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Una novela sobre Emir Rodríguez Monegal

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Emir Rodríguez Monegal

De Hugo Fontana

La novela Los nombres propios explora la vida del intelectual uruguayo Emir Rodríguez Monegal, quien tuvo muchos enemigos y fue acusado de ser agente de la CIA. Va un adelanto de la novela.

Esteban Austin, un profesor de literatura que prepara una biografía del crítico uruguayo Emir Rodríguez Monegal (1921-1985), es asesinado. Su viuda, dos periodistas y un comisario investigan el homicidio y a su vez van descubriendo, entre los archivos dejados por Austin, los capítulos de un libro que recorre la vida y la obra de Rodríguez Monegal, “el escritor uruguayo con más enemigos” al decir de su compatriota Carlos Real de Azúa. Va un adelanto de esta novela, Los nombres propios, que en este primer párrafo comienza con uno de los textos hallados por la policía.

Adelanto de "Los nombres propios":

Poco tiempo me costó darme cuenta de que escribir una biografía de Emir Rodríguez Monegal era, para mí, un proyecto imposible. En primer lugar no me había imaginado que un solo hombre pudiera escribir tanto, miles y miles de páginas dedicadas a la literatura, al cine y al teatro, a autores, obras, movimientos, generaciones, cuerpos narrativos. Y no es que ese inmenso material sea de difícil acceso: está casi todo al alcance de la mano, lo que, acudiendo a cierto regusto paradojal, hace la tarea más imposible aun. En segundo lugar, que más allá de no subestimarme ni pecar de presuntuoso —creo ser un honesto profesor de literatura y he leído a casi todos los autores imprescindibles para llegar a serlo—, debo reconocer que no manejo los conocimientos teóricos —corrientes, escuelas, críticos, ensayistas, pensadores, biógrafos, filólogos, filósofos y un largo etcétera— como para abordar una obra impregnada de mil posturas, con sus correspondientes aceptaciones y sus previsibles impugnaciones. Y si alguna duda albergaba al respecto, el día que me enteré de que Emir había corregido páginas de Jacques Lacan y le había comunicado personalmente algunas objeciones, bastó de modo terminante para modificar mis planes.

Entonces, ¿qué escribir y por qué seguir insistiendo en su figura, en su persona, en su personaje? Alterar mis propósitos, dejar de pensar en una biografía intelectual para empezar a planificar una biografía personal, de algún modo privada, íntima, obviamente esconde razones más próximas al terreno de la psicología que al de la literatura. Si el propio Emir sostuvo que, al fin de cuentas, lo que había hecho a lo largo de su vida —es decir: escribir cientos y cientos de artículos dedicados a otros creadores— no había sido otra cosa que escribir su propia biografía, el camino que me aprontaba a transitar era, por necesidad, una forma mucho más directa de escribir sobre mí mismo, con el leve pretexto de estar escribiendo sobre una persona tan admirable como controversial.

¿Por qué Emir? ¿Por qué Emir había elegido a ciertos autores para sus estudios y biografías? Andrés Bello, José Enrique Rodó, Eduardo Acevedo Díaz, Roberto de las Carreras, Horacio Quiroga, Pablo Neruda, Jorge Luis Borges, Juan Carlos Onetti. En algunos casos, y tras haber descartado la calidad de sus obras, creo que por el impulso inconsciente de acercarse a estructuras familiares que le resultaban similares a la suya, y en todos, por el destino fronterizo que los caracterizaba: apátridas o expulsados de sus países de origen —ninguno falleció en la tierra que los vio nacer, a excepción de Neruda y De las Carreras, aunque, el primero de ellos de dudosa muerte, y el segundo, de firme locura— e incluso de sus patrias ideológicas, como en los casos de Acevedo Díaz y Rodó.

Pero también, ¿qué figuras buscaba Emir tras las figuras de estos ilustres? ¿Buscaba al padre desconocido de Roberto de las Carreras o al padre accidentalmente muerto de Horacio Quiroga cuando este tenía apenas dos meses? ¿Buscaba al mal padre Neruda, que abandona a Malva Marina, su hija hidrocefálica, en una devastada Madrid, o al desaprensivo Onetti que deja a su suerte a su hijo Jorge y tarda años en volverlo a ver? ¿O buscaba a su propio padre, agonizando en una sonámbula calle de Melo, poco antes de dar la medianoche, desangrándose lentamente después de recibir cuatro balazos y a la espera de ser llevado al hospital donde moriría dos días después? Antes de nacer, Emir ya había matado a su padre, ya había culminado el trabajo más devastador que le corresponde a todo hombre, aunque la verdad y las crónicas sostuvieran luego que lo había hecho su tío Cacho. ¿Y qué importancia tienen la verdad y las crónicas? ¿Es cierto que todo hombre elige en cierto momento un padre a su imagen y semejanza? Emir descubrió que Borges había elegido a Leopoldo Lugones, y también descubrió que él había elegido a Borges. ¿Y yo?

¿O es que también, entre estas difusas y secretas razones, me atraía el vértigo de su condición de desclasado intelectual? ¿Su estatus de paria, no solo en el territorio de la sangre sino también en el de las ideas? ¿Sus formas del exilio, que empiezan mucho antes de que su rol de referente cultural sea puesto en tela de juicio, cuando decide no inclinarse ante el maremoto que se estaba gestando desde finales de los 50? ¿Sus preferencias literarias, seducido como estaba por autores alejados de un canon que otros impondrían a sangre y fuego? ¿Sus sombras de individuo en cuestión, capaz de aceptar la dirección de una revista que, incluso algunos amigos le habían advertido, podría ser financiada por los servicios de inteligencia de Estados Unidos?

Todo esto y nada más, me he ido contestando, sin perder de vista las eventuales encrucijadas, el temor por el súbito resentimiento o por la emoción de la complicidad. El olor del papel, de la tinta fresca, ahora transformado en la asepsia de un ordenador que, aun producto de la abstracción, no pierde sin embargo su carácter sacrílego. Emir escribió que tras haber nacido ‘en un cuarto que daba a una librería que daba a un taller de imprenta en que se publicaba un periódico, cómo iba a ser otra cosa que lo que soy: un lector impune, un grafómano’. Mis orígenes también están hechos de periódicos, revistas, historietas, cuentos, aventuras imaginadas y casi nunca cumplidas. Buscaré eso, me dije: confuso y derrotado Edipo, escribiré sobre mi vida.”

Lamas detiene la lectura y queda mirando la luz titilante de la pantalla.

Está solo en su casa y ya es de madrugada. Las primeras líneas del archivo de Esteban Austin que está fechado casi un año atrás proponen una explicación que ya no podrá ejecutar. Es un ejercicio meramente discursivo, débil, de antemano infructuoso, destinado a encontrar un atajo que lo desestimule. Pero al mismo tiempo es la comprobación más completa de que ha caído en una trampa. Lamas también sabe que todo hombre que presencia a un hombre matando a su padre, está condenado por el resto de sus días a protagonizar la ceremonia que repite el crimen.
La misma luna de hace dos noches en el Andorra ilumina ahora la ventana de su habitación.

                                                 --o0o--

—No, Núñez, no. En una democracia no hay antecedentes ideológicos.
—Antecedentes ideológicos hay en todos lados, Lamas, hasta en un partido de fútbol. Pero puedo ponerme de acuerdo con usted en que en una democracia no deberían ser delito.

—Es una forma de ver el asunto, mi estimado, pero preferiría pensar las cosas de otra manera. Y mucho menos sacaría suposiciones a partir del aspecto físico de nadie. ¿O es que estamos volviendo a Lombroso?
––No me diga que no le pasa cada vez que se cruza con un tipo especialmente feo… Al menos yo cambio de vereda.

—Seguramente porque usted es un hombre muy bonito.
—El profesor Austin —dice Núñez entre risas y con un gesto amanerado, hasta que logra contenerse y volver a su tono de voz— estaba haciendo una investigación sobre otro profesor al que la izquierda de este país ha despreciado desde hace más de medio siglo.

—No es exactamente desprecio: algunos siguen creyendo que Rodríguez Monegal era un agente de la CIA, un infiltrado del imperialismo en la estancia solariega. Pero la estrategia más eficaz para combatirlo es tratarlo como si no hubiera existido. Tampoco es que desprecien a Onetti, pero como les resulta incómodo, no le prestan atención.
—Pero Onetti es respetado. La gente lo conoce, ganó premios.

—El director de un liceo tuvo que esperar dos años un permiso para ponerle Juan Carlos Onetti a la biblioteca; sus superiores no lo veían con buenos ojos. Algunos burócratas sostienen que hay una plaza Onetti en alguna parte de la ciudad, pero la plaza es un cuadrado de pasto reseco con una zanja en el medio, y ni los vecinos saben que se llama así. Todos la conocen como la Plaza del Huevo.
—En fin, Lamas, no se ofusque, el mundo está lleno de causas perdidas. Pero el asunto es que, más allá del tamaño de las orejas y de la amplitud de la frente, como suponía el celebrado médico que usted acaba de citar, Domenech me pasó el identikit del asesino de Austin y mañana saldrá en la tapa del diario. El dibujo coincide con cierto fenotipo que pululaba cincuenta años atrás. Barba, ceño fruncido, una mezcla de furia e inspiración…

Lamas queda masticando con sorna la última imagen y mira a Núñez como si algo misterioso le hubiera aparecido en la cara.

—Furia e inspiración es casi todo lo que se necesita para ser un buen poeta.
—Mañana van a encontrar sospechosos en unos cuantos comités de base —agrega Núñez sonriendo—. Sin ir más lejos, a una cuadra de casa hay un club donde están ensobrando listas desde hace dos semanas, y hay unos cuantos tipos con la misma fisonomía.

A pesar del polvillo de los plátanos, que sigue reverberando en el cordón de la vereda y cada tanto llega hasta ellos, la primavera ha arribado y ahora están decididos a no abandonar la mesa.

—Todos tenemos, encerrado en un baúl, un familiar con un pasado admirable. Y es casi seguro que nos va a sobrevivir.

Cabecean ensimismados. Hay noches en que parecen dos personajes sacados de un cuento de Morosoli, capaces de, después de terminar el whisky y levantarse, dejar sus siluetas dibujadas en la pared de la ochava.

—Domenech también me pasó los archivos que estaban en la computadora del profesor, y me dijo que acompañó a la concubina de Austin a la morgue. Jodida changa. Dice que no le gustó el carácter de la mujer, y que recién cuando vio el cuerpo pareció convertirse en un ser humano. Una mujer desaprensiva, prepotente. Cuando yo me muera, usted será el encargado de reconocerme, Lamas. Imagínese: desnudo y vestido de verde —dice y queda mirando a su compañero de copas.
—Esta noche el que está inspirado es usted, pero no se preocupe, lo haré maquillar como a una estrella de cine.

—Siempre me he preguntado si alguien llorará por mí. Supongo que sí —murmura cabizbajo—. Desde hace un tiempo me emociono cada vez más con cosas con las que antes no me pasaba nada. Una canción, un retrato, una película. Y lo que más me conmueve, a veces hasta el llanto, son las cosas viejas. Un tango, un Ford T, la foto del casamiento de mis padres.
—Quédese tranquilo, a mí me pasa lo mismo. Ya tenemos la edad suficiente como para que nos emocionen las cosas viejas. Esa es una forma de ir despidiéndose de ellas: cuando nos muramos, todo eso por lo que usted llora va a desaparecer de la faz de la tierra. No solo nosotros nos iremos, Núñez, también se irá mi padre gritando un gol en el Estadio, el perro que tuve cuando iba a la escuela, mi madre tarareando “Naranjo en flor” en un dueto con Floreal Ruiz.

—Todo indica que Austin estaba ordenando sus escritos cronológicamente —lo interrumpe Núñez tratando de volver al crimen y olvidarse de las despedidas—, aun en la duda de escribir una biografía: infancia, juventud, periodismo, Londres, París. Estados Unidos. El hombre tenía unos cuantos viajes encima.
—Mañana los copio y les pego un vistazo. Hace mucho que no leo nada de eso, pero no estaría mal refrescar la memoria.

—Usted tiene suerte, Lamas, usted ha leído mucho. Yo, a no ser alguna novela policial, llevo poco encima. A veces pienso que si leyera más, sería mejor periodista. Pero uno escribe sobre tanta miseria que también pienso que un homicidio se merece todas las faltas ortográficas del mundo. (...)

—Si usted escribiera, Lamas, ¿a quién le gustaría parecerse?
—A un hombre que escribe.

Ahora beben en silencio. Los dos buscan la luna entre las ramas de los árboles. Buscan la arena.

Emir Rodríguez Monegal

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