A comienzos del siglo XX, en plena era del jazz y la experimentación sonora, el vibráfono irrumpió con timidez pero con un color particular. El instrumento se inventó en Estados Unidos y combina elementos del xilofón y del piano. Su magia sucede con láminas de metal, un pedal de resonancia y un motor que genera un sonido metálico, aéreo y cálido a la vez.
A lo largo del tiempo pasó por distintos géneros: Benny Goodman lo incorporó en sus bandas de swing, Roy Ayers lo llevó al funk y Gary Burton al jazz contemporáneo. En América Latina también se lució en fusiones con el tango y la música caribeña. Por ejemplo en El día que me quieras, de Gardel, el primer acorde que se escucha es el de un vibráfono.
Un siglo después, ese instrumento sigue siendo un raro protagonista. Pocos lo tocan de forma exclusiva, menos aún lo enseñan. En Uruguay, uno de los nombres que aparece detrás de esas placas vibrantes es el del músico Maxi Nathan. “Sigue siendo un instrumento ‘extraterrestre’”, bromea el percusionista y compositor.
Nathan lleva más de una década recorriendo escenarios de América y Europa. Cuando charla con Domingo, por ejemplo, lo hace vía Zoom desde Bruselas, donde se presentó el día anterior. Viajero frecuente, conserva, sin embargo, un anclaje en Uruguay. De regreso a Montevideo, presentará Desde el vibráfono, un espectáculo en el que el instrumento deja de ser solo un medio para transformarse en una excusa narrativa, una lente a través de la cual contar historias (ver abajo).
Arrancar jugando
Mucho antes del vibráfono, pasaron otros instrumentos por las manos de Maxi Nathan. Hijo de un violinista y de una arquitecta que tocaba el piano, creció en un hogar donde la música era parte del aire. “No fue algo que me cuestionara, estaba ahí”, cuenta. Comenzó estudiando violín junto a su hermano, hoy también músico profesional. Más adelante, descubrió la batería, como quien descubre un nuevo juego.
“Con mi hermano creamos una batería con cosas de cocina. Por ahí las ollas eran los platillos y los tapers eran los tambores”, recuerda con humor. Luego, como regalo del día del niño, llegó su primera batería y con ella empezó a tomar clases del instrumento. La adolescencia estuvo marcada por una banda de rock que llegó a las semifinales del concurso Pepsi Unplugged, cuando él tenía apenas 12 años. “La banda se llamaba 7 días —recuerda con una risa tímida—, es raro hablar de esto porque no lo cuento hace mucho”.
El contacto con la música clásica fue otro de esos elementos que estuvieron siempre ahí, como un telón de fondo inevitable. A través de su padre, que trabajaba en orquestas, se familiarizó con ese universo. Fue en el conservatorio donde conoció el vibráfono y donde ese instrumento le cambió el rumbo. Algo hizo clic. “Me enamoró la posibilidad de pegarle a una lámina y que el sonido quedara ahí, suspendido. Eso no lo tenía ningún otro instrumento”, rescata.
Uno de los hitos de su formación fue estudiar en Alemania con David Friedman, un vibrafonista legendario que dirigía el departamento de jazz de la Universidad de las Artes. Nathan recuerda haber rendido la audición tres veces antes de ingresar, y haber renunciado a una orquesta en Uruguay para poder aprovechar aquella oportunidad. “Él me decía: ‘Si no venís ahora, perdés la chance, porque yo me jubilo’; así que fuí”, cuenta.
La decisión marcó un antes y un después. Estudiar en Berlín significó aprender de un gran maestro y adentrarse en un enfoque distinto donde una música más estructurada puede convivir con la improvisación. Ese cruce es lo que él sigue explorando hoy e impulsa sus otros proyectos: Ñu, el colectivo de improvisación dirigido por Santiago Vázquez; La Jarana, que mezcla murga y jazz; y la Orquesta Sinfónica Nacional, cuando el repertorio lo permite.
Crear y compartir
En 2021 lanzó su primer disco solista, titulado Si me voy a dormir. Un trabajo lleno de capas, gestado durante la pandemia, a lo largo de noches de creación —de ahí también sale el nombre— y de una necesidad profunda de ordenar lo vivido. “Fue como tirar un balde lleno de cosas que guardaba. Pensé: ‘Esto no solo lo tienen que saber las personas a las que cuento mis cosas, o mi psicóloga, lo tengo que hacer música y grabarlo’”, comparte entre risas.
Allí reunió composiciones propias, arreglos de temas tradicionales como Elena, Elena, un clásico de la plena acá popularizado por Sonora Borinquen; y colaboraciones con músicos como Julieta Rada y Leo Maslíah. La propuesta no fue una grabación al uso, sino una especie de laboratorio afectivo.
“No quería tener una banda fija, quería tocar con mucha gente. Que cada encuentro fuera un intercambio”, dice sobre el trabajo donde confluyen la canción, el jazz, la música popular uruguaya y la improvisación. El resultado fue, como casi todo en su trayectoria con la música, difícil de clasificar por género, pero coherente desde su sentir.
En 2023, junto a su hermano, el violinista Federico Nathan, lanzó el disco Diálogo, donde atraviesan estilos como el jazz y la música clásica.
“No hago jazz tradicional, ni plena, ni cumbia. Pero me acerco a todo eso”, subraya y hace mención a la pareidolia, ese fenómeno psicológico donde la mente interpreta estímulos ambiguos, como cuando uno ve rostros, animales o objetos familiares en la forma de las nubes.
“Así veo yo la música. A veces rasco un poquito la pared y salen flores”, dice aludiendo a una imagen que le sale sin esfuerzo y que podría definir su forma de hacer música. Quizás por eso el vibráfono le resulte tan afín: un instrumento que no impone límites, que deja que el sonido se estire, como si invitara a explorar sin mapas. Un espacio donde el azar tiene permiso, y el error, también.
“Me gusta improvisar, no garantizo que siempre quede bonito, pero me gusta intentar. Cambiarle la rítmica a un tema, jugar con los colores como si fuera un cuadro”, sostiene Nathan, para quien la música es no solo un espacio para probar cosas, sino también una forma de generar las condiciones para que algo florezca.
Cuatro músicos, un viaje sonoro y un rito breve
Desde el vibráfono, el concierto que Maxi Nathan presentará el próximo sábado en Sala Magnolio —la cita es a las 21.00 y las entradas se venden por Redtickets— surge de una necesidad muy simple: contar. Explicar qué es ese instrumento, de dónde viene, por qué suena como suena, quiénes le dieron vida. Pero también mostrar lo que puede hacer hoy, en manos de quien lo lleva hacia otras fronteras. Se propone como una foto sonora del momento, una imagen en movimiento que, como toda improvisación, genera algo único. “Lo pienso como una clase de ensamble con público. Hay un guión, claro, pero también mucha libertad para jugar”, explica. Habrá, entonces, lugar para que el público vea —y escuche— cómo se construye una música en tiempo real. “La música, para mí, tiene que tener algo de jam session, de encuentro único”, subraya.
En escena estarán Martín Ibarburu en la batería, Nacho Mateu en el bajo y Ana Clara Fleitas en teclados y voz. “No sé si va a volver a pasar”, dice Nathan, y lo dice en serio ya que el trío que lo acompaña vive entre Montevideo, Nueva York y Alemania, y apenas coinciden en el mismo lugar cada tanto.
La propuesta parte del vibráfono como excusa narrativa. En el repertorio convivirán composiciones propias con relecturas que atraviesan géneros desde nuevas perspectivas. Por ejemplo Memories of You, tema clásico que popularizó Benny Goodman, será llevado al terreno del milongón; también se hará un homenaje a Roy Ayers —referente del vibráfono, fallecido este año— y menciones a la obra de Alfredo Naranjo, vibrafonista fundamental en la música venezolana. Cada pieza será un punto de partida, no un destino. Lo que suceda en escena dependerá, como en toda jam session, de la escucha, la interacción, el riesgo compartido. Es así como Desde el vibráfono propone un rito breve con cuatro músicos en sintonía y un puñado de canciones que se abren al juego. Nada de eso volverá a sonar igual. Porque lo que ocurrirá en escena no busca durar, sino arder un rato y desaparecer.
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