Vivir y morir como argelino

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El País

Juan E. Fernández

DÍA 26 DE MAYO de 2003. En la cafetería del Instituto del Mundo Árabe en París, un hombre llamado Mustapha Chérif mira en forma insistente su reloj. Afuera está oscureciendo pero la temperatura continúa agradable. Es primavera, todo reverdece.

Chérif revisa sus apuntes y no puede ocultar su inquietud. Espera la llegada del filósofo Jacques Derrida para el desarrollo de un coloquio sobre las relaciones del Islam con Occidente, frente a un prestigioso auditorio internacional, justo en un momento de gran tensión política internacional. Las imágenes de los atentados del 11 de setiembre de 2001 seguían siendo evocadas en forma insistente en la televisión, por los más variados motivos.

Mustapha Chérif ha propuesto y organizado el desarrollo de una discusión abierta y fraterna con Derrida, uno de sus confesos maestros de filosofía, y ambos aspiran a iluminar algún camino de reconciliación y entendimiento entre el mundo occidental y el islamismo. Pese al notorio carácter académico del evento, Mustapha sabe que se trata de una actividad de gran importancia política.

DOS PESO PESADOS. Para la academia francesa, Chérif es una personalidad de prestigio ascendente que inspira respeto y atención. Ha obtenido dos doctorados, uno en Filosofía (Toulouse) y otro en Sociología (París), da clases periódicas en Collège de France y en su curriculum figura el haber sido Ministro de Educación Superior y de Investigación en su país natal, Argelia, y también embajador en Egipto.

Aunque ha estudiado a fondo a numerosos filósofos contemporáneos y domina la visión racionalista que impera en las universidades occidentales, Chérif reivindica su cosmovisión islámica al tiempo que busca en el pasado las raíces de un tronco común a todas las grandes religiones monoteístas.

Los europeos lo ven como un pensador políticamente moderado y de gran ascendencia en el mundo árabe. Tiene una obra extensa sobre las tradiciones islámicas en la que se opone a las concepciones radicales como las del «choque de las civilizaciones» (Samuel Huntington) y exige para los países musulmanes un respeto que las políticas neocoloniales se encargaron siempre de negar. Sus primeros trabajos sobre cultura y política argelina publicados a fines de los años 80 han comenzado a ser difundidos en Francia y en Europa.

A Mustapha le hubiese gustado acordar una agenda más fija de discusión con Derrida, pero terminó respetando la decisión del maestro de 72 años de dejar fluir el diálogo, atendiendo a su salud desmejorada. Al fin lo ve llegar. Derrida lo saluda afectuosamente y empiezan a ordenar mínimamente el orden del coloquio. Ambos tenían mucho en común; eran argelinos, conocían bien sus respectivas obras, estaban preocupados por la paz mundial, buscaban alternativas a las intolerancias religiosas, y contaban con una larga experiencia de lucha contra la xenofobia. Sin embargo, Mustapha Chérif nota que Derrida está ostensiblemente angustiado y le pregunta qué sucede. Tras un momento de duda, Derrida le muestra unos resultados clínicos que acababa de retirar. Por esa razón se había demorado un poco. Los análisis eran contundentes: cáncer de páncreas. "Para cualquier otro tema no hubiese tenido la fuerza suficiente para participar", le confesó Derrida. "Pero se trata de Argelia".

UN HOMENAJE PÓSTUMO. El coloquio "Argelia-Francia. Tributo a las Grandes Figuras del Diálogo entre Civilizaciones" se desarrolló normalmente durante dos noches en el Instituto del Mundo Árabe. Ambos pensadores intercambiaron ideas sobre la relación histórica de Occidente con la cultura islámica, haciendo particular énfasis en los contextos más contemporáneos. Para Chérif la participación de Jacques Derrida significó "el más bello gesto de solidaridad… y de amistad" que alguien podía ofrecer. El filósofo argelino-francés falleció quince meses después.

Una versión resumida y comentada (no textual) de las exposiciones desplegadas por Derrida en aquella oportunidad han sido recientemente publicadas por la Universidad de Chicago bajo el título Islam and the West (El Islam y Occidente, The University of Chicago Press), junto con varios comentarios ampliatorios de Chérif y una de las mejores cronologías biográficas del filósofo de la deconstrucción que se han publicado.

El pequeño Jackie (por entonces algunas familias argelinas procuraban "occidentalizar" a sus hijos poniéndoles nombres que sonaran "hollywoodenses") había nacido el 15 de julio de 1930 en El-Bihar (Argelia), en el seno de una familia sefaradí de clase media, y fue el tercero de los cinco hijos de Aimé Derrida y Georgette Safar.

Su segundo nombre, Élie, no fue registrado y correspondía al nombre hebreo que se le asignó -según la tradición- siete días después de nacer. Luego, al inicio de su carrera académica él mismo se encargó de simplificar las cosas y se hizo llamar Jacques.

En los primeros años de la década de los 40, durante el régimen de Pétain, Jackie sufrió en carne propia la xenofobia. Aunque fue el mejor de su clase nunca pudo ser abanderado por su condición de judío. Tuvo que dejar el lugar a otro.

Para colmo de males el primer día de liceo fue expulsado al igual que sus hermanos mayores. El artículo 2 del Estatuto de los Judíos, del 3 de octubre de 1940, los excluía tanto de la educación como de la justicia. En 1949 emigró primero a Marsella y años después a París, donde desarrolló una destacada trayectoria como intelectual y como defensor de los derechos humanos.

Las ideas presentes en este diálogo son abundantes aunque erráticas y no siempre resultan comprensibles en un primer intento. Hay algunas ideas rectoras tales como que la democracia es el único sistema que está en constante evolución y que además acepta su perfectibilidad. También hay una jerarquización de la eficacia cultural de las religiones para responder al misterio de la existencia, y no mucho más.

Este diálogo alude en forma bastante elíptica a una evidencia reciente: que el proceso de secularización progresivo de las sociedades modernas no es más que otra de las tantas filosofías de la historia promovidas por intereses occidentales. Es decir, que hay que aceptar la creciente importancia de los símbolos y temas religiosos para un número mayor de individuos y grupos, y que por lo tanto, el fenómeno religioso volvió para quedarse (o bien, nunca se fue), y que la religión continúa presentando un valor intrínseco trascendente, al aportar sentido a la vida y a las prácticas humanas.

Ambos pensadores señalan alguna otra convicción, como ser que hay una multiplicidad de formas de ser musulmán u occidental y que hay que reconsiderar la relación entre política y religión buscando nuevos modos de organización y coexistencia pacífica. Sin embargo, pese a que sus apelaciones y observaciones son por demás compartibles, la conversación carece de propuestas concretas o tan siquiera de sugerencias prácticas de cómo lograr estos objetivos. Lo que resulta un poco frustrante.

La democracia y los idiomas

Jacques Derrida

CREO QUE lo que distingue la idea de democracia de todas las demás ideas de regímenes políticos -monarquía, aristocracia, oligarquía, etc.- es que la democracia es el único sistema político que acepta su propia historicidad, su propio futuro, un modelo sin modelo que acepta su autocrítica y perfectibilidad... Existir en democracia es aceptar desafiar, ser desafiado, desafiar el statu quo, que se llama democrático, en el nombre de una democracia por venir (en pág. 42).

Una civilización debe ser plural; debe garantizar el respeto hacia una multiplicidad de lenguas, culturas, creencias, formas de vida. Y es en esta pluralidad, en esta alteridad, donde hay una oportunidad -no voy a hablar de una solución- posible para el futuro.

El respeto por la multiplicidad y la pluralidad es muy difícil, porque tenemos que cultivar el idioma. Lo que llamo "idioma" es la singularidad del lenguaje del otro.

No hay poesía y apertura sin el idioma del otro. Debemos respetar la expresión de cada uno de nosotros, no sólo de los llamados modismos nacionales, sino del idioma de cada persona, lo que es su forma de hablar, de ser, y de qué significar; lo que representa comunicar y traducir al mismo tiempo. En consecuencia, tenemos que traducir. La tarea de traducir no es incompatible con el respeto del idioma, al contrario. Por principio, el idioma es intraducible. Pero sólo lo que es intraducible demanda una traducción (en págs. 80 y 81) .

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