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"Siempre tengo varias historias abiertas"

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Foto Marcelo Bonjour
MARCELO BONJOUR

La prosa de este narrador argentino de la provincia de Córdoba ha llegado y se instala como una voz nueva, potente.

Autor de tres libros de cuentos, uno de poemas y una nouvelle, a los 39 años Federico Falco concibe sus textos como una aventura de precisión e imprevisibilidad. Su primer libro de relatos, 222 patitos y otros cuentos, acaba de ser ampliado y reeditado, pronto regresará a las librerías La hora de los monos y el año pasado dio a conocer Un cementerio perfecto, cinco cuentos que revelan una voz madura en la escena de las nuevas generaciones de escritores argentinos, ya reconocida por la revista Granta, que en 2010 lo seleccionó como uno de los mejores narradores en lengua española menores de 35 años.

Nació y vivió su juventud en General Cabrera, un pueblo agrícola del interior de la provincia de Córdoba, estudió Comunicación, obtuvo una beca de dos años que lo llevó a vivir en Nueva York y Madrid, y desde su regreso dirige talleres literarios en Buenos Aires. De paso por Montevideo para dictar un taller en la librería Escaramuza, le pregunté por el origen de su vocación, atraído por la eficacia de una prosa que recuerda a los escritores del gótico sureño norteamericano, cuyo influjo no deja de alentar la aproximación a los silencios de los mundos rurales.

UN OJO.

—En Cabrera no hay librerías. Cuando era chico apenas si funcionaba una biblioteca pública, pero mi vieja y una tía eran profesoras de literatura y tuve acceso a muchos libros que me convirtieron en lector. Empecé a escribir sin otra pretensión que jugar y combatir el aburrimiento, en el colegio gané algunas menciones en concursos literarios, y después me fui a Río Cuarto a estudiar Agronomía, dos años, hasta que me mudé a Córdoba ya con la intención de hacerme escritor y cambiar a la carrera de Letras, pero un periodista cultural al que fui a pedirle trabajo me aconsejó que no, seguramente por el mito de que si estudiás Letras no salís escritor. También estaba pensando en una salida laboral, así que opté por la carrera de Comunicación, me inscribí en el taller literario de Lilia Lardone, me vinculé con escritores de mi edad, y di ese salto sin red que suele preocupar a las familias.

—Tengo entendido que ves con un solo ojo, y la idea de que la mayoría de las virtudes nacen de una limitación podría justificar la fuerte visualidad de tus cuentos. ¿Es de nacimiento?

—Sí, yo no sé cuánto hay de verdad o si es un falsa justificación, pero nací con mucha miopía en un ojo, con el que ya no veo, y me las arreglo con el otro. Cuando empecé a manejar en el campo, a los 10, 11 años, mi viejo me daba el volante del tractor y lo recuerdo gritándome: ¡para allá, Fede, doblá para la derecha, para la derecha! Por primera vez entendí que las cosas no están donde yo las veo. Es un cierto desfasaje, y para mí es como un misterio que funciona a dos niveles: ¿cómo ven los otros?, ¿cómo es el mundo que yo no veo?

—Raro asunto porque uno no ve con los ojos sino con el cerebro, que es el que organiza la percepción, con dos ojos o con uno.

—Claro, pero la noción de profundidad supuestamente obedece a la visión de los dos ojos. Durante bastante tiempo me preocupé por eso, hasta que una oftalmóloga, muy genia, me liberó de esas obsesiones. Pero comenzaron otras: ¿cómo comunicar una experiencia?, ¿cómo entienden los demás una palabra?, ¿cómo se apropian del sentido de lo que escribo?

—Contame de General Cabrera, que cada tanto regresa en tus relatos con descripciones que me recuerdan los énfasis de Saer sobre la llanura santafecina.

—La lectura de Saer para mí fue un impacto grande. Es difícil poner ese paisaje en palabras. Cuando vivís en la pampa la sensación de estar frente al vacío puede ser intimidatoria pero lo más importante no es tanto el horizonte. Saer tiene una teoría del horizonte, todo parece chico, todo parece lejos, caminás y el horizonte siempre se aleja, pero para mí, lo más importante termina siendo el cielo. La tierra se aplana desde la visual de un metro setenta, y lo que tenés delante es esa gran bóveda de 360 grados a tu alrededor. Me decía un amigo que no hay nada más impactante que una tormenta en la pampa, y tiene toda la razón del mundo porque no hay freno. Los pueblos suelen tener calles muy anchas, para que los árboles no toquen los cables de luz los podan muy bajitos, las veredas quedan sin sombras, y cuando salís ves ese vacío que a las pocas cuadras se prolonga en el campo.

—Aparece con fuerza en el desencuentro de Ada con la imagen de General Cabrera que le contaba el novio en sus cartas, antes de irse a vivir ahí.

—Claro, porque el paisaje también se arma en la cabeza de cada uno, y llegando de la ciudad, a ella se le hizo difícil. "Ada" nació de la historia de una mujer que conocí, aunque su destino final fue otro.

—El cielo, entonces.

—Un eterno tema de conversación, porque las cosechas dependen de lluvias y sequías. Por ejemplo, uno de los rituales de mi viejo a la hora del atardecer es salir a dar una vuelta en auto, alejarse del pueblo a ver cómo entra el sol en el horizonte, si lo hace limpio o con tormenta. Porque tiene una chacra, como tuvieron mis abuelos paternos y maternos, y todo ese mundo marcó mi infancia.

LA VERGÜENZA DE LAS VÍCTIMAS.

—Por imaginativa que sea, la literatura siempre anuda elementos biográficos, pero en un relato de 222 patitos, "Cuento de Navidad", mencionás la tragedia de un abuelo, en 1933, cuando cuatro hombres entraron una noche a la chacra, mataron a sus dos hermanos, encerraron a sus hermanas y arrastraron a la madre de los pelos para que les entregara la plata.

—Sí, es el único cuento más o menos autobiográfico que escribí. Mi abuelo entonces era un niño y consiguió escapar por el maizal. Es una historia que siempre estuvo en la familia, pero mis abuelos no hablaban de eso. No es que fuera un secreto, pero era algo muy doloroso que les provocaba una especie de vergüenza, la vergüenza de las víctimas, no querían pasar ese dolor a los hijos, como una forma de preservarlos.

—¿Cómo te enteraste?

—Yo pasaba mucho tiempo en la chacra de mis abuelos maternos, todos los fines de semana me iba al campo y acompañaba a mi abuelo cuando visitaba a los vecinos o hacía las compras. Y escuché que la gente decía: este es el chico Falco, los de la tragedia, a los que les mataron los hijos. Porque en los pueblos, es bastante común que se identifique a las personas por dos o tres hitos biográficos: la María Susana, a la que se le fugó el marido, fulano, el que ganó la lotería, y cosas así.

—¿Y no lo hablaste con tu abuelo?

—No, murió cuando yo tenía diez años. Después pregunté en mi casa, pero mi viejo no quería conversar de eso, y después mi vieja me contó que cuando lo supo, siendo una niña, no conseguía dormir. En algún momento mis tías entrevistaron a una vecina que vio correr a mi abuelo desde el techo de su galpón, y parece que mi abuelo les gritó que se escondieran en el maizal porque no sabía si lo seguían o no. Y lo seguían, porque desde el techo la mujer veía las luces de las linternas que lo buscaban. La pampa tiene esa cosa rara, las distancias son grandes, pero por otro lado la transparencia es tan nítida que las cosas se acercan. No hay escondite posible. Coincidió que había un maizal, porque si en vez de maíz hubiesen plantado trigo, ¿dónde se escondía?, no hay resguardo.

Cuando mis tías la entrevistaron, por el 99, la mujer ya estaba muy viejita y la grabaron. Yo desgrabé esa cinta. Más tarde, cuando tenía 17, 18 años, me ocupé de preguntar a gente que sabía cosas, busqué en los diarios, entrevisté a varios vecinos. Necesitaba conocer la historia. Y después, con el tiempo, me contactó una persona que era descendiente de los asesinos, a los que encontraron al otro día, porque eran vecinos del pueblo, pero me pareció que no me correspondía a mí tener ese contacto.

—Me pregunto si la aproximación a lo siniestro que asoma en algunos de tus cuentos, nunca de forma muy excesiva, tiene la marca de esta historia.

—Nunca relacioné las dos cosas, pero es muy posible. Yo siempre vi en ese episodio la inmensidad de la oscuridad. Una noche sin luna, en la pampa, es la oscuridad absoluta, estás dentro de la masa negra. La presencia de la muerte, en el campo, es algo más habitual, porque hay que matar un pollo, faenar un cerdo, forma parte de la vida cotidiana.

—Los cuentos que abren y cierran tu último libro merodean algo de ese orden.

—Sí, juegan con el borde de los géneros y se corren de lo real, que es algo que me interesa mucho.

—Y en los tres relatos centrales, despojados de cualquier retórica costumbrista, bien recortados sus silencios, no dejo de oír una buena lectura de McCullers, O' Connor, Welty, ¿te reconocés en sus historias?

—Ojalá me hayan influenciado porque son escritoras que admiro mucho. Reconozco ese paisaje rural, los personajes, las pequeñas sociedades cerradas y muy tradicionalistas, los mecanismos de control social a través del rumor, y el chisme…. En su momento también me identifiqué con las historias de Saer, di Benedetto, Daniel Moyano, o en la de los italianos de la posguerra, como Pavese y Ginzburg.

—Es que tus cuentos callan muy bien y dejan las emociones en la entrelínea.

—Me cuesta mucho poner en palabras la intimidad, o los sentimientos. Como suele pasarnos a todos con amigos o familiares muy cercanos, con los que compartimos ciertos códigos o gestos que evitan las palabras. Una de las cosas que me interesaba narrar en este libro es la limitación del orgullo, por ejemplo, en "La actividad forestal", donde uno de los personajes, el japonés, pone en palabras precisamente lo que la protagonista no quiere que diga porque la deja en evidencia. Y el tipo, ingenuo, o perdido en esa relación nueva, insiste todo el tiempo.

—Como si le dijera: el amor es también las ganas de enamorarse.

—Pero si yo pongo eso en palabras, tengo que hacer un bollo y tirarlo todo a la basura.

—Ahí hay un registro que aceptamos con facilidad en el cine, pero no es frecuente en la literatura. Nuestros supuestos relatos de amor son, en realidad, de desamor, y para leer una buena historia de amor hay que ir a la literatura del siglo XIX. Si coloco ese cuento junto a "Silvi y la noche oscura", la muchacha que vive un delirante amor por un mormón, y con "El perro azul", de 222 patitos, donde el amor de una mujer por su perra no le impide la crueldad de ahogarle los cachorros que va pariendo, advierto una percepción del tema amoroso que parece parte de una búsqueda.

—Silvi está empeñada en un amor adolescente y hormonal que lo confunde todo, y en "El perro azul" me preocupaba otra cosa, pero es cierto que últimamente me interesé por el discurso de las revistas femeninas que banalizan el amor con toda clase de consejos: diez cuidados para no perder a tu pareja, cinco formas de seducirlo, y cosas así. Hay algo extraño en eso. Lo vengo siguiendo, sin terminar de entenderlo.

NUEVAS FORMAS DE CONTAR.

—En "El cementerio perfecto" también contás con pericia la renuncia del paisajista al amor de una mujer, obsesionado como está con su gran obra.

—Bueno, porque se interpone el orgullo de un artista que apostó la vida a la trascendencia con la ilusión de figurar en alguna enciclopedia de paisajismo del siglo XXI.

—La ceguera de la trascendencia, claro, a la que tampoco escapa un escritor.

—El tipo quiere hacer su gran obra y queda enredado en las tramas del pueblo. Hay una geografía adulterada ahí, porque Cabrera está en la llanura y yo me inventé una loma para chicanear a mis primos que viven en Deheza, porque ellos tienen cementerio parque y nosotros no.

—Te planteaste alguna vez: ¿cómo voy a dar las historias de estos pueblos?, o ¿qué no voy a hacer al narrar esos destinos?

—La verdad es que nunca me propuse dar cuenta de sus historias. Mis recuerdos funcionan como disparadores de la imaginación. Junto al campo de mis abuelos maternos, por ejemplo, vivía mi tío Pedrito, hermano de mi abuelo que vivió toda su vida en el campo. No es que rechazara la ciudad. No le gustaba ni siquiera ir al pueblo. Falleció con más de ochenta años y no tuvo otra vida que esa. Yo fui su ladero, y a lo largo de mi infancia y de mi juventud, para mí no había mejor cosa que salir a recorrer el campo con él. Primero, fue un genio, y a medida que fui creciendo comencé a preguntarme, pero qué hay acá, en este hombre, ¿qué hay detrás de su silencio?, ¿es sabiduría o estupidez?, ¿es amor al paisaje o miedo a salir de su encierro? Lo fui viendo de diferentes maneras, falleció y nunca terminé descubrirlo. Creo que había más sabiduría que otra cosa, pero me doy cuenta de que siempre estoy escribiendo sobre este tipo de personajes. El problema es cómo dar cuenta de ellos sin caer en el costumbrismo, en el regionalismo, no repetir formas ni estructuras trilladas. Porque escribir un cuento más o menos correcto es relativamente fácil. Si tomás como modelo a Raymond Carver, te peleás con tu novia y escribís un cuento carveriano. Pero yo quiero encontrar nuevas formas de contar porque la reiteración de estructuras ya muy incorporadas vuelve poco interesante la experiencia de escribir y la experiencia de leer.

—Vas a contracorriente del auge de la autoficción.

—Nunca hablaría de mí en los relatos, me da un pudor terrible. Estas entrevistas me ponen muy nervioso. Y no es que tenga la decisión de ir en contra de la autoficción. Sencillamente, no lo podría hacer, sé que estoy totalmente impedido de hacerlo, es más una carencia que una elección. Desde que era chico escribir fue un modo de jugar, entretenerme, escaparme, y si tuviera que escribir de mi vida estaría volviendo todo el tiempo sobre lo conocido. Prefiero la aventura de resolver problemas narrativos, encontrar personajes que me llevan a lugares impensados, no saber adónde voy a terminar. Finalmente son más las historias que quedan por el camino, a medio hacer, que las que se concretan en un cuento, pero están ahí, a medio elaborar. No me gustaría escribir un cuento en un día, por ejemplo, necesito convivir con los personajes, los paisajes, esos mundos, por un tiempo. A veces escribo una primera versión, la dejo descansar un año y en algún momento se convierte en un cuento. Siempre tengo varias historias abiertas porque nunca sé lo que quiero decir. Las escribo para averiguarlo.

Los libros.

OO, Alción Editora, 2004 (cuentos).

222 PATITOS Y OTROS CUENTOS, Editorial La creciente, 2004, reeditado por Eterna Cadencia, 2014 (cuentos).

MADE IN CHINA, Ediciones Recovecos, 2008 (poesía).

LA HORA DE LOS MONOS, Emecé, 2010 (cuentos).

CIELOS DE CÓRDOBA, Editorial Nudista, 2011 (nouvelle).

UN CEMENTERIO PERFECTO, Eterna Cadencia, 2016 (cuentos). Distribuye Escaramuza.

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