Con los Capitanes del Miranda

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El País

MARÍA INÉS LORENZO

"Es increíble el recibimiento que nos hacen en el exterior; siempre piden que toque la cuerda de tambores o se baile tango", asegura tripulante del buque.

Tengo un nene de cuatro años y nunca estuve en su cumpleaños", dice uno. Y otro: "Se disfruta muchísimo pero siempre se ansía volver a tierra". O: "Aprendés a valorar más tu país, los afectos". Y finalmente: "Uno termina descubriendo sus fortalezas pero también las debilidades". Todos son tripulantes del buque Capitán Miranda y responden así a la interrogante de cómo es convivir durante días y meses embarcados por mares de todo el globo.

Aunque con costos personales, el fin es patriótico: difundir la cultura nacional en los puertos extranjeros. Y ellos lo pagan, viven en una interna tan compleja y gratificante como poco conocida, y que sin amor ni vocación no se toleraría ni tendría éxito, concuerdan los marineros.

Apenas siete horas con ellos, en la travesía que realizó estos días el buque desde Montevideo a Punta del Este, bastan para recrear el clima dentro del barco más famoso del país.

Antes de partir. Siete de enero, ocho y media, mañana soleada y agradable. En el Puerto de Montevideo aún reina la tranquilidad, salvo dentro del Velero Escuela Capitán Miranda, donde unos 90 tripulantes (uniformados, unos con trajes negros y otros blancos) caminan de un lado a otro asegurándose de que todo marche bien: motor, velas, teléfonos, servicio meteorológico, planos marítimos... y más detalles. "Los momentos previos son siempre un gran descontrol, pero controlado", dice el capitán de navegación Daniel Di Bono.

A las nueve está prevista la salida del Capitán Miranda hacia Punta del Este, destino en el que los tripulantes convivirán allí dentro, sobre el mar, hasta hoy, cuando emprendan el regreso.

"Cada viaje, sea de diez días o seis meses, se planifica con la misma responsabilidad porque durante ese tiempo es el propio buque el que oficia como nuestra casa", señala Di Bono, mientras observa los movimientos de sus compañeros y agrega: "No sólo hay que cerciorarse de que funcione su parte mecánica sino también de que haya abastecimiento de alimentos, agua, productos higiénicos... todo lo necesario para vivir".

Maniobra de timón. Son las nueve de la mañana y el buque aún sigue anclado en el puerto, hamacándose al ritmo del oleaje, mientras los marineros ultiman los detalles y los 20 invitados de la Armada Nacional que también viajan recorren entusiasmados los distintos rincones del buque.

El panorama es similar hasta las diez, hora a la que finalmente se zarpa. Lo anuncia a través de un megáfono Ricardo Della Santa, comandante en jefe de la navegación, es decir, responsable del viaje: "Atención. A ocupar puestos de cargo". Luego de que cada uno se dirige a su lugar, toda la atención se centra en el puente de navegación, una pequeña habitación dispuesta en el centro del barco donde el cabo Leo Falcón realiza los giros del timón, siguiendo las órdenes de Della Santa.

Maniobra va, maniobra viene, la goleta de tres palos (como se lo define al Capitán Miranda en la jerga marítima), comienza a adelantarse lentamente, hasta alcanzar una velocidad de nueve nudos, que acá en tierra, equivalen a 16 kilómetros por hora. "Al principio, el barco va a andar a motor porque no hay viento suficiente como para que lo haga con las velas", explica Falcón, y Della Santa agrega: "Cuando el viento sople más fuerte sí se van a levantar".

Eso sería lo ideal, porque el buque está construido para que navegue a vela y tiene un sólo motor, muy pequeño para sus sesenta metros de largo y ocho de ancho. "Tiene 700 caballos de fuerza, cuando el resto de los barcos es de 4.000", detalla Di Bono. Además, este viaje al Este se caracteriza por ser de instrucción, lo que significa que de los 90 tripulantes, 18 son jóvenes recién recibidos que viajan por primera vez. "Vienen para aprender cómo se trabaja aquí, y, entre otras cosas, hay que enseñarles a subir y bajar las velas", indica el capitán de navío.

Sacrificio que vale. Las primeras horas de la navegación transcurren con tranquilidad. Tanto, que los tripulantes ponen música alta de lo más variada: Shakira, El Cuarteto de Nos, Sabina y José Luis Perales. "La pasan mal acá", ironiza con humor el invitado Gonzalo Trías (39), integrante de la hermandad de la costa, una organización mundial con tres sedes en Uruguay, que nuclea a personas aficionadas al mar.

"Es importante trasmitir buena onda, sobre todo cuando convivimos meses, porque a veces es bravo", responde Diego Lorenzi, jefe del departamento de Suministros, quien se encarga de la logística de a bordo.

Si bien dentro de la tripulación reina el compañerismo, a veces navegan por discusiones o malentendidos: clásicos roces de la convivencia. Extrañar la familia y los afectos, no poder "escaparse" del barco cuando uno quiere aislarse, son experiencias fuertes de sobrellevar para todos los tripulantes.

Pero luego hay recompensa. "Es un trabajo sacrificado, pero lo vale. Basta con sentir el aroma del mar, su ruido", confiesa compenetrado el capitán Di Bono. Lo mismo opina Margarita Pérez, suboficial de segunda, encargada de la administración del velero, quien confiesa que representar a Uruguay es una de las cosas más gratificantes.

"Es increíble el recibimiento que nos hacen en el extranjero. Siempre claman que se toque la cuerda de tambores o se baile tango, dos espectáculos que realizamos cada vez que llegamos a puerto para difundir la cultura nacional", señala Pérez.

"En La Coruña, España, por ejemplo, una vez nos esperaron en el muelle más de 600 personas, entre españoles y uruguayos, sólo para presenciar esos bailes. ¡Y no esperaron con mate y torta fritas!", recuerda Di Bono.

Y reflexiona: "Capitán Miranda ha dejado de ser un barco propiamente de la Armada para tranformarse en el símbolo de un país".

Cambio de vela. Trece horas. El viento sopla más fuerte, a tal punto que impide sentir el calor del sol. "Vamos a izar las velas ahora", le dice el comandante Della Santa a Di Bono. Segundos después, un silbato anuncia el gran momento. Sobre todo para los recién egresados, que aseguraban sentir una mezcla de alegría, nervios y responsabilidad. "Es como empezar a hacer la carrera de cero porque la práctica es distinta a la teoría", dice la joven Estabelis San Martín (22), poco antes de concentrarse en su tarea.

A las 13:20 los marineros comienzan a cinchar de cuerdas gruesas y el barco se escora (dobla) de a poco hacia la izquierda, quedando inclinado a 30 grados del agua. "Es espectacular", comentan varios de los invitados, pero otros opinan lo contrario debido a los mareos de la inclinación.

A las 14 horas las velas ya flamean sobre el viento. Di Bono detalla que la altura máxima del palo que las sostiene es de 36, 5 metros, y la superficie total con velas del barco es de 1.000 metros cuadrados. El buque comienza entonces a hacer gala a su nombre y la velocidad disminuye a siete nudos, que serían unos 14 kilómetros por hora.

"Una ciudad aparte". Así describen todos los tripulantes al Capitán Miranda. Pese a su relativo tamaño, es un barco que genera su propia electricidad y agua potable, tiene computadoras con Internet, un teléfono con línea a tierra y otro interno, aire acondicionado, dormitorios, baños, un ambiente diseñado con madera laqueada que oficia como living y comedor y una cocina en donde hay chefs que siempre preparan comida casera.

A bordo funcionan cinco departamentos: Navegación (traza las cartas por donde transitará el barco), Cubierta, (incluye la parte de marinería), Máquinas, Suministros y Guardias Marinas, integrado por los jóvenes recién recibidos de la Armada. "Entre todos los departamentos somos unas 90 personas", señala Della Santa. "Además siempre viaja un médico, por si surge algún imprevisto de salud", agrega.

"Aunque cada uno tiene una tarea específica nos ayudamos mucho. Todos sabemos hacer de todo, y esa es nuestra premisa, porque el mar no hace diferencias", señala Di Bono, y resalta que el buque tampoco podría funcionar sin el apoyo del Ministerio de Turismo, el de Defensa, el Instituto Nacional de Alimentación y varias empresas que proporcionan alimentos y dinero para mantener el barco.

A las cinco de la tarde los tripulantes comienzan a bajar las velas y se enciende el motor. Al mismo tiempo, en la cocina preparan unas roscas dulces para la merienda. Todavía falta una hora de viaje para llegar a Punta del Este, el destino de esta vez, uno más en los centenares de puertos que ha tocado el buque, él y sus 90 conductores.

De vueltas por mares del mundo

El Capitán Miranda fue construido en 1930 primero como barco hidrográfico, en el puerto de Cádiz, España. En 1977 se reformó como Velero Escuela y en el 96 se lo reparó pieza por pieza, diseño que se mantiene intacto hasta hoy. "Es un barco que se caracteriza por difundir en el exterior el arte, la producción y el turismo nacional, portando mensajes de paz y fraternidad", indica el capitán de navío Daniel Di Bono.

La popularidad del barco no es casual: en 1987 marcó un nuevo hito en la historia del velero, convirtiéndose en el primer buque de la Armada Nacional en dar la vuelta al mundo, recorriendo 34.101 millas, o sea, 63.155 kilómetros.

El Capitán Miranda participó también en la Regata (competición de velocidad) que conmemoró los 500 años del viaje de Cristóbal Colón, en la que obtuvo el primer puesto entre los países latinoamericanos y el tercero entre los buques escuela de todo el mundo.

El nombre del barco es en homenaje al capitán de navío Francisco Prudencio Miranda (1869-1925), eminente marino uruguayo, también hidrógrafo, historiador y conferencista sobre temas de mar.

Las cifras

63.155 Es la cantidad de kilómetros que recorrió por distintos mares y océanos el Capitán Miranda, cuando dio la vuelta al mundo en 1987, un hito del velero.

1.000 Es la cantidad de metros cuadrados de superficie de velas que tiene el Buque Escuela Capitán Miranda. Dos de ellas fueron pintadas por Páez Vilaró.

700 Cantidad de caballos de fuerza que tiene el motor del barco. Éste mide unos 60 metros de largo y unos ocho de ancho, detalla el tripulante Daniel Di Bono.

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