Texto y fotos de Panta Astiazarán
POCO ANTES de partir en mi primer viaje a la República Popular China, le pregunté a un viejo amigo, que había ido varias veces por negocios. "Ah... ¿los chinos?" me dijo, "un pueblo honesto y trabajador, incapaz de embromarte, no vas a tener problemas. Eso sí, si te perdés, ¡estás frito!, todo está escrito en chino, nadie habla una palabra de inglés".
No me preocupé mucho. Durante los tres meses previos había estado estudiando mandarín el idioma oficial en forma intensiva, enfatizando la pronunciación en base a un diccionario y un libro de frases inglés-mandarín. La señora Hou, mi profesora, me había asegurado que el "pin yin, el chino escrito con caracteres latinos, estaba muy difundido".
Pero viajar en forma independiente por ese enorme país, donde muy poco está previsto para orientar a los visitantes extranjeros terminó siendo, por momentos, una tarea hercúlea. Para empezar casi nadie habla nada más que chino en alguna de sus variadas y casi impenetrables formas. En Beijing un poquito de inglés, a veces, pero hasta en los hoteles autorizados para hospedar extranjeros hay que comunicarse en chino básico, pues incluso el lenguaje gestual puede llevar a confusión. Y con respecto al famoso pin yin, fallido intento del gobierno de Mao para cambiar la milenaria escritura china por el alfabeto latino, encontré a una sola persona que lo supiese.
Esto se reveló particularmente inconveniente a la hora de comer. Cuando el menú del restaurante no tenía fotos de los platillos, había que optar por la técnica que bauticé como "lotería digestiva": mientras recitaba el antiguo mantra "Cesta, ballesta, Martín de la cuesta..." elegía algo al azar, o a lo sumo, por el precio. Luego aguardaba esperanzado el fruto de mi elección. En general obtuve resultados variables, que iban de lo incomible a lo delicioso. Naturalmente que en muchas ciudades grandes está la cadena norteamericana de comida rápida Kentucky Fried Chicken, que está de moda y por todas partes, pero son muchísimo más caros. Por ejemplo, un "combo" de pollo frito, papas fritas y refresco para una persona cuesta 57 yuan (siete dólares), en tanto que la especialidad pekinesa, el delicioso pato laqueado, en un restaurante correcto cuesta solo 22 yuan.
MUCHOS TONOS POSIBLES. En mandarín hay que cuidar mucho el "tono" con que se pronuncian las palabras. Por ejemplo, la inocente expresión "Dígame, por favor..." (qin wen) puede convertirse , por efecto de una entonación defectuosa, en el inconveniente pedido "Un beso, por favor" (qin wen), que suena parecido, pero podría colocarlo a uno en una situación incómoda.
Una mañana, recién llegado a Shanghái, se me antojó beber una taza de café. Entré en una cafetería-restaurante y la pedí exactamente como me había enseñado mi profesora, pronunciando con sumo cuidado "ka-fei", con el tono que juzgué correcto. La mesera se quedó mirándome como si le hubiese pedido un beso. La intervención de una clienta hizo que por fin me sirvieran el exótico brebaje. Entonces le mostré a la empleada la palabra "café" escrita en mi diccionario inglés-mandarín. "Ah, ka-fei..." dijo la muchacha, y se quedó unos instantes pensativa sin decir más nada.
Más tarde tuve un contratiempo algo mayor. En Wenzhou, ciudad del sudeste de China, pedí un pasaje para Fuzhou, situada algunos cientos de kilómetros más al sudoeste. Confié en mi manejo de la lengua y en nada más, ya que todos los letreros y anuncios en la terminal de autobuses estaban en caracteres chinos. Por las dudas pregunté varias veces adónde me llevaba el coche, pero a los pocos minutos de partir, desconfiado, consulté mi brújula y mis peores temores comenzaron a materializarse: íbamos exactamente en el sentido contrario, hacia el noreste. Inútil fue mostrarles mi completísimo mapa de China al único pasajero a bordo y al guarda. Ninguno de ellos podía leer el nombre de las ciudades escritas en alfabeto latino. Al fin conseguí hacerme entender y entonces, agarrándose la cabeza, el guarda me dijo que en realidad íbamos hacia Huzhou, mil kilómetros en sentido opuesto. En ese momento noté que Fuzhou, Wenzhou, Suzhou y Huzhou (además de alguna otra "Fuzhou"), desperdigadas por el inmenso territorio del "Reino del Medio" (o Zhong Guo, como se dice "China" en mandarín), suenan todas más o menos igual.
El incidente tuvo un final feliz, porque el amable guarda, tras telefonear a su base pidiendo instrucciones y con la ayuda de un policía en una parada en la ruta, me ayudó a atravesar la autopista y me pusieron en un coche de retorno al punto de partida.
UN TROZO DE TAIWAN. Durante tres semanas recorrí miles de kilómetros por tierra, siempre en autobús. Partiendo de Shanghái y bajando por la costa hacia el suroeste hasta llegar a Hong Kong, fui visitando casi una decena de ciudades grandes. Éstas y las metrópolis que atravesaba en la ruta, se hallaban en rápido crecimiento industrial y en todas se construían barriadas enteras por doquier. En ningún lugar de toda esa amplia zona en pujante desarrollo económico vi barrios pobres, miseria evidente, y en pocas oportunidades me tropecé con mendigos. Se lo comenté a un amigo chino, un joven economista, que me respondió bajando un poco la voz que era así, pero que también, lamentablemente, en las áreas puramente rurales, las cosas "eran bien diferentes". Conversábamos a bordo de un barquito que realizaba un paseo turístico por las inmediaciones de la ciudad costera de Xiamen. El recorrido incluía pasar frente a un islote minúsculo ocupado por Taiwán, a muy poca distancia de la costa continental. La embarcación se detuvo a unos cien metros de ese diminuto promontorio con una playita minúscula, protegido por casamatas con ametralladoras, alambradas de púas y sembrado de minas. Los pasajeros, todos chinos, filmaron y fotografiaron con entusiasmo ese fragmento de territorio ocupado por los capitalistas taiwaneses, pero sin demostrar animosidad. "A veces nosotros los saludamos y ellos hasta nos responden" me dijo una joven pasajera que graciosamente se había ofrecido para oficiarme de traductora durante la corta travesía. Para los chinos continentales, Taiwán no es más que una provincia disidente que inexorablemente volverá a ser parte del país —dentro de poco, tal vez— y por ende sus habitantes son tan chinos como ellos.
Contrariamente a lo que había supuesto, tras leer los relatos de escritores permanentemente malhumorados como Paul Theroux, los chinos por lo general son amables, aunque indiferentes. Tras registrarme en los hoteles, siempre era tratado con cortesía, aunque nadie se ofrecía a ayudarme a cargar mi equipaje hasta la habitación. "Por allá" me decían con un gesto vago y me las tenía que arreglar para llegar solo.
Paseando un domingo por el magnífico parque que bordea el lago en Hangzhou, di un traspié y me caí, golpeándome fuertemente la rodilla. A duras penas y con intenso dolor, conseguí incorporarme y sentarme en un banco, tratando de descubrir si me había fracturado la rótula contra una rejilla de hierro. Era domingo por la tarde y pese a estar rodeado de gente, nadie se arrimó a darme una mano o a ver si ese torpe "nariz larga" necesitaba ayuda. Al cabo de unos minutos unas mujeres que estaban sentadas a unos veinte metros me hicieron señas de que me limpiase el rostro. Tenía un poco de sangre, ni me había dado cuenta. Me limpié con el pañuelo, me recompuse como pude y me retiré con dificultad, arrastrando la pierna lastimada —que me molestó por casi dos semanas— sin que nadie más se dignase a mirar.
Poco tiempo después, caminando por Chengdu, en el centro de China, vi a un hombre joven que se retorcía tirado en la vereda. Todos pasaban a su lado sin detenerse. Me paré a mirarlo con atención: estaba correctamente vestido, sólo algo sucio de revolcarse durante lo que podría ser un ataque de epilepsia. No era epilepsia, decidí luego de unos momentos de estudiarlo, pero parecía estar sufriendo intensamente. No podía dejarlo tirado. Me agaché y lo ayudé como pude a sentarse en unos escalones cercanos. Entonces, recién al ver que ese extranjero con dos cámaras colgadas del cuello se molestaba a ayudar a un conciudadano, algunos transeúntes se detuvieron y comenzaron a hablarle. Yo ya no podía hacer más, así que me fui, preguntándome si no será que la sonrisa amistosa de esa gente no es sino la máscara amable de la indiferencia.
POBRE MANDARIN. Al aproximarme a Hong Kong las ciudades son todas parecidas, diseñadas aparentemente con los mismos criterios urbanísticos. En casi todas ellas los barrios más tradicionales habían sido demolidos, o en eso estaban, para construir complejos habitacionales todos parecidos entre sí. Solamente los parques eran invariablemente estupendos: grandes, limpios, con mucho verde. Y la población los disfruta a pleno, pues otorgan un respiro en medio del asfixiante deambular diario por esas ciudades grises, aunque de calles y avenidas espaciosas. En Hong Kong algunas de las características más negativas, como la falta de espacio y la agitación constante, estaban exacerbadas; allí la arquitectura es más libre y se integra al paisaje de una manera curiosa.
Decidí ir hasta Chengdu y de allí volar al Tibet, para cambiar de ambiente. Fueron dos semanas de distensión, en medio de las montañas, los monasterios y los amables tibetanos, actualmente en minoría a causa de la incesante inmigración china.
Pero esa es otra historia. Al regresar me quedé unos días en Pekín, recorrí uno de los pocos barrios tradicionales (hutong) que aún no han sucumbido a la piqueta, y visité la Ciudad Prohibida junto a otras veinte mil personas. Entonces me llevé una sorpresa: cuando hablaba tímidamente en mi pobre mandarín, la gente me comprendía, y me respondía de la misma forma, poniéndome en aprietos. Me di cuenta que no era solo yo, que los demás habitantes del país más poblado del planeta también tienen dificultades para entenderse entre sí a causa de los acentos regionales, o de los diferentes dialectos. Por eso las películas y seriales locales que pasan por la tele están subtituladas... en caracteres chinos.