Tan frágil y tan dura

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Andrea Blanqué

PRONTO HARÁ DIEZ años de la muerte de Marguerite Duras. Tenía ochenta y un años cuando sucedió y, prácticamente, hasta último momento estuvo produciendo libros. A su joven compañero y amante, Yann Andréa, se le ocurrió tomar apuntes de lo que la gran escritora balbuceaba en los últimos tiempos previos a la desaparición definitiva. Increíblemente, esos farfulleos se convirtieron en un libro, el último: Esto es todo, (1995).

Antes hubo un montón de libros, alrededor de cuarenta. Y obras de teatro. Y diecinueve films. Y de entre todas esas páginas con su estilo que nombra lo innombrable, había un libro que es un mito y un hito: El amante. Tres millones de ejemplares vendidos, cuarenta traducciones, y la adaptación a una película vista en todo el mundo, que incluso la hizo objeto de culto en Vietnam, la tierra donde Marguerite había nacido y crecido.

Como varios pesos pesados de la literatura del siglo XX, Duras, cuyo verdadero nombre era Marguerite Donnadieu —apellido que cambió, que sin duda no le gustaba— nació alrededor de la Primera Guerra Mundial. Eso significa que fue testigo y partícipe de eventos cruciales, que aún duelen, del convulsionado siglo pasado.

Fue, por ejemplo, esposa de un hombre que regresó de un campo de concentración en 1945 pesando 35 kilos. Fue, por ejemplo, miembro de la Resistencia Francesa y, envuelta en el horror de la guerra, dura castigadora de los colaboracionistas con el enemigo alemán. Fue también una activa militante del Partido Comunista Francés, del que se desvinculó, como muchos intelectuales franceses, en una mezcla de desafiliación y expulsión que deja un mal sabor en la boca. Fue una de las principales opositoras contra la guerra de los franceses en Argelia. Estuvo en medio del fugaz mayo del 68, pues con 54 años estaba aún convencida de que era posible la revolución. Y después, prácticamente en las dos últimas décadas de su vida, se volvió una vieja fulgurante, una vieja sabia a la que todos le consultaban todo, que opinaba a los cuatro vientos sobre el mundo.

Pequeñita, con unos anteojos de armazón negro característicos, su voz cascada, su hinchazón de alcohólica que osciló entre curas de desintoxicación y la increíble necesidad de beberse hasta seis y ocho litros de vino tinto diarios, sus arrugas que cita en el comienzo de El amante, pero, sobre todo, su inteligencia y su talento (de los que estaba convencida y que la obligaban a convivir con la definición de ser un "genio"), la convirtieron en un ser mediático, en un emblema nacional que al aparecer en televisión colmaba los ratings de audiencia.

Es, sin duda, la gran escritora francesa del siglo XX. Claro que está también su homónima Marguerite, la belga Yourcenar, quien escribió libros maravillosos pero que a la Duras no le gustaban. Tampoco podía tragar a Simone de Beauvoir, de quien la distanciaba una profunda antipatía y con quien no se trataba, a pesar de ser ambas parte de la más activa intelligentsia francesa de posguerra. Franoise Sagan no fue excepción a la norma; incluso escribió en periódicos reseñas desfavorables de los libros de Marguerite Duras. Pero la justicia histórica a veces llega: cuando en 1958 Alain Resnais estaba buscando a alguien que le hiciera un guión para filmar una película sobre Hiroshima, le recomendaron a Franoise Sagan, y quedó con ella en un café. Sin embargo ésta no concurrió: ¡se había olvidado de la cita! Entonces Resnais acudió a Duras, a quien no conocía, pero de quien había quedado enamorado con la lectura de la bellísima novela Moderato Cantabile. El resultado fue una película inolvidable, Hiroshima, mon amour (1959), y un vínculo persistente entre la escritora y el cine. Así es que Duras no sólo es la escritora estrella de las letras francesas del siglo XX, sino también un nombre atípico e importante en la pantalla.

UNA VOCACIÓN CASI GENÉTICA. ¿De dónde salía su creatividad inagotable, su torrencial capacidad de producción, —lo que ella llamaba "locura, volcán"—, que la llevó a escribir con esa abundancia?

Al centro de documentación donde se guardan los manuscritos de Duras le llegaron dieciséis cajas de papeles luego de la muerte de la escritora. ¡Escribía tanto! En libretas, en cuadernos escolares, en los márgenes de lo que ya había escrito y, ya en la última vejez, cuando estaba tan enferma que no podía escribir, dictaba.

Esta prodigalidad le llevó, por ejemplo, a escribir diarios en cuadernos que luego se le perdían en los armarios, en los traslados de una mítica casa a otra. Curiosamente, El dolor, el libro que junto a El amante alcanza la mayor perfección en la titánica tarea de decir lo indecible, fue nada menos que un cuaderno rescatado al olvido de ... cuarenta años. Escrito en realidad durante la guerra, mientras una joven Marguerite recorría cielo y tierra para volver a ver vivo a su marido, el poeta deportado por los nazis Robert Antelme, ese cuaderno que registra el día a día de una muchacha desesperada es el soplido de la respiración del sufrimiento. El dolor, perdido y olvidado, fue rescatado milagrosamente por su autora y publicado en 1985.

También El amante tuvo como origen un cuaderno muy anterior donde ya estaba escrito aquello vivido y que se revive por la palabra, aquello que debe escribirse para no enloquecer, un cuaderno elaborado también en los siniestros años de la guerra pero que se remontaba a los eventos cruciales de su infancia, de la adolescencia, de la perdidísima y remota Indochina.

Escribía y escribía. Pero, ¿de dónde salía el torrente? Una ingenua posibilidad es la que habla del modelo de la madre. La madre de Marguerite, Marie Legrand, fue campesina, maestra, luchadora, trabajadora, viuda y posesiva madre de tres hijos. Siempre con proyectos, siempre con ideas, siempre peléandose con la autoridad, trató de llenarse de oro y convertirse en una latifundista en Indochina, aunque en verdad terminó su vida en Francia, jubilada de funcionaria, criando pollos.

A la madre no le gustaban los libros de Marguerite, ni tampoco el hecho de que su hija fuera escritora. Para ella el trabajo era otra cosa: la producción de arroz, la enseñanza del francés, la creación de pensiones para estudiantes que había que mantener limpias. Sin embargo, en la única de sus tres hijos donde cayó la semilla del culto al trabajo fue en su hija mujer, la menor. Los otros le salieron gigoló y traficante el uno, y admirador de coches el otro. Y de los tres hijos de una madre a quien le gustaba muchísimo el dinero, la única que se hizo rica fue la hija escritora, con esa producción tan curiosa como son los libros. Por ejemplo, con los derechos vendidos al cine de la novela Un dique contra el Pacífico, Marguerite Duras se compró Neauphle, su magnífica casa de campo del siglo XVIII, que tan fermental sería como espacio de producción de escritura.

Marguerite fue una máquina de producir. Además de escribir torrencialmente, de colaborar en publicaciones, de meterse a dirigir películas y adaptar en teatro hasta obras de Henry James o de Chejov, se dejaba poseer por el paradójico mundo de las tareas domésticas. Cocinaba para la —gente que siempre pululaba por su casa todo un punto de encuentro para los intelectuales, el piso de la rue Saint-Benoit—, militaba para el Partido Comunista, criaba a su niño eufóricamente, tocaba el piano, seguía al pie de la letra un cartel colgado en su cocina de 27 productos imprescindibles que siempre debe haber en una casa: una lista que empieza con sal fina y no olvida detalles como papel higiénico o filtros de café. No parece haber una discriminación entre esa hiperactividad de la mujer Marguerite con la de la pope Duras. Después de todo, también se escribe con las manos. Ella escribió en un texto inolvidable, titulado "La casa" (en La vida material, 1987), que "el trabajo de una mujer, desde que se levanta hasta que se acuesta, es tan duro como una jornada de guerra". La escritura parecía salirle del mismo manantial de donde las mujeres abrevan para organizar la utopía de las casas.

HISTORIA PERSONAL. Las hipótesis de la ultracreatividad de Marguerite Duras pueden inclinarse hacia el sufrimiento. Hubo mucho sufrimiento en la vida de esta mujer que escribió tantos libros, hubo mucho dolor, dolor incluso físico. La infancia de Marguerite, llena de violencia y abusos, fue visitada numerosas veces en sus libros. ¿Exorcizar el sufrimiento vivido, sublevarse contra la injusticia, ése es el origen de la escritura?

Es verdad que su vida no sólo fue un espacio de dolor, una maldición, sino también una larga cronología de eventos emocionantes, entre los que resaltan la amistad y el amor. La relación que mantuvo con su marido Robert Antelme y paralelamente con su amante Dionys Mascolo —intelectuales de primera línea, que se hicieron íntimos amigos y que convivieron en una extraña fraternidad de tres que duró años—, así como la por fin lograda maternidad a través de su hijo Outa, hablan de grandes logros afectivos.

Fueron triunfos de una mujer que con un pasado de niña apaleada tenía todas las de perder. Cuando en plena Segunda Guerra Mundial Marguerite perdió a su primer hijo durante el parto, cuando su bebito le nació muerto en el París ocupado por los nazis, el mundo pareció hundírsele para siempre en el dolor, su maldición pareció ganar la partida. Luego llegó la paz y más tarde, pocos años después, un nuevo embarazo, esta vez no de Antelme. En efecto, ya divorciada de él, el segundo hijo de Duras, que nace vivo y que le dará una felicidad formidable, es de Mascolo, durante años compañero de la escritora.

Si una historia personal atípica forma parte de las leyendas de los escritores, la de Marguerite Duras es un caso ejemplar. Importa además, no sólo para intentar explicar su fertilidad como creadora, su impulso de producir a pesar de todo, sino porque en muchas de sus obras, su propia vida aparece una y otra vez: hechos contantes y sonantes, ya sea desnudos o disfrazados.

Desde su primera novela, La impudicia, publicada en 1943, pasando por numerosos escritos, como Savannah Bay (1982) y Días enteros en las ramas (1954), las referencias al detalle más sórdido de su infancia son habituales. Hay un hermano, el mayor, Pierre, el preferido por la madre, quien lo adoró al extremo de que ahora, tantos años después, yacen juntos prácticamente en la misma tumba. La madre discrimina a los otros dos hijos, Paul y Marguerite, por motivos ignotos, porque en verdad, el mayor es un parásito, un vividor, un verdadero delincuente, y por sobre todo, un violento. La violencia de este hombre desde que era un niño, un muchacho, es tan devastadora que resulta inolvidable: en un libro de la vejez-vejez de la escritora, El amante de la China del Norte, se explica en detalle en qué consiste esa violencia, esas palizas, esos puñetazos, esos insultos, que se ceban en la hermana mujer, en la hermana menor, y que se llevan a cabo en complicidad entre el hermano mayor y la madre. Entre los niños maltratados célebres que luego crecieron e hicieron historia está Hitler, pero también Marguerite Duras, que debió sufrir el factor desestabilizador de un psicópata en el seno de una familia, la cual sólo lograba respirar cuando el hijo mayor, Pierre, pasaba períodos en Francia.

INOLVIDABLE INDOCHINA. Porque el ir y venir entre Francia e Indochina fue una constante en la historia de Marguerite Duras y su familia. La escritora nació allí, en la Cochinchina, en un suburbio de Saigón, en la colonia del sueño de grandeza de Francia. Era parte de los blancos, de los colonizadores, pero no de los privilegiados, porque sus padres eran desvalorizados funcionarios de la enseñanza. El padre, un profesor de matemáticas convertido a la represora tarea de inspector, visitó un día a una maestra y se enamoró de ella. El inspector estaba casado y tenía hijos, pero poco después su esposa enfermó y murió. El inspector y la maestra, ambos viudos, se casaron a los seis meses: vendrían tres nuevos niños, el último una niña, Marguerite. El padre murió cuando ésta tenía siete años, quizás de paludismo: durante toda la infancia de la escritora, los integrantes de la familia Donnadieu se subieron una y otra vez a los grandes barcos que navegaban por el Pacífico y el Indico para volver a Francia ya sea a sanarse o morir, o, en el caso de la madre, para intentar un apoyo económico y burocrático a la titánica tarea de sobrevivir, viuda, madre, sola, allí en el extremo más alejado de la Tierra.

De hecho, salvo algún período en Francia, Marguerite pasó la casi totalidad de su infancia y adolescencia en Indochina, hasta que a los diecinueve años llegó a París a estudiar y quedarse para siempre. La vivencia en Indochina, en Saigón, Sadec, Hanoi, en ciudades calurosas de opulencia y miseria, en aldeas, en las tierras junto a la selva que compró la madre para hacerse rica plantando arroz y resultaron una marisma, es fundacional en Marguerite.

Sin Indochina, es imposible concebir la obra de Marguerite Duras. Su rareza, su extraña intensidad, tienen por ejemplo un punto fuerte en el estilo. Es un estilo único, de frases cortas, de mucho punto y seguido, de silencios. Las palabras se repiten, se usa constantemente el "dice" en lugar de un sencillo guión de diálogo. Hay un quiebre constante de la lengua, del francés, que no se pierde a pesar de las traducciones. Es un estilo único, que llegó a llamarse Duras, que tiene muchos puntos altos, pero también exasperantes como los textos inclasificables Destruir, dice (1969) y Abahn Sabana David (1970), o tan herméticos como El arrebato de Lol V. Stein (1964), novela que parecía ser entendida sólo por Jacques Lacan, quien hasta hizo un estudio sobre la locura de su protagonista.

¿Es este uso tan personal de la lengua el resultado del bilingüismo que vivió la autora durante sus primeros veinte años, hamacada entre el francés y el vietnamita? Hablaba vietnamita con los sirvientes, con los campesinos de la madre, con los niños del pensionado de la madre. Pero iba a la escuela francesa, pilar fundamental del colonialismo, leía los clásicos, escribía en francés: desde casi niña quiso ser escritora. Sus redacciones en el liceo eran tan maravillosas que los profesores franceses no se animaban a puntuarlas, las leían de clase en clase.

Sin embargo, más que en el bilingüismo, o en la multiculturalidad, la extrañeza de Duras vinculada a Indochina puede buscarse en esa historia verdadera y novelesca a la vez, la historia personal y familiar que tan fecunda le fue en su tarea de escritora. Un hecho memorable de la familia Donnadieu es la batalla que libró la madre contra la burocracia francesa, contra la corrupción administrativa, y, sobre todo, contra la naturaleza y el océano Pacífico. En efecto, la madre, maestra y dueña de pensionados de estudiantes, invirtió los ahorros de más de veinte años en comprar tierras que el estado francés le vendía a sus colonos. Quería hacerse un latifundio de arroz, quería hacerse rica. Pero los funcionarios coloniales, sin mediar un soborno, no vendían buenas tierras: le vendieron una extensión junto al mar que se inundaba algunos meses al año. La viuda maestra no lo sabía: pagó cara su inocencia. Cultivó hectáreas y hectáreas de arroz que se llevaba el mar, construyó diques para contener el mar y que no se le inundaran las tierras: los cangrejos le comieron los diques, todo se pudrió y perdió.

Esta historia heroica y siniestra, de una madre sola con chicos luchando contra el mundo entero, fue inmortalizada en la primera gran novela de Marguerite Duras, Un dique contra el Pacífico. En 1950, cuando se publicó, fue un éxito y su joven autora estuvo a punto de llevarse el Goncourt, que le fue negado por ser una obra que olía a comunista. Pero además fue llevada al cine por René Clément, y en 1958 esa adaptación cinematográfica dio gloria y dinero a la autora del libro, que se volvió rica y además una escritora fundamental en Francia.

Treinta años después retomó la historia de su infancia con minucia, y empezó a contar con nombre propio lo que en Un dique contra el Pacífico estaba disfrazado de ficción: la historia de cómo la madre prácticamente "vende" a su adolescente y bonita hija a un hombre millonario, que en la novela del dique es blanco, y que en El amante es chino, de tez clara, pero chino. Y también muy rico.

Sin embargo, no obstante la sordidez, la historia de El amante es bellísima. Es una buena historia, de hecho, de ella salieron novelas y una película. Pero Marguerite decía que la literatura no debía contar historias, que en realidad escribir era contar "nada. Porque no hay nada de nada. Todo es nada".

Pero pese a lo que diga Marguerite, la historia funciona, y de hecho, Jean Jacques Annaud hizo con ella una atractiva película. Una niña blanca de quince años se convierte en amante del hijo de un millonario chino que no le permite casarse con ella. Una niña de quince años descubre el deseo y el placer en ese amor estigmatizado por las razas y el dinero.

Pero El amante de 1984, esta vez sí premio Goncourt, es un texto inolvidable no sólo por esa historia vivida, recordada, recreada y hasta mentida (sí, hay varias mentiras allí, entre ellas la de que el chino la llamó por teléfono para decirle que la amaba muchos años después), sino por la forma en que está escrito. El texto conmueve de una manera única e irrepetible al lector, produce un sentimiento de solidaridad con la voz que habla, una comprensión mutua entre el yo autobiográfico y quien escucha, lee, mira, que pocas veces se da en la literatura. Y que no pudo repetir Duras, de ningún modo, en la nueva novela que escribió años después sobre el mismo tema, mucho más detallista, El amante de la China del Norte (1991).

RECORDAR/FANTASEAR. Cuando Duras se convirtió en primera dama de las letras tenía multitud de detractores. Muchos la consideraban una vieja insoportable, narcisista y mentirosa. Es que mentía, o lo que no es lo mismo, inventaba. Cambiaba el pasado, hacía que lo real y vivido se ficcionalizaran a tal punto que se le deslizaban cambios en ese continuo. Se ha dicho una y mil veces que todo texto autobiográfico es una recreación, que el testimonio de la propia vida siempre tiene mucho de invento. Y Duras era una maestra del arte de la autobiografía, de la confesión. Sus mejores textos son los que recogen la experiencia de su vida, y no sólo en lo que se refiere a las novelas, sino también en esos varios libros de textos "rejuntados" que contienen maravillas como el ensayo/ testimonio Escribir (1993), que termina con el párrafo: "La escritura: la escritura llega como el viento, está desnuda, es la tinta, es lo escrito, y pasa como nada pasa en la vida, nada, excepto eso, la vida".

Quien lee la obra de Marguerite Duras se debe enfrentar a la cuestión de los escritores y la "impudicia". Paradójicamente, esta palabra es la que usa Duras para titular su primera novela, que, por otra parte, está escrita en tercera persona y es la más púdica de todas. Sin embargo, a medida que la escritora crece de libro en libro, más llega al extremo, más está allí adelante la vida para convertirla en ficción, o la ficción para asimilarla a la vida, cada vez el juego se torna más peligroso.

El problema de qué decir y qué ocultar de la vida propia no sólo se refiere al aspecto sexual en el caso de Marguerite. Duras ha contado cosas gruesas de su vida en sus libros: desde un abuso y manoseo del que fue víctima a los cuatro años por parte de un niño vietnamita de once, hasta el incesto (¿parcial?) con el hermano menor adorado Paul, hasta la relación sexual con un desconocido en un tren, en plena adolescencia, con la madre y hermanos dormidos al lado.

Una cuestión que hace sonrojar en la lectura es el asunto del alcohol. Hubo un tiempo, en 1987, donde el yo autobiográfico de Duras explicaba su alcoholismo exhaustivamente, con poesía, como siempre, pero con algo de registro minucioso, también: "He vivido sola con el alcohol durante veranos enteros, en Neauphle (...) El alcohol hace resonar la soledad y termina por hacer que se lo prefiera antes que cualquier otra cosa". En este texto memorable de La vida material explica los vómitos de sangre, la cirrosis, el parar diez años de tomar, las recaídas, el alcohol asociado a la violencia sexual y, también, por supuesto, a la escritura. Es una Marguerite Duras de setenta y largos años. Un año después de su publicación, en 1988, la escritora entra en coma durante cinco meses. El día que los médicos del hospital llaman a su hijo Outa para pedirle autorización para desenchufarla, Outa no va, se duerme, se resiste. Y esa madrugada, milagrosamente, Marguerite Duras, sola, de setenta y cinco años, sale del coma. Quiere retomar inmediatamente lo que estaba escribiendo antes de los cinco meses de nada que le tocó vegetar en el hospital.

El alcohol es tema de novelas, por supuesto, primero solapadamente, como en El marino de Gibraltar, 1952, (whisky), o en Los caballitos de Tarquinia, 1953, (campari), pero es en la muy poética novela Moderato Cantabile (1958), en donde aparece en toda su dimensión. Aunque la novela está contada en tercera persona y su protagonista, Anne Desbaresdes, es una mujer cuya única función parece ser la de acompañar a su adorado niño a las clases de piano, la autobiografía adquiere aquí la doble dimensión de contar hechos ocurridos, y también la muy importante de contar sentimientos vividos. Entre la multitud de frases para subrayar que dijo Marguerite Duras a lo largo de su vida podría apuntarse: "Un libro siempre se hace sobre el propio yo. Las historias inventadas no tienen nada que ver conmigo." Y, efectivamente, Moderato Cantabile, se construye recreando la apasionada relación que mantuvo una Marguerite ya de cuarenta años, separada de su compañero Dionys Mascolo, con un escritor frustrado y dependiente de la brillantez de Marguerite, un don Juan alcohólico, profundamente atractivo en el sexo, Gérard Jarlot. (Un hombre que morirá en un hotel de citas de un infarto, mientras huye despavorida la mujer con la que estaba copulando). En Moderato Cantabile la belleza del inicio del amor, el vino que toman los amantes, la dulce pendiente del alcohol a estados espirituales inaccesibles de otro modo, son descritos con minuciosidad y con su estilo musical incomparable.

La cuestión de la impudicia sigue rondando la obra de Duras hasta último momento, hasta los años en que en plena vejez mantiene una suerte de amantazgo o amistad incondicional o simbiosis biológica con un "groupie" de Duras, el bondadoso joven homosexual Yann Andréa, compañero de ella hasta en el último suspiro. Es en la novela Los ojos azules, el pelo negro (1986), donde el lector debe luchar contra la lluvia de prejuicios que inspiran la evocación entre una relación amorosa y sexual entre una mujer vieja y un hombre joven.

Pero el problema de la impudicia, por definición, se desató públicamente, como debate, en 1985, cuando Duras publicó El dolor, el viejo cuaderno encontrado que habla de "los desastres de la guerra". En la primera parte del libro, Duras relata con lujo de detalles la desesperación por volver a ver con vida a su marido deportado, pero también el doble juego con un agente de la Gestapo, que intenta seducirla y chantajearla mediante el sexo para que ella obtenga noticias de su marido. (Y que con el testimonio de Marguerite terminará siendo fusilado).

El regreso milagroso de Antelme con vida desde Dachau, y todo el proceso de retorno a la condición humana, es contado por el yo autobiográfico como si fuera un diario, con detalles escatológicos, con detalles que hacen a lo más íntimo del cuerpo. Robert se sintió profundamente herido de que Marguerite hablara de él, de las desgracias de su cuerpo, cuarenta años más tarde, de una manera tan pública, tan vociferante, tan sin pudor.

Otro gran reproche que se le hace a este libro es haber contado, en detalle, una sesión de tortura cuando la guerra terminaba, en la que los jóvenes resistentes golpean a un colaborador, un soplón, un entregador de judíos, y Marguerite, la mujer, la intelectual, es la que pregunta, la que acosa, la que pide que peguen más.

Y, sin embargo, El dolor es el punto más alto de la obra de Marguerite Duras. Fue escrito sin el menor propósito de hacer literatura oficial, no para el mundo de los premios y aplausos, ni para las editoriales. Lo terminó siendo. El momento de más extremo dolor de un ser humano terminó en libro que se vendía en supermercados.

¿Qué censor se hubiera animado a evitar su inclusión en el mundo?

La mejor biografía

LA EXHAUSTIVA biografía publicada en Anagrama sobre Marguerite Duras puede llevar más de un mes de lectura sostenida. Su autora, Laure Adler, una historiadora, prefirió contar la Historia a través de la vida de una mujer excepcional. Su obsesión por los documentos, por los testimonios, por los más mínimos detalles, no impiden que el libro, 638 páginas de letra muy pequeña, sea atrapante. La vida de Marguerite Duras es totalmente novelesca, así que hacer biografía con ella es contar también una historia con varios principios, desenlaces y finales encadenados. Pero el libro sirve también para consultar bibliografía, filmografía, y muchos datos más que a veces se necesitan.

La mejor película

LA EDITORIAL ARGENTINA El cuenco de plata acaba de publicar un libro que incluye el guión de la película India Song (1975), donde aparecen dos obsesiones ancestrales en Marguerite Duras: la voz de la mendiga que, efectivamente, la corrió y aterrorizó en la infancia con sus aullidos y su niña muerta, y la historia de amor de una bellísima adúltera de la colonia europea, que existió verdaderamente y que Duras convirtió en Anne-Marie Stretter. India Song era, de sus películas propias, la que más gustaba a Marguerite.

Algunos libros

La impudicia (1943).

La vida tranquila (1944).

Un dique contra el Pacífico (1950).

Días enteros en las ramas (1954).

El square (1955).

Moderato cantabile (1958)

Hiroshima mon amour (guión, 1960).

La siesta del señor Andemas (1962).

El arrebato de Lol V. Stein (1964).

El vicecónsul (1965).

Destruir, dice (1969).

El amor (1971).

India Song (teatro, 1975).

Outside (notas, 1981).

La enfermedad de la muerte (1982).

El amante (premio Goncourt, 1984).

El dolor (1985).

Los ojos azules, el pelo negro (1986).

La vida material (ensayo, 1987).

El amante de la China del Norte (1991).

Escribir (ensayo, 1993).

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