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La nueva era de las grandes murallas

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Guerra Mundial Z

Civilización y fronteras

Cada civilización construyó murallas para dejar afuera a los indomables, a los bárbaros, pero nunca como hoy.

Cuando la infección zombie sacudió al mundo y la caída de la especie parecía inevitable, muchos se refugiaron en el norte de Escocia detrás de la antigua Muralla de Antonino, construida casi dos mil años antes por los romanos. Así sucedió en Guerra Mundial Z (Marc Forster, 2013), protagonizada por Brad Pitt, una ficción post apocalíptica que cobra una vigencia inquietante en esta era de pandemia global. Porque hemos vuelto a vivir recluidos detrás de muros, reales o imaginarios, para frenar a un enemigo del que poco conocemos y que genera gran incertidumbre.

La civilización humana ha estado construyendo muros desde hace miles de años, pero desde hace unas tres décadas vive una suerte de euforia inédita. Los muros del siglo XX y XXI han integrado sofisticadas tecnologías, pero al igual que sus antecesores, dejan afuera aquello que pone en peligro la vida civilizada. El historiador norteamericano David Frye ha trazado en el libro Muros, La civilización a través de sus fronteras, una historia de las psicologías a ambos lados de los muros. Una que no se interesa tanto en los materiales de la Muralla de Antonino o en los muros de la dinastía Ming, como en las motivaciones y los miedos que llevaron a construirlas, y que cobra inusual vigencia. Una historia que no abarca todas las murallas, que deja afuera una de aquí cerca, la Zanja de Alsina, una suerte de Gran Muralla Argentina del siglo XIX que buscaba dejar afuera a los indomables indios y sus malones. Iba a tener 610 km de longitud pero solo se construyeron 370.

Conjurar el miedo

Hay vestigios de murallas por todo el mundo. Casi todas han sido estudiadas y medidas, a pesar de las dificultades de los terrenos donde se encuentran y su estado actual. Las construidas en piedra o ladrillo cocido han dejado vestigios, las levantadas con barro casi nada. La fotografía satelital permite ver mejor esas trazas en el terreno, pero poco dicen de quiénes las construyeron, y contra quién. La que hoy se conoce como la muralla más antigua, bautizada TLM (Très Long Mur) por los arqueólogos franceses que la descubrieron, está en Siria y no se sabe quién la hizo, ni por qué. Se sabe que tiene más de cuatro mil años, que corre por 160 kilómetros, tiene una altura promedio de 1 metro, y que cerca tiene antiguas y modernas ciudades destruidas por guerras antiguas o actuales. El resto es un misterio.

Las primeras líneas del libro de Frye están dedicadas al TLM y eso es un gesto de humildad. En un libro que busca encontrar las razones por las cuales unos y otros quedaban a diferentes lados de un muro, comenzar por aquel del que no se sabe absolutamente nada es declarar, sin pruritos, que el conocimiento en esta área tiene serios límites, y que las hipótesis que podamos lanzar deben ser sometidas a un escrutinio intenso. Por una razón: quienes construyen murallas lo hacen por miedo, un sentimiento poderoso y universal que es muy difícil de racionalizar. Y de aceptar. A la distancia y en el tiempo se intentará comprender por qué el Primer Emperador chino comenzó a construir una serie de murallas, construcciones que otras dinastías siguieron y miles de años más tarde se conocerían como la Gran Muralla China, título que recién apareció en el siglo XX. Se ha investigado y se ha escrito sobre los motivos de esas civilizaciones chinas que buscaban defenderse, y también, aunque no tanto, de los bárbaros, los hombres a caballo de la planicie que llegaban del norte saqueando, matando y violando, como también de lo que pasó por la cabeza de los romanos y los persas que asumieron similares mega empresas. Este período se conoce hoy como la Primera Era de las Murallas, una que construyó bárbaros arquetípicos incontrolables, habitantes innatos de la estepa, sucios, olorosos e insolentes.

Pero el problema es hoy con esta nueva era de construcción de murallas, en cantidad sin precedentes. No queda bien calificar a los del otro lado de sucios, olorosos e insolentes. Las derivaciones que trae analizar estas nuevas construcciones son de una complejidad inaudita, tanto en el plano ético como moral. Así sucede con el muro de Donald Trump con México, o el muro de hormigón que hoy separa a Turquía de Siria a lo largo de 800 kilómetros, o la barrera electrificada que levantó Hungría en 2015 a lo largo de 170 kilómetros de la frontera con Serbia, o los campos minados en el desierto entre Chile y Perú. O los diversos muros que se han levantado en países europeos para frenar a los refugiados sirios o africanos.

Ya no son de ladrillo, piedra o barro. Tienen drones, cercas eléctricas, minas antipersonales o vehículos teledirigidos, como ocurre con el Muro de Cisjordania que levantó Israel, pero también en el muro que levantó Egipto contra Gaza, de acero, o el que construyó Jordania con la ayuda de Estados Unidos a lo largo de los 400 kilómetros de su frontera con Siria, con tecnología de la hipersofisticada Raytheon. “Esto no tiene precedentes en la historia” afirma Frye. “En los primeros 15 años de existencia, la Segunda Era de las Murallas eclipsó por completo a la primera en todos los sentidos. Ahora hay más países que han levantado muros fronterizos, y más largos que nunca, que en cualquier otro período de la historia”.

Antes de la pandemia actual. Hoy hay que sumar todas las barreras sanitarias que han paralizado al mundo, auténticos “muros” que buscan dejar afuera a un enemigo tan real como invisible, que no controlamos, y que parece comportarse con la avidez y la furia de los zombies.

Cosa de mujeres

La Gran Era de la construcción de murallas o Primera Era la definieron los chinos, los romanos y las grandes civilizaciones de Eurasia. De allí nacieron las grandes civilizaciones que hoy conocemos como China, Occidente y el mundo islámico, y los tres definieron su identidad desplazando detrás de muros a los indomables. Entendían que el mundo estaba dividido entre constructores y guerreros. Frye busca comprender que pensaban los contemporáneos sobre aquellos muros. Por ejemplo, si por tenerlos se sentían más libres, o más presos. La Grecia antigua ofrece un ejemplo.

Los espartanos eran un pueblo guerrero. Los hombres no hacían otra cosa que pelear, nada de cocinar, sembrar o levantar casas. Nunca vivieron rodeados de muros. Creían que eso era de cobardes, afeminados. Despreciaban a los atenienses que construyeron muros para defenderse, y detrás de esos muros trabajaban, se divertían, leían, producían, filosofaban. Era una vida mucho más rica espiritualmente que la de los espartanos, constructora de un legado que —como sabemos— terminó siendo el cimiento de la civilización Occidental. Sin embargo los espartanos los despreciaban, consideraban todas esas tareas “hogareñas” que ocupaban a los atenienses como cosas de débiles, o peor, “cosas de mujeres”. Visto en perspectiva, los atenienses eran un pueblo mucho más libre que la militarizada Esparta. Sobre todo en lo que concierne a la construcción de ciudadanía. Aunque no eran libres los esclavos que sostenían ambas economías, sobre todo la espartana, que los precisaba desesperadamente. Los esclavos en Atenas eran los más libres del mundo antiguo, incluso vivieron instancias abolicionistas.

Los muros, entonces, separaban dos visiones del mundo, radicales y opuestas. Los de la estepa veían como cobardes, débiles y afeminados a los que vivían detrás de los muros en modo civilización, porque no sabían manejar una espada, no estaban aptos para la lucha. Los civilizados, a su vez, veían a los salvajes como seres brutales, sin más ambición que matar o morir, y vivir sin estar sujetos a regla alguna más allá de las que impone el jefe de la horda. Aunque con contradicciones, porque la literatura y la poesía recoge, desde tiempos inmemoriales, la admiración que profesaban a los bárbaros ciertos sectores de la civilización quienes, hartos de las paradojas de la compleja vida “civilizada”, tenían una visión idealizada y romántica de lo “primitivo” y la simpleza en que vivían. El Río de la Plata no ha escapado a esto en su visión del indígena originario, del “buen salvaje”.

Ese romanticismo se iba al garete cuando se trataba de tipos como Gengis Kahn que aniquilaron todo a su paso. Llegaban, arrasaban, mataban, se alimentaban y seguían. Eran movimiento perpetuo, casi absolutamente libres, y así se convirtieron en los primeros genocidas de la historia, mucho antes que los nazis. Hasta que entraron a Europa Central y, luego de devastar a los húngaros, no pudieron ingresar a los bosques. El bosque no es la estepa. Al perder movilidad se desbandaron, se aquerenciaron. El terror huno, inmovilizado, se civilizó.

Ni los chinos pudieron con Gengis Kahn, que los conquistó. Luego de él volvió la dinastía china Ming (1368-1644), gran constructora de muros y torres bellamente cranelados en piedra. Son los que sobreviven hoy, no porque hayan resistido al viento, a los depredadores (no lo hicieron), sino porque la China comunista las tomó como modelo y las restauró como emblema nacional. El muro, entonces, más allá de su eficacia militar, podía una frontera, un límite y también un símbolo. Ese poder simbólico persistió con muchas viejas construcciones, y a veces duró generaciones. Así fue con la muralla del emperador romano Adriano, una frontera entre civilización y barbarie que hoy está en el límite entre Inglaterra y Escocia y ha sido bellamente recuperada en algunos puntos, como ocurre con Vindolandia. El emperador buscó dejar del otro lado a seres irreductibles, precursores de los que luego conoceríamos como Highlanders, seres míticos con kilts organizados en clanes, grandes tomadores de whisky que recién pudieron ser “civilizados” hace apenas 250 años a sangre y fuego por Inglaterra, tal como registra la serie Outlander, temporada 1 y 2. Persiste, entonces, una pregunta: qué retroalimentó a ambos en esa isla, a los civilizados y a los bárbaros, separados por apenas unos cientos de kilómetros, a lo largo de 16, 18 siglos. Quizá el psicoanálisis tenga una respuesta, como la tuvo para la relación de los ingleses con los irlandeses, sus otros “bárbaros” indomables (ver Declan Kiberd en La invención de Irlanda, sobre todo el capítulo “Irlanda, ¿El inconsciente de Inglaterra?”).

Gran Muralla Patagónica

La última batalla librada en la Gran Muralla China sucedió en 1933 cuando los japoneses, que en 1931 habían ocupado Manchuria, decidieron avanzar sobre China a través de la puerta de Shanhaiguan. Resistió poco, porque desde Constantinopla se sabía que el enemigo de las murallas son los cañones, y los japoneses estaban mucho más fanatizados. Fanatismo que no les sirvió de nada años más tarde, en 1939, cuando fueron aplastados por los soviéticos en la batalla de Jaljin gol, allí en Manchuria. No había muro para defenderse y los tanques de Zhukov, el mejor general que tuvo la Unión Soviética, los masacraron a pura velocidad en una maniobra de blitzkrieg o guerra relámpago, un año antes de que los nazis la aplicaran en su invasión a Francia (1940) y reclamaran ser los inventores de la maniobra.

América del Sur tiene también su Gran Muralla, una que Frye omite. Fue idea de Adolfo Alsina, ministro de guerra del presidente argentino Avellaneda. Buscaba poner un límite sobre los malones de indios patagónicos que robaban ganado, mataban y tomaban rehenes. La propuesta, de 1875, buscaba instalar una muralla de estructura similar al Muro de Adriano o al de Antonino, una construcción con zanja y terraplén que iría desde el Océano Atlántico hasta la Cordillera de los Andes. Alsina murió en 1877, y la estrategia de Roca para lidiar con los “bárbaros” prosperó en otros planos, tan sanguinarios como racionales, porque en su avance los ingenieros, los hombres de ciencia y los civiles con azadas tuvieron un rol jerárquico y los religiosos (los curas) uno marginal. La Zanja de Alsina llegó a tener 370 kilómetros construidos, más de la mitad de lo programado, aunque pronto quedó en ruinas. Todavía quedan vestigios reconocibles a simple vista.

“Cada tipo de sociedad crea su propio tipo de frontera” afirmó Owen Lattimore (citado por Vanni Blengino en La zanja de la Patagonia). No por las técnicas constructivas utilizadas, sino por la relación entre las partes, esa interdependencia que define todo un universo de deseos, proyecciones, miedos y mitos. Allí, en esa dinámica, se construye la relación con el otro, sea un bárbaro libre y sin redención posible, o un virus insolente que apenas es proteína.

MUROS, de David Frye. Turner, 2019. Madrid, 342 págs.

Muros

El muro de Berlín

“La historia del Muro de Berlín ha sido algo totalmente opuesta a lo esperado” afirma Frye. Los protagonistas reales rara vez aparecían en escena, porque los corresponsales, los cineastas, los novelistas y los periodistas se ocuparon de narrar los hechos. Convirtieron el hormigón y el alambrado de púas en un símbolo poderoso, y cayó justo cuando los muros estaban por reaparecer en todo el mundo.

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