del Frigorífico Artigas.

Sixto Amaro, quien trabajó en el Frigorífico Nacional entre 1959 y 1976 en la que describe como la “mejor sección”, la barraca de cueros —donde se seleccionaban y limpiaban los cueros—, agrega que entre el frigorífico estatal y el Swift (ubicado en Punta Lobos) trabajaban unas 10.000 personas, a las que se sumaban otras 600 en La Tablada —punto clave del sistema logístico para el transporte de ganado— y unas 3.000 más en los frigoríficos Artigas y Castro. En su gran mayoría, todos vecinos del Cerro y La Teja. “Mi vecino, ¿dónde trabajaba? En el Swift. El otro, ¿dónde trabajaba? En el Artigas. Yo, en el Nacional. Y el otro vecino, en La Tablada. En todas las familias había alguien que trabajaba en un frigorífico. Así se fue construyendo el barrio obrero”, afirma. ¿Hablaban de otro tema si se juntaban? “Sí, de Cerro y Rampla”, ríe.

La recorrida por el museo también permite asomarse a prácticas hoy casi olvidadas. Buena parte de las herramientas, donadas por extrabajadores, integran ahora la colección. En una de las salas se exhiben cuchillos, guantes, ganchos y otros implementos usados en cada etapa del despiece, junto a un viejo sello kosher que recuerda la presencia de la faena especializada.

Las vitrinas muestran los resultados de ese trabajo: las latas de corned beef, las de caracú especial Armour Star —de la firma estadounidense propietaria del Frigorífico Artigas— y otras conservas —zapallo, higos, tomates, arvejas y más— que salían del Nacional. Entre ellas se destaca una balanza utilizada para pesar los famosos dos kilos de carne diarios que se entregaban a los obreros como parte de un consejo de salarios en la década de 1960. “Nos los daban a precio de costo. Podías elegir el corte”, explica Trujillo.

museo trabajadores industria frigorífica.png
Museo de los Trabajadores de la Industria Frigorífica
N. Rovira
SOLO SE DESPERDICIABA EL MUGIDO

Los frigoríficos Swift, Artigas, Nacional y Castro compartían algo más que geografía: formaban un mismo paisaje industrial donde casi nada del animal se desperdiciaba. A diferencia de la imagen simplificada de “faena y carne enlatada”, estos gigantes funcionaban como verdaderas industrias manufactureras de la alimentación. Además de carne congelada y del célebre corned beef, procesaban subproductos —hueso, grasa, sebo, sangre, cueros— y aprovechaban la capacidad de sus plantas de conserva para envasar frutas y verduras. Zapallos, higos, tomates, arvejas y legumbres varias salían en lata con destino tanto al mercado interno como a la exportación.

Ese modelo industrial tenía una máxima transmitida por los ingleses que resultó, en la práctica, completamente cierta: “De la vaca, lo único que se desperdicia es el mugido”, recuerda Sixto Amaro. Todo lo demás se aprovechaba. Las pezuñas, los huesos, la grasa y hasta la pata completa se hervían para extraer aceites industriales y otros derivados que alimentaban nuevas líneas de producción. El proceso productivo era tan completo que incluía su propia logística: muchas mercaderías se embarcaban directamente en los muelles de los frigoríficos rumbo al puerto, especialmente en el caso del Swift y del Artigas.

También se recupera la memoria de las líneas de control de calidad. Un muñeco de una obrera ilustra el procedimiento con el que se revisaban los tarros de corned beef: se golpeaba cada lata con un pequeño anillo y, si sonaba hueca, se descartaba.

El relato del museo también permite entender por qué el cierre de los frigoríficos dejó un vacío difícil de llenar. Una placa con impactos de bala recuerda épocas de fuerte conflictividad laboral. Son piezas que no necesitan explicación: hablan del costo de defender derechos básicos y de la tensión entre los obreros y la Policía. Cerca de ellas está un mortero metálico que hoy funciona como una frontera sonora entre pasado y presente. “Metíamos un cuete acá dentro y lo prendíamos. Sonaba más fuerte que las bombas brasileras. Un cuete significaba que había asamblea, dos cuetes que era una asamblea general y tres cuetes que salía una marcha para el Palacio. Todo el barrio lo escuchaba”, cuenta Trujillo, que ofició de guía para Domingo.

Pero el museo no solo recupera los rastros materiales del conflicto: también intenta preservar la memoria de un tejido social que se sostuvo —y se defendió— en comunidad. “La solidaridad que había era grandísima”, recuerda Víctor Estrade, evocando escenas en las que vecinos, comerciantes y clubes del barrio aportaban alimentos y apoyo a los obreros en momentos difíciles. Incluso las rivalidades históricas quedaban en suspenso: Rampla y Cerro llegaron a unirse en un partido benéfico, un gesto que hoy parece impensable.

Esa memoria comunitaria también tiene un capítulo que los jubilados insisten en rescatar: el papel de las mujeres. Estrade recuerda que su protagonismo viene “de muy lejos”, mucho antes de la época de los grandes frigoríficos. A comienzos del siglo XX, cuando aún funcionaban saladeros y los obreros reclamaban un aumento del 5% y el reconocimiento del oficio, hubo enfrentamientos en la zona de Centroamérica y Grecia. “Ese día, 20 mujeres salieron a defender a los trabajadores. Las apalearon y las llevaron presas”, cuenta. Para él, la historia se repite en las décadas siguientes: “Las mujeres siempre fueron protagonistas”.

El museo busca que esa parte de la memoria —la de quienes trabajaron en los talleres de costura de uniformes, en las tareas de control de calidad, y también la de las que sostuvieron las ollas, las huelgas, los paros y los hogares— no quede invisibilizada.

Cientos de objetos y documentos —carnés de la Caja de Compensaciones por Desocupación de la Industria Frigorífica, de la Caja de Auxilio, fichas de trabajadores, boletines barriales— funcionan como estaciones de un relato mayor. No solo muestran cómo se trabajaba, sino en qué condiciones, con qué peligros y con qué resistencias. El visitante empieza a entender que la historia de los frigoríficos no es solo una cadena de innovaciones tecnológicas —la refrigeración, el desposte en serie, la selección de cueros, la exportación a gran escala— sino también una historia de conflictos, de avances sociales y de momentos de quiebre.

“Como consecuencia de mi trabajo en carga y descarga tengo la columna desviada”, recuerda Iglesias. “Había que hacer mucha fuerza; era todo al hombro. Era un trabajo peligroso.” La carne congelada podía —y muchas veces ocurría— desprenderse de la grúa. Él quedó un mes sin trabajar una vez al aplastarle un pie. La estiva podía alcanzar los 20 metros y los obreros trepaban por cuerdas “como los piratas”, sufriendo vértigo o calambres. “La mano, que eran ocho personas, tenía que hacer 17 toneladas de carga por hora. Era un trabajo exigente, pero bien pago”, apunta.

Otro oficio peligroso era la hojalatería. Trujillo señala que en ese sector se trabajaba mucho con estaño y que los vapores eran tan tóxicos que, tras años de reclamos, consiguieron una jubilación especial por insalubridad. ¿Había protección? “No, no… a lo indio”, admite.

museo trabajadores industira frigorífica.png
Museo de los Trabajadores de la Industria Frigorífica
N. Rovira

Otro de los núcleos que el museo busca recuperar es el de los troperos, una figura clave del engranaje productivo que marcó a la zona durante décadas. Amaro recuerda que el movimiento del ganado no era directo desde los campos hacia los frigoríficos: antes pasaba obligatoriamente por la Tablada Nacional, donde se realizaban los controles sanitarios y se marcaban las compras. Desde allí partían los troperos, “gente a caballo”, encargados de conducir cada lote a su destino. El sistema aseguraba no solo la calidad del ganado, sino también un proceso industrial más complejo: los animales no se faenaban al llegar, sino que permanecían cuatro o cinco días en los corrales, donde descansaban, mejoraban su grasa e incluso eran alimentados. “Era una industria”, resume Amaro.

En las salas del museo, los jubilados quieren que esa parte de la historia también tenga su lugar. Los troperos acompañaban incluso las marchas obreras y hoy representan una deuda pendiente de memoria. “Queremos armar otra sala con su historia”, adelanta Trujillo, mientras señala antiguas fotos y mapas del ex Camino de las Tropas, la ruta por la que entraban desde La Tablada, muchas veces después de haber viajado en tren. La intención es que el visitante comprenda que, detrás de cada corte de carne y de cada lata de conserva, también había hombres a caballo que mantenían vivo el circuito productivo del barrio.

Con todo, el recorrido por el museo deja ver también el destino de la industria que marcó al Cerro. Desde mediados de los años 50, la crisis avanzó sin pausa: en 1954 el Frigorífico Nacional ya no lograba abastecer a Montevideo; en 1957 cerraron Swift y Armour; luego llegó la creación del complejo Efcsa para absorber a miles de trabajadores cesantes, y más tarde las reaperturas parciales, los paros, las intermitencias. Pero la tendencia era irreversible. Con el estancamiento económico, el proteccionismo europeo y la caída de los precios internacionales, la industria frigorífica —que entre los años 20 y 50 llegó a emplear entre 10.000 y 20.000 personas al año— inició un declive que terminó por expulsarla de la bahía de Montevideo. Hoy, las ruinas del Swift son base de la Armada, las del Nacional pertenecen a la ANP y en el viejo Artigas funciona el Parque Tecnológico Industrial del Cerro. Lo que permanece es la identidad: una memoria transmitida de generación en generación. Ese legado —hecho de trabajo, de barrio y de una cultura obrera que aún late— es lo que el museo busca que no se pierda.

frigo1.jpg
Ruinas del Frigorífico Nacional
L. Chouciño
EL NACIONAL: UN GIGANTE OLVIDADO

Cuando Nicolás Trujillo salió por última vez por la puerta del Frigorífico Nacional, luego de 25 años de trabajo, nunca imaginó que décadas después tendría que pedir permiso para volver a entrar. “Nosotros quisimos recorrerlo… y no nos dejaron”, recuerda con una mezcla de tristeza y desconcierto. Las ruinas que hoy se levantan en Punta de Sayago no son solo un esqueleto industrial: son, para muchos vecinos del Cerro, la comprobación física de que una época entera terminó sin reemplazo.

Ese vacío es el que registró el realizador Leonardo Chouciño en su serie Lugares olvidados (disponible en YouTube). La recorrida, sin embargo, no fue sencilla. En internet no había prácticamente nada: apenas unas imágenes borrosas en Google Earth que mostraban un rectángulo gris entre malezas. “No sabía si quedaban cuatro paredes o un edificio entero”, cuenta a Domingo. Gestionó permisos con la Administración Nacional de Puertos —actual propietaria del predio desde 2008—, esperó semanas y finalmente fue acompañado por funcionarios y personal de la Armada, que vigila el perímetro.

Lo que encontró fue más desolador que lo imaginado: estructuras carcomidas, techos vencidos, paredes abiertas como heridas viejas. La zona administrativa del exproyecto Gas Sayago es lo único que conserva algo de reciente: vestuarios y sala médica. Hoy también está devorada por los yuyos. “El lugar está cayéndose a pedazos”, resume. Y aun así, hubo algo que lo sorprendió: el edificio central, el que albergaba las cámaras frigoríficas donde colgaban las reses, sigue ahí. Las puertas numeradas, los pasillos largos y oscuros, el silencio helado.

En el recorrido, Chouciño no pudo entrar a todos los rincones: la vegetación es tan densa que algunas zonas quedaron del otro lado de un muro verde imposible de atravesar; otros espacios eran demasiado peligrosos para atravesarlos. “Es un símbolo de algo que nunca volvió a recuperarse”, reflexiona.

La historia reciente del predio lo confirma. Hubo varios intentos de reactivación, desde proyectos portuarios hasta la polémica propuesta del Grupo Moon en los años 2000, frenada por la comunidad. Nada prosperó. Hoy funcionan algunas empresas dispersas en instalaciones menores. Pero el resto parece un “pueblito fantasma” con palmeras acabadas por el picudo rojo y galpones que esperan a que el tiempo termine la demolición que el Estado no empieza.

Trujillo, exobrero, lo siente como un duelo. “Es una tristeza tremenda”, dice. Para él y para tantos que trabajaron allí, el frigorífico era parte del corazón del barrio: un ritmo diario de bocinas, camiones, obreros entrando y saliendo, vida. “No solo el frigorífico —agrega—, también el barrio”. La herida es compartida: el cierre no solo apagó una industria, sino que dejó un vacío urbano que ninguna política ha logrado transformar.

Chouciño evita entrar en debates políticos; prefiere que hablen las imágenes. Pero su serie deja una evidencia difícil de ignorar. De los 12 “lugares olvidados” que ha registrado, solo dos muestran algún movimiento: el viejo aeropuerto y el INOT. El resto permanece igual o peor que cuando él los visitó. Tres meses después de publicar el video, Chouciño quiso entrar al Swift sin éxito: la Armada le respondió que el riesgo estructural era demasiado alto.

¿Encontraste un error?

Reportar

Temas relacionados

premium

Te puede interesar