por Ramiro Sanchiz
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Desde hace unos cuatro o cinco años ha venido estableciéndose y creciendo una comunidad de lectores que apuesta por el disfrute de los libros largos, enciclopédicos y especialmente complejos en su textura verbal. Algunos críticos han arriesgado el término “maximalismo” para referirse a este conjunto de textos, que tiene sus precursores (además de en Moby Dick y en Ulises) en novelas como Los reconocimientos, de William Gaddis, Orcynus Orca, de Stefano D’Arrigo, y El arcoíris de la gravedad, de Thomas Pynchon.
A la vez, en la deriva reciente de la crítica y las reseñas literarias afincadas en la red, uno de los fenómenos más notorios es el retorno del blog; sin embargo, a diferencia de lo que sucedía en su concebible “edad de oro” (más o menos hacia 2005 o 2006), ahora los blogs abandonan su construcción de bitácoras personales, se articulan con canales de YouTube, podcasts y posteos en Substack y se orientan hacia el establecimiento de comunidades de lectura desde estéticas o poéticas específicas.
La centrada en el maximalismo, por ejemplo, cuenta con referentes como el blog The Untranslated y el canal de YouTube y podcast W.A.S.T.E. Mailing List; también es cierto que estas plataformas de difusión no quedan limitadas por el ámbito literario sino que el mismo modo de hacer crítica y reseñas se difunde hacia otras artes, en particular la música (por ejemplo con el excelente canal de YouTube The Classical Nerd o los blogs y cuentas de Instagram Metal Especulativo y The Album Collector).
Entre los autores más comentados y leídos por blogs como los recién mencionados, el más conocido (al menos para lectores uruguayos o rioplatenses) es el rumano Mircea Cãrtãrescu, ya una estrella de la literatura global, pero a la par comparecen los nombres de William T. Vollmann, Miquel de Palol y László Krasznahorkai, cuyos libros no son tan fáciles de conseguir en Montevideo (salvo, claro está, comprándolos en la red). Posiblemente Palol y Vollmann sigan resultando relativamente oscuros a los lectores uruguayos, pero después del reciente fallo del comité del Nobel, otro será el camino que recorrerá la obra de Krasznahorkai.
Por dónde empezar. Los datos biográficos inmediatos se enumeran fácilmente. Nació en 1954 en el poblado de Gyula, en la Hungría oriental, de padre judío (el apellido original era Korin, cambiado en 1931 a Krasznahorkai) y madre descendiente de transilvanos. Estudió leyes y más adelante lengua y literatura húngara (se graduó con una tesis sobre Sándor Márai), trabajó en una editorial, residió temporadas en Alemania, Mongolia, China, Japón y Estados Unidos (en New York, de hecho, vivió en el apartamento de Allen Ginsberg) y colaboró con el cineasta Béla Tarr, quien adaptó al cine algunas de sus novelas.
En cuanto a su obra, todo intento de resumen sucinto termina por resultar insuficiente. Como con muchos escritores a los que precede cierta fama de dificultad, la pregunta más común por parte de los lectores que pretenden ingresar al territorio Krasznahorkai es por dónde empezar, y siempre —pasa lo mismo con Thomas Pynchon o J. G. Ballard, por dar dos ejemplos bastante diferentes— se dibujan ante todo dos opciones: si se prefiere entrar por la puerta grande y acceder de inmediato al corazón de la obra, con todas sus dificultades y demandas al lector, o si es preferible dar con un libro más accesible y a la vez representativo.
Quienes favorezcan el segundo método podrían recurrir a la obra breve del húngaro, la de los cuentos de Relaciones misericordiosas (1986), publicado en traducción al castellano por la editorial Acantilado, o, quizá todavía mejor, la de las nouvelles Al norte la montaña, al sur el lago, al oeste el camino, al este el río (originalmente de 2003 y publicada hace apenas semanas en Argentina por la editorial Sigilo, aunque había aparecido en 2005 en la misma traducción, del chileno Adán Kovacsics, en Acantilado), y El último lobo (2009). Esta última puede pensarse como una muestra particularmente eficaz (en la escala de un libro de 96 páginas) de al menos uno de los recursos estilísticos más notorios en la obra de Krasznahorkai, las oraciones quilométricas cuyas pausas marcan secciones o capítulos del libro en cuestión. Esto puede ahuyentar a más de un lector acostumbrado a la artificialidad del ritmo cortado y la prosa telegráfica, o al estilo austero, sobrio y elegante que hace a la gran mayoría de la literatura latinoamericana reciente, pero incluso en sus expresiones más radicales, la oración de Krasznahorkai es siempre fluida y dinámica. Hay una intensidad afectiva y una densidad de imágenes que puede saturar al lector que busque pausas y líneas en blanco a modo de pauta rítmica o de descanso, pero el efecto de lectura es en realidad bastante diferente al de otros escritores avasallantes como Thomas Bernhard o incluso el ya mencionado Cãrtãrescu.
En El último lobo, entonces, encontramos una única frase en la que los diversos incisos aportan tanto expansiones de lo expuesto como digresiones sobre una concebible secuencia principal de acontecimientos; su trama sigue a un viejo escritor y filósofo húngaro que, en su bar favorito, le cuenta al mozo su peripecia reciente por Extremadura, España, donde fue invitado para que escribiera sobre más o menos cualquier cosa que le inspirara el viaje y su estadía en la provincia española. Toda la novela reproduce este largo relato del viejo escritor al mozo, y pronto cobra un lugar central la historia (que le contó a su vez al escritor su chofer extremeño) de un cazador que, a comienzos de la década de 1980, mató a los últimos lobos que habitaban la región con la excepción de uno, que se las arregló para sobrevivir hasta 1993. Por supuesto, la vida del veterano filósofo y escritor, fracasado y amargado, termina por encontrar en el destino de ese lobo sobreviviente una suerte de espejo, y la breve novela conecta por tanto una meditación sobre el nihilismo y el absurdo de la fortuna humana con la reflexión sobre los paisajes del Antropoceno y la depredación antropogénica de la biósfera.
La oración interminable. El término “apocalíptico”, de hecho, suele ser invocado a la hora de referir a la obra de Krasznahorkai. Desde una perspectiva necromodernista, el húngaro concentra y resume toda una tradición literaria europea con raíces en los grandes maestros de comienzos del siglo XX (Joyce, Kafka, Musil, Stein, Döblin, Woolf, Mann, Dos Passos) pasada por los llamados posmodernos (Pynchon y Gaddis, por ejemplo), para referir a la extinción de esa cultura literaria, de esa forma de producción y representación en la palabra escrita de ciertas subjetividades, sensibilidades, saberes, espacios naturales y urbanos. En ese sentido, Krasznahorkai parece condensar en sus oraciones quilométricas todo el peso de la tradición moderna bajo la forma de una elegía por un mundo perdido y sustituido por la poesía antibucólica de lo necropastoral, por usar el término de la poeta y ensayista estadounidense Joyelle McSweeney.
Esto es especialmente notorio en sus novelas más ambiciosas, las que podrían comportar la otra puerta de entrada referida más arriba. Así, tanto La melancolía de la resistencia (1989) como Tango satánico (1985) ofrecen ejemplos perfectos de este tono elegíaco y a la vez nihilista, nostálgico y a la vez desesperanzado. En la primera, quizá la más cercana a alguna forma centroeuropea y sutil del realismo mágico, un extraño circo (que ofrece como atracción principal el cadáver preservado de una ballena y también a un mutante llamado “El príncipe”, capaz de manipular las multitudes) llega a una pequeña ciudad y produce un estallido social. Si bien la cronología no es explícita, es fácil inferir los tiempos de la República Popular Húngara y su clima de escasez, vigilancia y sospecha, hasta el punto que algunos críticos han calificado al libro de “alegoría”. En cualquier caso, la trama sigue la peripecia de Valuska, un hombre que sufre un trastorno mental y se desempeña como mensajero y repartidor de diarios. Obsesionado con la astronomía (y fascinado y superado permanentemente por la idea del espacio infinito), Valuska se preocupa por cuidar al señor Eszter, un viejo musicólogo recluido en su casa que decide salir, por primera vez en años, justo mientras explota la violencia de la revuelta.
Esta figura del idiota del pueblo o del loco deslumbrado con alguna rama del conocimiento reaparece en casi todas las novelas de Krasznahorkai. Por ejemplo, en Herscht 07769 (la penúltima hasta la fecha, aún no traducida al castellano pero sí disponible en inglés), encontramos a Florian —un joven de tremenda altura y fuerza física que se dedica a limpiar grafitis en una empresa de mantenimiento cuyo dueño es un neonazi obsesionado con Johann Sebastian Bach— y su fascinación por la mecánica cuántica, (mal) asimilada en sus conversaciones con un viejo profesor de física. Florian no logra comprender la manera en que la cuántica concibe al vacío (como un campo que permea el espacio y produce pares de partículas y antipartículas), teme que todo el universo sea aniquilado por la antimateria, y se obsesiona con escribirle a Angela Merkel una carta advirtiéndole de este fin del mundo inminente. Para entregar la carta viaja a Berlín, peripecia que la novela narra fragmentada en diversas analepsis o flashbacks.
Esta última podría ser considerada el ejemplo más extremo del trabajo de Krasznahorkai sobre la oración interminable: las cuatrocientas y pico de páginas en la traducción al inglés no incluyen punto y seguido o punto y aparte alguno y solo ofrecen como manera de segmentar o pautar la narrativa espacios en blanco ocupados por palabras resaltadas por una tipografía más grande.
La ya mencionada Tango Satánico es otra buena opción para seguir adentrándose en la obra de Krasznahorkai, del mismo modo que Guerra y Guerra (1999). En la primera el clima apocalíptico emerge del relato del fracaso de una comunidad agrícola que se pretendió autónoma y su espera por la llegada de un redentor (figura similar a la del Príncipe en La melancolía de la resistencia) que, finalmente, queda expuesto como un estafador, mientras la novela sigue a un conjunto de personajes que incluye a una niña que también presenta dificultades cognitivas. En la segunda encontramos otro viaje, en este caso el de Korin, un nuevo idiota krasznahorkiano, a New York, ciudad donde pretende encontrar un editor para un manuscrito que encontró en la biblioteca en la que trabaja, y que consiste en una delirante odisea homérica a través no tanto del espacio del Mediterráneo como de la historia de Europa.
No vale la pena regresar a los malhumores y sarcasmos sobre el Nobel y sus preferencias, sus compromisos políticos y sus caprichos. En este caso, al menos, es preferible celebrar que el galardón conferido a Krasznahorkai permitirá una nueva y mejor circulación de sus obras, entre las más ricas, complejas, fascinantes e hipnóticas de la literatura global de las últimas décadas.
Por dónde empezar a leerlo
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Hay varias obras de László Krasznahorkai traducidas que ofrecen buenas vías de ingreso para quien no lo ha leído. Tango satánico, por ejemplo, o Guerra y guerra, como obras de mayor dificultad. Entre las más breves, Relaciones misericordiosas, Al norte la montaña, al sur el lago, al oeste el camino, al este el río, y también El último lobo, este como muestra de uno de los recursos estilísticos más utilizados por el escritor húngaro: el de las frases quilométricas. Tanto los de editorial El Acantilado como los de Sigilo, ya están disponibles en librerías.