Obituario I

Sembrar la tierra de la memoria: ante la partida del escritor uruguayo Roberto Appratto

El mayor escritor vivo que tenía Uruguay

Roberto Appratto
Roberto Appratto
(Ariel Colmegna/Archivo El País)

por Daniel Morena
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La primera vez que oí hablar de Íntima, fue cuando Roberto Appratto (1950-2025) me presentó en la Casa de los Escritores y analizó un poemario mío de memoria; con apenas un esquema a lápiz fue recordando versos y reinterpretando lo que yo mismo no sabía que había en mí. Al final de la noche, brindábamos unos pocos, y mientras Gerardo Ciancio cuestionaba la negativa de Appratto a escribir sobre las nuevas generaciones, se apersonó Virginia Lucas, manoteó de la mesa el esquema de Appratto y dejó caer un título. “‘Íntima’. Lo mejor que escribió”. Y se llevó aquel texto valioso, que compensó con este otro. Entonces lo busqué, lo leí, lo releí; y en estos días en que Appratto acaba de morir, volví a leerlo con la misma sensación agridulce de siempre: la nostalgia.

 

La íntima memoria. El hilo que reúne las cuentas del recuerdo en Íntima, es el padre del autor. Remontando el curso de la niñez, Roberto Appratto llega al origen de “la oscura maravilla” de aquella relación. Para ello, la palabra es un talismán, y lo que podía haber quedado en la zona de sombra y silencio ilumina la fuente de donde mana una estética personalísima. “Ese punto en que la vida familiar se desautomatiza y entra en la ficción; el momento glorioso del habla.” Pero haber llegado a ese punto, a historiar las emociones propias y del entorno íntimo (“si todo significa, signifiquemos todo”), es el corolario de años de terapia, de cuestionamientos existenciales, de los laboriosos artificios de una generación formada en la penumbra, en plena dictadura, “víctima de Bergman y del psicoanálisis”. El padre es pediatra de familias ricas, músico intuitivo (silbador de tangos de una afinación perfecta, que incluso llega a componer), hombre de derechas, proteico, “difícil de captar, imprevisible, escandaloso, de estirpe italiana, un vehemente y al mismo tiempo dueño de un resto crítico”. Appratto zigzaguea todo el tiempo entre las predilecciones propias y las paternas (por momentos indiferenciadas, por momentos metamorfoseadas), todas gestadas en base a un gusto modélico incrustado tempranamente: por lo clásico, por Piazzolla, por Salgán (para el padre, como para Schopenhauer, la música es la esencia del mundo. “Lo musical plantea la vida como sucesión de empujes o momentos fuertes”), quizá por ser el hijo chico y de algún modo cómplice, quizá porque el padre “ejercía su inteligencia y producía, sin querer, mi vida futura”. El libro se enmarca en el monologuismo interior, aunque no de sesgo propiamente existencial, o no al menos en la busca constante de la emoción y la belleza por lo bajo. Appratto tiende en cada página sordos resplandores —como quería Verlaine— eximiendo a la memoria de enfatizar los perros de la dicha y no la dicha misma.

 

La cifra. Appratto propone de plano la teoría literaria como fundamento ontológico para interpretar la vida como texto, y las personalidades como líneas a descifrar. Recuerda los estudios en el IPA, y el descubrimiento de ciertos autores (Barthes, o el propio Medina Vidal, a quien considera su maestro) lo lleva a una especie de práctica vital de hermenéutica literaria. De ahí que el libro refluye constantemente a desencriptar a través de la palabra lo que de otro modo sería insondable; de ahí, también, que el libro plenifica. La novela fue escrita de un tirón, y así se lee. Un solo largo párrafo sin punto y aparte, un recuerdo que aglutina al siguiente en la anchura y profundidad de la memoria. Se van sucediendo el recuerdo y el drama del recordar como dos caras de la misma moneda. A veces un hecho posterior ilumina uno anterior que con ello pasa a ser de causa, consecuencia. Por ejemplo, cuando relata la decepción que le produciría un comentario del padre ante un texto de Carlos Maggi “Sobre Gardel, Onetti y otros tangos” (con que el hijo pretendía sorprenderlo: le había resultado crítico). “Se hace el Bernard Shaw”, resopló el padre al leerlo, dejando mal parado al propio Maggi. En otro pasaje, la evocación de la nariz del padre es un síncope de ternura (“agarrarla, apretarla”), y si bien no es el tono general del libro, cada tanto un recuerdo diáfano resplandece en la densidad de la página, cuya sombra no es nunca deliberada. Hay, en todo caso, una convicción autoimpiadosa tendiente al juicio propio y al familiar, que nunca se deslíe de la emoción, aunque constantemente la enuncia por alusión psicológica; así hasta la hora final del libro, que es también la del padre, tras una larga enfermedad en que la tristeza no tiene filtro.

Elogio de la confesión. Está claro que la memoria siempre es inventiva, y ningún escrúpulo naturalista puede dejar de hacer un recorte, de poner el foco en esto o en aquello, y más allá de la pretensión mesiánica de realismo, lo único que va quedando del día en que sucedieron las cosas son las impresiones, cuya naturaleza al relatarlas es sucesiva, y todo ello en el reino de lo sensorial. Sin embargo, el talento del recordista (recuérdese a Felisberto) al señalar desde el principio del texto tonos de voz, gestos, reacciones y una matriz de anécdotas en que un grupo reducido de personajes está inmerso (como una música de fondo), esparce una especie de abono sobre la tierra de la memoria, con lo que fertiliza el milagro de simultaneizar, si no la escritura, al menos la lectura. Es decir, habilita al lector a enfrentar la nueva página con la sensación de estar ante un friso (un simple momento que sólo por serlo ya incluye al anterior, y al anterior, a la manera de una visión aléfica), sin la necesidad de que cada detalle sea nueva y minuciosamente reescrito. Esto pasa con Íntima, cuando ya se ha entrado en confianza con la voz poliédrica del autor, con el padre, con la familia y con el Uruguay de los años que cuenta, cuya cultura “es la encarnación de un humanismo sudoroso.” Hay, promediando el libro, mucho de sabido o “emoción de pertenencia” cada vez que se aborda una nueva situación. La poética de Appratto para construir mundo íntimo lo exonera de reincidir, y ante una situación inesperada, el piso de lo anterior es de una altura establecida tal que uno mira lo por venir desde un punto más alto. El hecho de elevar al lector, es decir, hacerlo íntimo del que escribe —¿confesor?— es un don que se agradece, y también se va a extrañar.

Está claro que ha muerto el mayor escritor vivo que tenía nuestro país, y que de la tristeza se sale escribiendo, como él mismo ha dicho, con excelente literatura: “En el reino de lo verbal, aparentemente para siempre.

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