Una artista de la estafa

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Jorge Abbondanza

BERNARD MADOFF fue arrestado por vaciar miles de bolsillos ajenos y apropiarse de unos 65.000 millones de dólares. Pero un siglo antes salía de la cárcel de mujeres de Rennes (Bretaña) una francesa de 52 años que había pasado entre rejas los últimos cinco, condenada por estafa en una escala que sólo Madoff superaría. Esa mujer era Madame Humbert -de soltera Thérèse Daurignac- nacida en 1856 en medio de una familia pobre de Languedoc, cerca de Toulouse. Como era la mayor de varios hijos, debió hacerse cargo de esa prole a los 14 años, cuando murió su madre y el grupo quedó acéfalo porque el padre era medio chiflado, se creía vidente y rara vez pensó en trabajar. Atrapada en esa emergencia, Thérèse comenzó a mostrar su sentido teatral y una formidable capacidad de persuasión.

Todas las mañanas, llevando en la mano una bolsa de compras totalmente vacía, visitaba a algunos comerciantes de la zona y en particular a un peluquero bondadoso, convenciéndolos de que le dieran algunas monedas con las cuales comprar alimentos para los hermanos. Junto con su encanto personal y la convicción de los argumentos que esgrimía, Thérèse era dueña de otra cualidad fuera de lo común: una fantasía extraordinaria que le permitía evadirse de la dura realidad de su entorno para refugiarse en un mundo imaginario que su talento verbal transformaba en algo palpable. Y así fabricó no sólo cuentos de hadas para los niños de la familia sino también historias sobre una herencia que estaba por recibir de un rico portugués que acababa de morir en Lisboa y le había dejado a ella todos sus bienes, incluida una plantación de alcornoques cerca de Oporto. Nada de eso existía, pero la capacidad de invención de la muchacha era ilimitada y todos sus interlocutores sucumbían ante las imágenes cautivadoras que ella manejaba en su charla.

EL CASTILLO. Entre esas fábulas aparecía casi siempre un castillo cerca de los Pirineos, que Thérèse mencionaba como lo más importante del patrimonio que estaba a punto de heredar. Con una locuacidad que no tenía freno y una portentosa riqueza evocativa, describía los jardines del castillo, los materiales empleados en sus terrazas y hasta las obras de arte que figuraban en sus salones, logrando que un lugar inexistente pareciera real. Así lo creyó al menos Gustave Humbert, un catedrático de la Universidad de Toulouse, que dio su aprobación al casamiento de su hijo Frédéric con Thérèse, confiando en que ese castillo (y las demás propiedades que ella invocaba) constituían una dote digna de que la joven ingresara en su familia. No se trataba de una familia cualquiera, porque Humbert llegaría a ser parlamentario en París y luego ministro de Justicia, convirtiendo a Thérèse en nuera de un personaje muy influyente. Pero Humbert no sólo era ambicioso sino que además tenía una moral elástica, que le permitió envanecerse de la probable fortuna de su hija política y también pedir enormes préstamos a cuenta de esa herencia, sin hacer demasiadas preguntas cuando ya era evidente que el dinero de Thérèse demoraba en llegar. Valiéndose de sus relaciones al máximo nivel político, Humbert logró incluso hipotecar el castillo que no existía, acrobacia que permite calcular las piruetas financieras que vendrían después. Porque el espaldarazo de su suegro entusiasmó a Thérèse, que demostró ser una maestra de su oficio y levantó vuelo con sus historias, comenzando a crearse la fama de ser inmensamente rica.

Esa fama le permitió hechizar a prestamistas y banqueros, como para obtener de ellos cantidades cada día mayores que prometía devolver en tiempo y forma, aunque jamás lo hizo. En el mejor de los casos dilataba el pago hasta el extremo de provocar incidentes con algunos acreedores, pero lo que ocurría más a menudo era que el dinero de las víctimas se evaporaba. Aunque parezca mentira, durante largo tiempo los perjudicados no hicieron denuncias, quizá porque el prestigio del suegro y el tren de vida que llevaba Thérèse apabullaban a cualquiera. Antes de cumplir 30 años ya se había mudado con su marido y su única hija a un espléndido caserón sobre la Avenue de la Grande Armée, donde en adelante desplegó su hospitalidad para dar fiestas a las que concurrían desde sucesivos presidentes de la República y primeros ministros hasta el jefe de Policía, abundantes diplomáticos y celebridades del mundo de la cultura como Sarah Bernhardt y Émile Zola. Lo más notable es que a esa altura la realidad ya superaba las más delirantes fantasías que la mujer pudiera haber tenido en el pasado, con el agregado de que transcurrieron décadas antes de que sus delitos salieran a luz.

La gente se peleaba por facilitar a Thérèse el dinero que solicitaba. Con esos fondos compró un castillo -esta vez real- cerca de París y una enorme propiedad en el sur que había pertenecido a la madre del pintor Henri de Toulouse-Lautrec. En esa etapa de apogeo, Thérèse reforzó sus historias hablando de un multimillonario norteamericano llamado Crawford e insinuando que ese hombre había sido su padre biológico, aunque ahora ella mantenía un pleito con los hijos del magnate por el derecho a recibir esa fortuna. Y prodigiosamente, como siempre, la gente creyó en lo que ella contaba. Una noche invitó a cincuenta personas a comer y les presentó a dos de sus hermanos (que vivían en el campo) haciéndolos pasar por los hijos del millonario que acababan de llegar de Nueva York. La audacia de Madame Humbert era tan gigantesca como las sumas que manejaba y el éxito social que tenía en casi todos los ámbitos.

LA FINANCIERA. En los fondos de su casa, sobre una calle secundaria, habilitó una oficina de inversiones donde prometía a los clientes el pago de intereses mucho mayores (64% anual) de los que ofrecía cualquier competidor del medio financiero. Lo que en verdad hacía era pagar los intereses del depósito efectuado ayer, con el depósito que llegaba hoy. Esa calesita era idéntica a la que cien años más tarde volvería a poner en funcionamiento Bernard Madoff, en quien la gente confió de la misma forma en que había confiado en Thérèse. De manera asombrosamente similar, tanto ella como su moderno colega de Wall Street lograron mantener en pie sus monumentales estafas durante veinte años y embaucar no sólo a individuos incautos sino asimismo a inversionistas de gran experiencia, sobre los cuales ejercieron algo parecido a un embrujo o un estado de hipnosis. Entre las víctimas de los Humbert figuraron por ejemplo la ex-emperatriz Eugenia de Montijo y el suegro del capitán Dreyfus, que era un astuto mercader de diamantes y sin embargo cayó en la red de Thérèse.

En el caso de ella, igual que en el episodio de Madoff, el descubrimiento de la trampa estuvo acompañado de un gran escándalo. Numerosas denuncias impulsaron por fin el arresto de Madame Humbert y de su marido en mayo de 1902, luego de lo cual las declaraciones de cientos de acreedores redoblaron una cobertura de prensa que se extendió al resto del mundo, multiplicando el revuelo en torno al caso. Y así Thérèse cayó desde los esplendores mundanos de la Avenue de la Grande Armée hasta un calabozo de la Conserjería, casualmente el que estaba enfrente de la celda que 110 años antes había ocupado la reina María Antonieta. Allí permaneció hasta la celebración del juicio y la sentencia dictada en agosto de 1903, que la condenaba a cinco años de cárcel con trabajos forzados. Todas sus propiedades habían sido embargadas y las casas de sus parientes y amigos allanadas en busca de papeles comprometedores. Entre esa gente figuraba el matrimonio Parayre, que había sido leal colaborador de los Humbert. La única hija de esa pareja estaba recién casada con el pintor Henri Matisse, cuyo taller también fue visitado por la policía cuando nadie podía suponer que ese joven artista se convertiría en uno de los nombres más venerados de la pintura del siglo XX.

Buscando hace unos años información sobre el origen y el entorno de Matisse para escribir una biografía del pintor, la inglesa Hilary Spurling tropezó en el sur de Francia con datos sobre Thérèse Humbert que comenzaron sorprendiéndola y terminaron por fascinarla. Como buena profesional, escribió entonces la biografía de Matisse pero luego le dedicó a la estafadora de la Belle Époque otro libro - La grande Thérèse. The Greatest Scandal of the Century- que es una joyita de 132 páginas donde la autora maneja un material de notable riqueza documental, bañándolo en una agilidad narrativa y un ocasional empleo del humor que deben agregarse como atractivos a los rasgos inusitados de la vida del personaje. Es una lectura que alguien debería recomendarle a Madoff, para amenizar su prisión domiciliaria y de paso demostrarle que él no inventó la pólvora.

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