En la esquina de Cerrito y Solís se erige un testigo silencioso de la devoción y la fe de varias generaciones de montevideanos: el templo de San Francisco de Asís. Este recinto, que alberga una cripta única para aquellos que buscan consuelo y esperanza en el Señor de la Paciencia, es una obra monumental que celebra 160 años de existencia. A pesar de que suele captar la atención de los visitantes durante el Día del Patrimonio -los próximos 5 y 6 de octubre-, la atención no ha sido suficiente para detener su imparable deterioro.
Hace unos días, una moldura de la fachada principal se desprendió, lo que obligó a cerrar la entrada hasta que las reparaciones estén completadas. Aunque tanto los especialistas en restauración como su propio párroco coinciden en que una restauración completa es difícil de lograr, siguen creyendo que este Monumento Histórico Nacional debe ser preservado.
Según Sebastián Ahumada, especialista en patrimonio arquitectónico, el templo, cuyo “precario estado de conservación” fue registrado ya en 2007, es una pieza clave en la historia política, cultural y religiosa de Montevideo. Aunque los planos datan de 1864 y su inauguración se celebró en 1870, sus raíces se remontan a la fundación de la ciudad, concretamente a 1724, con la llegada de los jesuitas. Estos construyeron una pequeña capilla en el terreno donde hoy se ubica el Banco República, que funcionó como iglesia matriz “interina”. En 1740, los jesuitas cedieron la capilla a los franciscanos, quienes levantaron un hospicio, un convento y una escuela, declarándose la Parroquia de San Francisco de Asís en 1840, bajo el auspicio de Dámaso Antonio Larrañaga. En 1856, el nuevo párroco, Martín Pérez, impulsó la reconstrucción del templo, y con los años se adquirió un terreno más amplio para erigir una iglesia que rindiera homenaje a las familias de Montevideo. Así nació el actual templo, un referente único por su “impronta edilicia”.
“El tipo no era un improvisado; sabía cómo orientar el espacio”, reflexiona el párroco Mauricio Cabral al pie del órgano -el más antiguo del país, traído en 1886 desde Alemania- desde donde puede ver toda la nave central y el altar. Se refiere a Víctor Rabú (1834-1907), el arquitecto francés responsable de los planos del templo de San Francisco de Asís y de varios de los edificios públicos y particulares más importantes de Montevideo en su época, aunque muchos de ellos fueron posteriormente transformados o demolidos. Rabú llegó a América del Sur con destino a la provincia argentina de Corrientes, donde trabajaría en una empresa agrícola francesa, pero en 1856 recaló en nuestro puerto. Junto a su compatriota Aimé Aulbourg, constructor de la Nueva Aduana de la ciudad (que luego fue destruida por un incendio), realizó el plano de Montevideo y de varios de sus edificios, los cuales entregó al entonces presidente Gabriel Pereira. El inventario de sus obras es extenso: la Bolsa de Comercio, la Capilla Jackson, la Iglesia San José Conventuales, la Capilla del Asilo de Huérfanos y Expósitos, los cuerpos laterales del Teatro Solís, el Teatro Alcázar, y diversas residencias en la Ciudad Vieja, así como casa-quintas en el Prado. En cuanto al templo de San Francisco de Asís, Rabú trabajó junto al uruguayo Ignacio Pedrálbes, quien, según el arquitecto Sebastián Ahumada, brilló con luz propia al encargarse de los diseños de la iglesia Nuestra Señora de Lourdes, la vivienda de Francisco Gómez (posteriormente adquirida por la Junta Departamental de Montevideo) y la casa-quinta Berro, antigua sede de la Embajada Argentina, ubicada en un tramo importante de Agraciada.
Lugar de devoción y penitencia.
Su madre lo tomaba en brazos y bajaba de rodillas la escalera de la cripta, siguiendo el camino hasta el altar del Señor de la Paciencia. Lo hizo durante años, hasta que él, quien en ese entonces era un pequeño niño, pudo caminar con seguridad. Más de 80 años después, el hombre le relató su historia al párroco Mauricio Cabral: la promesa que había hecho su madre, el milagro concedido y por qué seguía yendo cada viernes, el único día de la semana en el que este mundo subterráneo de la Ciudad Vieja está abierto al público.
Se eligió ese día porque, de los siete de la semana, se identifica con la muerte de Cristo. Además, este espacio casi único en la ciudad -la otra iglesia que tiene una cripta, pero mucho más pequeña, es Nuestra Señora del Perpetuo Socorro y San Alfonso, en el barrio de la Aguada- es, a juicio del sacerdote, un “lugar de peregrinación penitencial”, como lo es la Gruta de Lourdes o la Virgen del Cerro del Verdún. “Los dolientes vienen aquí a pedir”, cuenta. Cada viernes ve, en general, los mismos rostros, que no pertenecen a aquellos que participan en las misas que se celebran en el templo de San Francisco de Asís. Son fieles del Señor de la Paciencia. La cripta es posterior al templo. El plan original del párroco Martín Pérez era que se convirtiera en el Panteón Nacional -finalmente construido en el Cementerio Central-, pero el 14 de diciembre de 1900, el Arzobispo de Montevideo, monseñor Mariano Soler, bendijo el recinto donde ordenó que se trasladara la imagen del Señor de la Paciencia y la Humildad, que había estado primero en manos de los jesuitas y luego de los franciscanos, y que había sido venerada desde la fundación de la ciudad. “No se sabe exactamente su origen; algunos dicen que es española. Lo tradicional es pensar que pertenecía a las misiones jesuitas del Alto Perú”, enseña Cabral, destacando la perfección de los detalles físicos. “Parece hecha con una impresora 3D”, ilustra.
No es la única imagen de alto valor histórico. En la cripta también destacan una Virgen Dolorosa de origen portugués, que perteneció a las misiones jesuíticas -“está recibiendo el cuerpo de Cristo de hombre, pero con forma de niño; es tremenda”, ilustra Cabral con admiración- y un crucifijo español del siglo XVIII, tallado en madera, con un Cristo de ojos de vidrio, una representación de Jerusalén en la base y una serpiente con una manzana en la boca. En los altares, hay representaciones de santos “preferidos” como Santa Rita y San Expedito, así como otras menos comunes, como la Virgen de Begoña y San Luis Gonzaga. También destaca una cruz de hierro de varios metros de altura y unos 400 kilos, que fue la que coronaba la torre hasta que fue derribada por los vientos huracanados de 1923. La cruz quedó retorcida y fragmentada, pero fue restaurada casi un siglo después por el estudio de Francisco Collet.
“Este es un espacio de religiosidad popular. Sobre todo, es un lugar de peregrinación penitencial y ofrece una experiencia espiritual diferente a la de subir a un cerro”, comenta Cabral a Domingo. El ambiente aquí es oscuro -aunque cuenta con una iluminación tenue- y húmedo. La atmósfera, en resumen, invita al recogimiento.
Con 124 años de historia, el lugar ha resistido el paso del tiempo, aunque las huellas de repetidas inundaciones son evidentes. Cabral ha mejorado, por ejemplo, todo el sistema eléctrico y despejado el recinto donde se encuentra la tumba de Martín Pérez, una parte de la cripta que conserva su arquitectura original, sin revoques, y que está ubicada justo debajo del atrio, ya que Pérez deseaba ser enterrado donde pisara todo aquel que ingresara al templo. También ha reparado las bovedillas. “Yo puedo hacer lo básico -explica Cabral-, pero reparar una pared interior para detener el deterioro y las filtraciones no cuesta menos de 250 mil pesos; ni hablemos de un saneamiento general, que puede rondar el millón de pesos”.
“Hay una que me impacta especialmente. Dice: ‘Ayudame a ser feliz’”, cuenta el párroco Mauricio Cabral mientras la busca entre las miles de frases y plegarias escritas en los muros de la cripta del Señor de la Paciencia. Aunque muchas fueron borradas en el pasado -un acto que el arquitecto Francisco Collet considera un error, ya que le quitó parte de su identidad-, aún persisten numerosas inscripciones, y los fieles continúan agregando nuevas. El sacerdote reflexiona sobre este fenómeno: “La gente ha usado las paredes como un cuaderno donde escribe todo su dolor y sus esperanzas, sus necesidades y deseos... Otro espacio donde se dejan marcas es la cárcel. Tanto allí como aquí, son lugares donde convivís contigo mismo”.
Entre las inscripciones hay de todo: desde mensajes que parecen escritos por una mano infantil que pide “por pasar de año”, hasta rezos por salud, reencuentros familiares y de mascotas -o eso sugiere uno que pide que “Saturno” vuelva a casa-, así como deseos relacionados con el trabajo o el cumplimiento de sueños como “ser futbolista”. También abundan los agradecimientos.
Cabral relata una anécdota: “Un señor venía siempre a rezar y un día murió en la calle. Su familia empezó a venir para buscar lo que había escrito, y lo encontraron. Había dejado: ‘Gracias a Dios, Jesús, por toda la ayuda que nos estás dando y lo que nos vas a dar’. La familia siguió visitando la cripta del Señor de la Paciencia en su memoria”. Collet, quien comenzó las tareas de reparación y restauración en el templo y la cripta en 2007, aún continúa trabajando porque siente un compromiso con el lugar. Ha encontrado mensajes fechados desde 1939. “Son testimonios de fe, pero también son parte de la historia del Uruguay”, comenta. Cada inscripción, ya sea una súplica, un agradecimiento o un deseo, convierte a la cripta en un espacio donde se entrelazan la fe y la memoria, creando un testimonio vivo de historias que han atravesado generaciones.
Arte perdido y milagrosos rescates.
La historia del templo San Francisco de Asís está marcada por capítulos de esplendor, tragedias, penurias, y decisiones tanto buenas como malas. Todos coinciden en que es una obra “magnífica”, pero esa misma magnificencia la vuelve inabarcable, y lo que resulta inabarcable es presa fácil del azote del tiempo.
En 1881 se inauguró la nave central, y hacia 1884 se completó el interior del templo. La torre, de estilo medieval, se terminó en 1910. Fue entonces cuando ocurrió el primer revés: un gran temporal. La torre fue reconstruida hacia 1940 en hormigón armado.
A finales de esa década, un devastador incendio destruyó el altar mayor -de 15 metros de altura- que había sido traído desde Valencia en 1899. Lo único que se salvó -¿por milagro?- fueron las imágenes de San Francisco de Asís y Santo Domingo, que comparten el mismo rostro. Estas imágenes, que pertenecieron al convento franciscano y son más antiguas que el propio edificio, pueden ser vistas hoy en día.
El retablo actual es “sobrio”, según la opinión de Collet. A Cabral no le convence demasiado, pues considera que no acompaña la arquitectura original, ya que se optó por una solución más pragmática y económica. Además, al ser mucho más pequeño que el retablo original, se observan reparaciones en la pared, donde antes había ventanales. “Clausuraron el cielo”, bromea el sacerdote, pero luego aclara: “En la arquitectura sagrada, uno camina hacia el cielo, que es el altar, el lugar donde se recibe el pan del cielo. Los ángeles y los santos, dispuestos a los costados, te acompañan en ese camino. Por eso, las ventanas superiores -las de las galerías del piso alto- son blancas y azules. Al cerrarlas, destruyeron la idea original. Mataron un poco de la belleza”. Otra intervención en el altar principal eliminó dos linternas que permitían que la luz alcanzara la cripta.
Siguiendo esa misma línea estética, el párroco comenta que, si contara con los recursos necesarios, mandaría decorar el techo, al menos el ábside y las pechinas, al estilo de la Parroquia Nuestra Señora del Carmen (iglesia del Cordón). “Imagínate los cuatro evangelistas... Estoy soñando...”, ríe.
Lo cierto es que siempre hay cuestiones mucho más urgentes. Sin ir más lejos, hace pocos días se desprendió una moldura de la fachada de la calle Cerrito debido a unas raíces, sorprendentemente lejos del suelo, lo que obligó a cerrar la entrada.
Estos desprendimientos se han vuelto comunes desde principios de la década de 2000. Aunque Collet y su equipo han realizado varias intervenciones desde 2007 -cuando se enfrentaron a problemas “tremebundos”, como un posible colapso de la cúpula principal debido al vencimiento de las cerchas que la sostenían-, el progresivo deterioro del edificio, declarado Monumento Histórico Nacional, no ha podido detenerse completamente. “En aquel entonces, saneamos la torre y las fachadas, pero, sin un mantenimiento posterior, los desprendimientos volvieron a ocurrir”, señala el arquitecto.
Desde entonces, se han demolido los cielorrasos abovedados de mampostería que eran imposibles de conservar, se colocaron barras de seguridad en los cerramientos exteriores de la torre, se remplazaron todas las aberturas, se limpiaron los desagües, se impermeabilizaron las azoteas, se consolidó el campanario y se renovó la parte eléctrica, entre otras tareas.
“El interior del templo estaba inhabitable. Después de tantos años, el agua había penetrado a través de los techos y las bóvedas, y todos los revoques interiores se habían aflojado. Había escombros por todas partes”, señala. Y agrega: “El párroco actual ha puesto una dedicación tremenda. Ha logrado que sea un lugar habitable y acogedor. Y todo ha sido gracias a un gran esfuerzo personal, sin ningún tipo de inversión”.
Entre los logros, se destacan la pila bautismal en su lugar original, la reparación del mueble del órgano y la restauración de varias imágenes, púlpitos y altares. Algunas piezas datan del siglo XVIII, y otras tienen detalles curiosos, como las dos pilas de agua bendita con cariátides en la base, de 1874, decoradas con conchas marinas procedentes de las islas Mauricio, que, según la tradición, fueron traídas por un pirata llamado Molina.
A pesar de la reciente moldura caída, el diagnóstico que Collet hace de la fachada principal es “aceptable”. Sin embargo, no aplica el mismo calificativo a la fachada sobre la calle Solís. Solo una cuarta parte de la superficie -la cercana a Cerrito- ha sido restaurada, y no se ha podido avanzar con el resto. La fachada en peores condiciones es la que da hacia el centro de la manzana, fuera de la vista del público y los fieles. “Parece una ruina jesuítica”, compara Collet. Solo quedan ladrillos; de los grandes arcos, apenas “quedan arquitos”. Si se contara con fondos para intervenir en esta zona, los técnicos tendrían que hacer una reconstrucción, ya que su restauración sería imposible.
Collet añade: “En 2007, la iglesia estaba en ruinas, y hoy hay acceso a la nave central, a los espacios interiores y a las galerías; se han restaurado imágenes, altares y el presbiterio, entre otros elementos. Pero todo se ha logrado por pura vocación y con muy pocos recursos. Y este edificio es un monstruo impresionante”.
El arquitecto recuerda que, hace unos años, se recibió un aporte económico del BROU -cuya sede central está en diagonal por la calle Cerrito- y diversas donaciones particulares, que han impulsado las distintas etapas de trabajo. Sin embargo, recalca que estos fondos son solo “auxilios” para mantener el edificio en pie. La Arquidiócesis de Montevideo es la propietaria del templo.
“Este es un patrimonio muy importante de la ciudad, que trasciende cualquier religión, filosofía o partido político. Es un testimonio de nuestra cultura y de la arquitectura de los primeros inmigrantes que construyeron Montevideo. Podremos construir torres de cristal, pero este patrimonio es irreemplazable. Es único”, concluye Collet.
Libro 1, folio 27 vuelta. Con esa indicación, el sacerdote Mauricio Cabral ya sabe dónde buscar. En pocos segundos, regresa a su oficina con un libro de tamaño considerable, páginas amarillentas y tapa dura. Lo muestra: es la partida de matrimonio de Giuseppe Garibaldi con Ana María de Jesús, realizada el 26 de marzo de 1842. Este es uno de los muchos documentos históricos que conserva la parroquia San Francisco de Asís. Otro es la partida de defunción del Brigadier General Juan Antonio Lavalleja, del 24 de octubre de 1850 (su fallecimiento fue el día 22), la partida de matrimonio de Lorenzo Batlle con Amalia Ordoñez, el 16 de julio de 1855, y la partida de bautismo de José Pedro Varela, del 3 de agosto de 1845, así como la partida de bautismo de José Pablo Torcuato Batlle y Ordoñez de 1858, cuando ya tenía 2 años. Cabral trae más libros, pasa las páginas, y ahí aparecen, escritos en perfecta cursiva, los apellidos de las familias insignes del Montevideo de la época.
Si esos apellidos no aparecen en las partidas, surgen en otros detalles. Por ejemplo, uno de los altares del templo, construido en madera, fue donado por la madre del General Máximo Santos hacia 1880; otro, de mármol, fue donado por la familia Artagaveytia en el siglo XX. Incluso hay un cuadro de Juan Manuel Blanes. Y, entre todos, no podía faltar José Gervasio Artigas: a la entrada de la cripta hay un Cristo que estuvo en la capilla levantada por los jesuitas en la fundación de Montevideo, que luego pasó a los Franciscanos, donde erigieron un colegio en el que estudió el prócer. Así que Cabral dice sin dudar: “Era a la que le rezaba Artigas”.