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Carme Ruscalleda, una chef que defiende la buena cocina a espada y delantal

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Carme Ruscadella

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En 2018 decidió cerrar su exitoso restaurante. Hoy la catalana defiende su profesión desde el lado de la enseñanza.

Si hubiese seguido su deseo adolescente, sería artista. Pero Carme Ruscalleda creció en una familia en la que estaba la convicción de que para vivir bien, o al menos llevar al pan a la mesa, debía seguir un camino seguro. El negocio familiar no le dejó mucha alternativa. Alguien debía dedicarse a estar detrás del mostrador que ofrecía al público fiambres y embutidos, una chacinería que, un tiempo después, marcaría diferencia con las tantas otras que se encuentran por España. La suya se convirtió en un restaurante de prestigio para la crítica y el público, a pesar que hubo noches, durante los inicios, en las que a sus mesas no se sentó nadie.

Para Carme no hubo una formación académica de prestigio. Sus estudios estuvieron relacionados a la chacinería, siempre allí, donde nació y creció, en Sant Pol de Mar, un escenario que defiende y en el que atendió y cocinó con técnicas que iba aprendiendo por cuenta propia. Cuando Carme habla con medios españoles, su acento imprime en su castellano el rasgo de una voz que tiene como costumbre y origen el catalán.

Hoy, y a pesar de haber cerrado las puertas de su restaurante Sant Pau para dedicarse a otros proyectos hace dos años, es una apasionada del conocimiento culinario más allá de la práctica y en su academia Cuina Esudi investiga, crea y enseña junto a su esposo Toni Balam.

Sí. El restaurante que le dio fama internacional y la llevó a trasladarse por Occidente y Oriente viene de un legado familiar. No tanto por la cocina en sí, sino por el espacio donde emprendió sus primeros pasos como cocinera. Pero el negocio familiar no está solo prendido de la chacinería, sino de la historia de amor que la chef empezó bastante antes de Sant Pau y mucho antes todavía de la fama. Cuenta Carme que tanto para ella como para su esposo el negocio era tan importante, que la boda se celebró un lunes, para no estorbar la jornada laboral. Eso sí, dice, “si no tuviera a Toni estaría enferma. Yo no necesito salir. Él me obliga. Luego salgo y disfruto mucho. Es más lúdico que yo”.

La cocina se convirtió en el área en que pudo mezclar arte y herencia, pero también la transmisión del poder que tiene respetar al alimento. En una charla con El País de España lo dejó claro: “Si el producto natural es 10 puntos, hay que buscar la forma de que en la cocina no lo estropees. He conectado con jóvenes que no tenían amor a una hoja de acelga. Y creo que nuestra cocina pone valor tanto a una hoja de perejil como a una gamba (langostinos)”. Reconoce el poder de un plato que se ve bien, pero se aleja de la comida hecha para la fotografía, prefiere la que genera lágrimas o recuerdos o imágenes que pasan más por el paladar, el olfato, la retina o el cerebro, que por una máquina y su obturador.

Carmen se ha consagrado como una defensora de la libertad y creatividad del cocinero y en destrozar la dicotomía entre tradición y plato moderno. Lo suyo es llevar sabores de su Cataluña, pero desmontarlos para convertirlos en un plato más ligero, digerible, bello. Carme juega con palabras como “emoción” y “felicidad”, aboga por estas en sus videos en redes sociales y en sus libros; el último lleva la marca de la cocinera en el nombre: Felicidad, de 2018. Lleva publicados unos 18 libros en su carrera. Ahora aprende a explotar el potencial de Instagram.

Ser una michelín.

“Cuando llega una estrella, y en nuestro caso en un pueblecito desubicado desde la gran ciudad, es un chute de fuerza y presentación al público en general. Mis vecinos, que alguno que no había estado criticaba con aquel chiste hace 30 años ‘nada en el plato, todo en la factura’, sin haber estado, tomó consciencia de que si hay una estrella algo tendrá de valor”. Las estrellas Michelín, en su historia que todavía no llega al siglo, han sido tan aclamadas como criticadas. Carme es de las que se posiciona del lado de la gratitud a la guía. “Aunque mis padres siempre me apoyaron, mi padre no lo entendía. Si venía con amigos, me decía: ‘No hagas tanto paripé. Tráelo todo de golpe y punto’. El ritual de primeros, entrantes y cambiar cubiertos no le hacía gracia”. Su prestigio era algo que asustaba a su padre, uno de los tantos preocupados con el precio que ponía a los platos. Así y todo, sus padres hipotecaron la casa para comprar el hostel viejo donde ella puso su Sant Pau. La veían segura, la misma seguridad que convenció a los que la vieron retirarse de los fogones de su vida.

Hace dos meses, en una entrevista para la entidad que otorga el reconocimiento la chef habló sobre lo que significó para ella y su restaurante haber recibido la primera estrella a tres años de haber abierto, a comienzos de los años 90. En otras charlas ha reflexionado sobre ser una de las 13 mujeres que figuran con tres estrellas en la historia de la guía. El sexismo se denota allí, pero es parte del rubro en general. “Cuando empecé en muchos sitios no contrataban a mujeres porque pensaban que sexualizábamos el ambiente. Hoy, sigo sentándome en mesas de trabajo en las que soy la única mujer”.

Una vez que el Sant Pau logró su primera estrella, la segunda fue buscada. La cocinera y su equipo querían que la primera estrella brillara más fuerte y más firme. Y lo mismo cuando alcanzaron la tercera. Una en 1996 y la otra en 2006. Y se convirtió en la chef mujer con más estrellas acumuladas porque sus otros dos restaurantes, el Sant Pau de Tokio y el Moments en Barcelona (allí cocina su hijo), tienen dos insignias cada uno. Un cuarto restaurante entra en su dominio, Blanc, en Barcelona pero todavía sin estrellas.

Carme ya no tiene un fogón propio en el que atender a sus comensales, pero su posición como cabeza en el sector trasciende al plato en sí. Con la cuarentena que trajo la pandemia al mundo, dice, tiene la sensación de que ha pasado de “jugador a entrenador.”

“Me ilusiona el reto de coordinar un equipo potente como es el de un hotel, abierto 24 horas, para que no falle el brunch, no falle el desayuno, no falle el servicio de habitaciones. Es un planteamiento muy diferente al de un restaurante y aprender me ilusiona y me motiva”, dice a BBC sobre los proyectos que vinieron después de su histórico Sant Pau, el de Tokio y el Blanc en Barcelona.

Y cuando esta catalana cocina es eso que veían sus padres: precisa, segura. Está atenta al segundo justo en el que un pescado debe salir de la plancha y los minutos restantes que deben permanecer el tomate, los espárragos, los pepinillos. Un punto más en el horno y emplatar. Puede ser un plato sencillo, rápido y de replicarse en cualquier hogar, pero permite entender cómo cuidar al alimento, cómo hacer que el pescado sea tan proteico cocido como crudo. Y emplatar con cariño es una regla para siempre, porque de la belleza también se trata la cocina cuando se hace con amor, y para Carme el trabajo de su vida surge justo ahí, en el corazón.

Herencia

Raül Balam y las recetas de la madre

La primera receta que Raül Balam creó junto a su madre Carme fue un bacalao confitado. Era el año 1998 y él, un chico que como su hermana había crecido entre las ollas y las hornallas familiares, trataba de discernir si ese era también el camino que quería seguir. Para decidirlo se fue al País Vasco, lejos de su madre. A La Vanguardia, cuenta: “Lo pasé muy mal cuando empecé a trabajar con ella. Sentí que estaba entre dos tierras: no era ni de los trabajadores ni de la patronal. Lo pasé fatal y era muy rebelde. Me enfrentaba con mis padres para que me aceptasen los trabajadores y, como no me aceptaban, también me enfrentaba con ellos. Entonces decidí marcharme un verano a San Sebastián, al restaurante Akelarre, para ver si valía o no”.

Lejos entendió que sí, que también era su camino, y regresó. El consejo de Carme, ha dicho, es “‘Nunca te canses de picar piedra. Pica, pica, pica’. Insisto en que está dura y no se deshace. He acabado soñándolo de forma repetida: la pieza de mármol y yo. Un clásico”.

Año 2020 y dos de las estrellas que acarrea Carme se deben al trabajo de su hijo como chef jefe en la cocina del Moments en Barcelona, un restaurante en un hotel que abrió en 2009 y que se ha sumado a la línea de prestigio familiar.

Raül no quiso, a pasar de la oferta de sus padres, quedar al frente de las tres estrellas en San Pol de Mar. Para el chef ese restaurante era la esencia y la historia de sus padres.

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